viernes, 30 de octubre de 2015

Esta vez es diferente

Celia daba vueltas alrededor de la mesa de billar como un autómata estropeado. No sabía que hacer, de nuevo sentía sobre ella el peso de una culpa que no comprendía. Se frotaba la cara intentado tranquilizarse, ver a Aurora elucubrar de aquella manera la había dejado atónita. Ella solo había actuado como lo hubiera hecho cualquier amiga, sin maldad, sin deseos ocultos o segundas intenciones. Había actuado como actúan las buenas personas, como actuó Aurora con ella cuando más hundida estaba.
--Cuando una persona te quiere de verdad no te pide que cambies, ni que renuncies a nada...
Las palabras de Diana golpeaban con contundencia la mente bloqueada de Celia. Sus sentimientos hacia Petra estaban enterrados, Aurora debería saberlo, se lo había explicado cientos de veces, había vivido con ella esa evolución, ese asentar de sentimientos y sin embargo no dejaba de ver fantasmas vagando entre las tumbas que tanto le había costado tapar. Estaba saturada, enfadada con Aurora por haber ignorado sus palabras sinceras, por haberla tachado de mentirosa, por dudar del amor que no dejaba de declararle y del que sin embargo parecía huir. Cerró los ojos y respiró profundo y por no comenzar a vaciar con rabia las estanterías de la librería que la juzgaba desde su sabiduría altanera, salió al jardín para ver si en el aire frío y calmado que acariciaba la ciudad viajaba la ayuda que necesitaba. Se tumbó mirando al cielo y afinó los oídos mientras cerraba los ojos en un acto reconciliador con su propio ser que paró su presente y la trasladó a un pasado que la asustó de tal manera que volvió a abrirlos de inmediato. Dejó la mirada clavada en un punto infinito que la hizo recordar lo pequeña que se sentía cuando Miguel se acercaba a Petra, que hizo que reviviera el dolor de verlos compartir una vida que deseaba para ella, una vida que envidiaba pero que no comprendía y no pudo evitar sentirse culpable. Se incorporó y dudó un instante, valoró lo que tenía y lo que deseaba tener. Sus manos, extendidas sobre sus piernas, se convirtieron en una balanza en cuyo plato derecho grabó una A imaginaría como representante de la amistad. La A que leyó en el izquierdo era sin duda la del amor y comprendió que además era la A de su Aurora, de su diosa griega, de su amanecer...
Se levantó convencida del perdón que llevaba en la punta de su lengua ansiosa y salió de casa con la mirada fija en el único punto infinito que la hacía sentirse tan grande, tan única y especial, tan ella, que no podía dejar que se perdiera entre la desdichada multitud.




Aurora no supo bien si se fue porque no soportaba la idea de que Celia estuviera mintiéndola o porque no soportaba la sensación de que se estaba mintiendo a si misma. Solo pensó en que tenía que salir de aquella casa, que tenía que dejar de respirar aquel aire ya respirado, que tenía que soltar aquella rabia calma que se había atascado en la contracción de su diafragma dolorido, el portazo que dio al cerrar la puerta le provocó un espasmo lacrimoso que lo hizo reaccionar de nuevo, con tanta dureza, que tuvo que sujetarse el pecho con las manos temblorosas para mantener dentro a su cobarde corazón. Creía a Celia. La creía porque reconoció en sus ojos la sinceridad de la que se había enamorado. Reconoció en sus palabras la calma de esa ternura que la acariciaba el alma y en su sonrisa pudo ver la comprensión de la persona enamorada que decía ser. La creía, pero sentía una lucha interna entre lo que veía y lo que imaginaba. Entre lo que oía y lo que escuchaba. Entre lo que estaba viviendo y lo que recordaba. ¿Qué la estaba pasando? Se preguntó al verse de espaldas a una puerta que deseaba volver a cruzar en sentido contrario y de la que sin embargo se alejó con el orgullo penitente de quien no confía en el camino indicado.
Estaba celosa. Eso, lo tenía claro, y quería no estarlo, pero sentía como los celos iban apoderándose de su interior. Se sentía desaparecer bajo ellos como si fuera la fachada de una casa que inmóvil cede a la espesura de la hiedra impertinente. Lo sabía, lo sentía, se la comían y sin embargo permanecía tan inmóvil como los ladrillos inertes.
--¿Por qué me has sujetado? --preguntó su corazón al sentirse a salvo frente a lo único que nunca la decepcionaba. Su consciencia, su templanza, su ventana...
--Por que no quiero que salgas huyendo.
--Siempre hemos actuado así --respondió sorprendido mientras se expandía y contraía despacio.
--Esta vez es diferente.
--Esta vez te importa --sentenció antes de que Aurora pudiera abrir la ventana para deshacerse de si misma.
--Esta vez me importa --repitió agotada mientras se dejaba caer sobre la mecedora que había colocado para Celia --. Esta vez, me importa...
Y tenía razón. Celia la importaba tanto que se sumergió sin dudarlo en la maraña de sentimientos amargos en los que se sentía perdida. Buscó y rebuscó entre ellos y no paró hasta dar con el grano de azúcar cuerdo que la devolvió el sabor de unos besos a los que no estaba dispuesta a renunciar. Se levantó y cerró la ventana.
--Celia me quiere --dijo retando a sus propios ojos que reflejaban lo contrario.
--Pero no te comprende--respondieron con la crudeza de la tortura insaciable.
--No me comprendo ni yo --sentenció cerrando las cortinas, sonriéndose sin réplica, apartando los fantasmas y sujetando con contundencia las tijeras verdes de podar que guardó en el bolso antes de salir en busca del único reflejo del que se había enamorado en toda su vida.











