viernes, 30 de octubre de 2015

Esta vez es diferente

Celia daba vueltas alrededor de la mesa de billar como un autómata estropeado. No sabía que hacer, de nuevo sentía sobre ella el peso de una culpa que no comprendía. Se frotaba la cara intentado tranquilizarse, ver a Aurora elucubrar de aquella manera la había dejado atónita. Ella solo había actuado como lo hubiera hecho cualquier amiga, sin maldad, sin deseos ocultos o segundas intenciones. Había actuado como actúan las buenas personas, como actuó Aurora con ella cuando más hundida estaba.
--Cuando una persona te quiere de verdad no te pide que cambies, ni que renuncies a nada...
Las palabras de Diana golpeaban con contundencia la mente bloqueada de Celia. Sus sentimientos hacia Petra estaban enterrados, Aurora debería saberlo, se lo había explicado cientos de veces, había vivido con ella esa evolución, ese asentar de sentimientos y sin embargo no dejaba de ver fantasmas vagando entre las tumbas que tanto le había costado tapar. Estaba saturada, enfadada con Aurora por haber ignorado sus palabras sinceras, por haberla tachado de mentirosa, por dudar del amor que no dejaba de declararle y del que sin embargo parecía huir. Cerró los ojos y respiró profundo y por no comenzar a vaciar con rabia las estanterías de la librería que la juzgaba desde su sabiduría altanera, salió al jardín para ver si en el aire frío y calmado que acariciaba la ciudad viajaba la ayuda que necesitaba. Se tumbó mirando al cielo y afinó los oídos mientras cerraba los ojos en un acto reconciliador con su propio ser que paró su presente y la trasladó a un pasado que la asustó de tal manera que volvió a abrirlos de inmediato. Dejó la mirada clavada en un punto infinito que la hizo recordar lo pequeña que se sentía cuando Miguel se acercaba a Petra, que hizo que reviviera el dolor de verlos compartir una vida que deseaba para ella, una vida que envidiaba pero que no comprendía y no pudo evitar sentirse culpable. Se incorporó y dudó un instante, valoró lo que tenía y lo que deseaba tener. Sus manos, extendidas sobre sus piernas, se convirtieron en una balanza en cuyo plato derecho grabó una A imaginaría como representante de la amistad. La A que leyó en el izquierdo era sin duda la del amor y comprendió que además era la A de su Aurora, de su diosa griega, de su amanecer...
Se levantó convencida del perdón que llevaba en la punta de su lengua ansiosa y salió de casa con la mirada fija en el único punto infinito que la hacía sentirse tan grande, tan única y especial, tan ella, que no podía dejar que se perdiera entre la desdichada multitud.




Aurora no supo bien si se fue porque no soportaba la idea de que Celia estuviera mintiéndola o porque no soportaba la sensación de que se estaba mintiendo a si misma. Solo pensó en que tenía que salir de aquella casa, que tenía que dejar de respirar aquel aire ya respirado, que tenía que soltar aquella rabia calma que se había atascado en la contracción de su diafragma dolorido, el portazo que dio al cerrar la puerta le provocó un espasmo lacrimoso que lo hizo reaccionar de nuevo, con tanta dureza, que tuvo que sujetarse el pecho con las manos temblorosas para mantener dentro a su cobarde corazón. Creía a Celia. La creía porque reconoció en sus ojos la sinceridad de la que se había enamorado. Reconoció en sus palabras la calma de esa ternura que la acariciaba el alma y en su sonrisa pudo ver la comprensión de la persona enamorada que decía ser. La creía, pero sentía una lucha interna entre lo que veía y lo que imaginaba. Entre lo que oía y lo que escuchaba. Entre lo que estaba viviendo y lo que recordaba. ¿Qué la estaba pasando? Se preguntó al verse de espaldas a una puerta que deseaba volver a cruzar en sentido contrario y de la que sin embargo se alejó con el orgullo penitente de quien no confía en el camino indicado.
Estaba celosa. Eso, lo tenía claro, y quería no estarlo, pero sentía como los celos iban apoderándose de su interior. Se sentía desaparecer bajo ellos como si fuera la fachada de una casa que inmóvil cede a la espesura de la hiedra impertinente. Lo sabía, lo sentía, se la comían y sin embargo permanecía tan inmóvil como los ladrillos inertes.
--¿Por qué me has sujetado? --preguntó su corazón al sentirse a salvo frente a lo único que nunca la decepcionaba. Su consciencia, su templanza, su ventana...
--Por que no quiero que salgas huyendo.
--Siempre hemos actuado así --respondió sorprendido mientras se expandía y contraía despacio.
--Esta vez es diferente.
--Esta vez te importa --sentenció antes de que Aurora pudiera abrir la ventana para deshacerse de si misma.
--Esta vez me importa --repitió agotada mientras se dejaba caer sobre la mecedora que había colocado para Celia --. Esta vez, me importa...
Y tenía razón. Celia la importaba tanto que se sumergió sin dudarlo en la maraña de sentimientos amargos en los que se sentía perdida. Buscó y rebuscó entre ellos y no paró hasta dar con el grano de azúcar cuerdo que la devolvió el sabor de unos besos a los que no estaba dispuesta a renunciar. Se levantó y cerró la ventana.
--Celia me quiere --dijo retando a sus propios ojos que reflejaban lo contrario.
--Pero no te comprende--respondieron con la crudeza de la tortura insaciable.
--No me comprendo ni yo --sentenció cerrando las cortinas, sonriéndose sin réplica, apartando los fantasmas y sujetando con contundencia las tijeras verdes de podar que guardó en el bolso antes de salir en busca del único reflejo del que se había enamorado en toda su vida.











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