miércoles, 28 de octubre de 2015

¿Entonces no vas a venir?

Cuando Celia vio la máscara de la congoja en el rostro de Aurora, sintió como propio el sufrimiento que reflejaba. Por primera vez se puso en su lugar y se sintió tan abatida que no pudo evitar buscar en sus labios un beso de consuelo que la consolase también. No importaba si la puerta estaba abierta, si lo tenían prohibido, si era el momento preciso o el lugar adecuado, lo único que importaba era sentir y sintió nacer aquel beso desde el mismo centro de su corazón preocupado. Ver a aquella mujer fuerte tan afectada, más desnuda de lo desnuda que ella la había visto hasta entonces, ofreciéndole una vida entera, hizo que no importase nada. Nada hasta que los ojos de Petra cortaron su aliento mientras buscaba los de Aurora. Fue tanto el miedo que sintió, tanto, que Aurora, la habitación, la ciudad y el propio mundo desaparecieron entre las cuatro paredes blancas que emergieron del suelo acolchadas y que le mostraron un futuro del que no podría escapar de nuevo. Disimuló como pudo el silencio de aquellas paredes y la presión de la camisa que le apretaba los brazos contra el pecho tan fuerte que a penas podía respirar. Sonrió como han de sonreír las mujeres educadas y se apoderó del dolor ajeno de nuevo para evitar el suyo propio. Pudo parecer egoísta y de hecho así se sintió al sentir el alivio de la marcha de Aurora. Por fin podía contárselo a Diana, desahogarse con su hermana del mismo modo en el que su pareja había intentado hacerlo con ella. Se sintió tan egoísta que no tuvo reparos en delatarse, en confesar que había vuelto a besar a Aurora en casa, en ir corriendo donde Petra para asegurarse de que aquella mujer que la había sacado del cráter de un volcán, no fuera arrojada a las llamas del mismísimo infierno.
Los ojos sinceros de Petra liberaron, sin saberlo, a Celia de la pesada carga con la que había llegado hasta la salida de la fábrica. La reacción calmada, las palabras amables, comprensivas e indulgentes y la promesa de que mantendría silencio, hicieron que Celia sintiera como la fina línea que contenía la duda se rompiera por fin. Sonrió y ofreció sin pensarlo su brazo al brazo que la reclamaba. Ese brazo que, convertido en candado, asegura para siempre la amistad de dos personas que tras quererse y odiarse mucho, se han dado cuenta que no pueden vivir la una sin la otra.
Era el momento de ponerse al día, de contarse que momentos de sus vidas se habían perdido, de sentir los dolores y las alegrías al revivirlos, de hablar de amor y desamor, de pedir perdón y de olvidarlo. Era el momento de equilibrar la balanza, de dejar claros los sentimientos, de encontrarse en la otra sin la necesidad de hablar, de lacrar el sobre del pasado y rasgar el del presente, era el momento de comenzar.
Estuvieron hablando toda la noche y el único testigo que presenció aquel renacer fue el crepitar del fuego de la chimenea del salón que habían encendido para no quedarse heladas. Un fuego que parecía rabioso al escuchar los nombres Uribe o Miguel y que se convertía en una tentadora caricia al escuchar el de Aurora o el de Bernardo. Celia sonreía, sonreía de una forma tan constante que empezaba a sentir adormecida la mandíbula. Sonreía porque se sentía liberada del amor no correspondido y correspondida por un amor que no la encadenaba.
Durmió toda la mañana y bajó a la cocina para tomarse un café caliente sin que la vieran sus hermanas cuando se levantó. La dicha que sentía se desvaneció ligeramente al ver a Petra, de nuevo, en la cocina. Tuvo la sensación de que se menospreciaba a si misma de manera innecesaria e insistiéndole estaba en que podía estar por la casa como si fuera una de ellas cuando para su sorpresa apareció Aurora. Habían quedado, tenían que acudir a una reunión del grupo de sufragistas y Celia lo había olvidado por completo. Acababa de prometerle a Petra que la acompañaría a la casa de su padre a por algo más de ropa mientras este trabajaba y era algo que no podían posponer porque el resto de la semana coincidían en la fábrica.
--Lo siento cariño lo había olvidado --se disculpó Celia provocando que Aurora buscase con los ojos aterrorizados la reacción una Petra que permanecía en un silencio impasible y que dejaba claro que conocía su secreto --. No te preocupes, hemos estado hablando.
--Puede estar tranquila. No diré nada, ya metí la pata una vez y no estoy dispuesta a volver a repetirlo. Me gustaría que supiera que de haber sabido lo que mi reacción iba a suponerle a Celia nunca lo hubiera hecho. Gracias por haberme abierto los ojos ayer y discúlpeme por haberla confundido con una amiga.
Aurora no respondió, no podía hacerlo, no entendía porque Celia le había contado a Petra, a la persona que la traicionó, a la que no fue capaz de pensar en las consecuencias que sus actos podían tener, a la que hizo que acabase en manos del doctor Uribe, la verdad. No comprendía como podía otorgarle de nuevo el beneficio de la duda, como se atrevía a arriesgarse a utilizar delante de ella términos cariñosos que dudaba fuera capaz de comprender o de sentir. No entendía nada y sin embargo sentía que lo entendía todo. Estaba tan bloqueada que lo único que acertó a hacer fue una pregunta, una pregunta cuya respuesta no estaba segura de querer escuchar.
--¿Entonces no vas a venir? --preguntó agachando la cabeza en un intento de controlar los celos que se asomaban por los lacrimales de sus ojos.
--Tampoco pasa nada porque vayas un día tu sola ¿no? --respondió Celia buscando de la peor manera posible la comprensión de Aurora que se ahogó en su propia rabia contenida.
--No, supongo que no.
--Yo te prometo que te compensaré --dijo Celia melosa --, mañana por la tarde te voy a dedicar toda la tarde a ti sola -- añadió para desespero de Aurora que sentía como Petra, que a pesar de querer parecer invisible no lo había conseguido, intentaba aparentar una normalidad en la que no confiaba y con la que no se sentía nada cómoda.
--Si, bueno, yo será mejor que me vaya, no quiero llegar tarde --respondió esquivando cualquier tipo de contacto que pudiera hacerla estallar.


La reacción de Aurora dejó a Celia descolocada. ¿Por qué la costaba tanto comprender que no sentía nada por Petra si hasta ella misma ya lo había comprendido?
--Celia. Deberías ir tras ella --dijo Petra rompiendo el silencio que se había adueñado de la estancia.
--¿Tú crees? --preguntó con una duda sincera, valorando con los ojos cuanto afectaría eso a la vida de Petra que había llegado a aquella casa casi con lo puesto y cuanto afectaría a la suya.
--Estoy segura de ello.
--Pero Petra yo te había prometido...
--Estoy segura de que a ella le has prometido mucho más que a mi. Corre si no quieres perderla. Conozco bien la capacidad que tiene los celos de cambiar a las personas Celia y puedo asegurarte de que nunca traen nada bueno. Ve, habla con ella y dila que este tranquila. Te prometo que vuestro secreto esta a salvo conmigo.

martes, 27 de octubre de 2015

A todo menos a humo.

La conversación con Petra en la cocina hizo que salieran de casa con una dolorosa complicidad. Celia sabía que Aurora estaba fuera esperando, pero la tentación que había sentido de confesarle a Petra su relación con ella seguía pesando sobre sus nervios infantiles y la tenía completamente alborotada. Se moría de ganas por hablar con alguien de sus sentimientos hacia la mujer que esperaba al final de las escaleras, necesitaba explicar que sin la inmensa luz de su sonrisa, que añoró al ver su mandíbula apretada, no habría conseguido ver que al final del tenebroso camino al que tuvo que enfrentarse, la esperaba una vida entera. En sus gestos podía apreciarse la felicidad de quien ha recuperado algo que creía perdido, algo grande que se había vuelto tan insignificante que parecía haber desaparecido, algo que Aurora en su miedo percibió como la brasa incombustible que aviva de nuevo el fuego y arrasa con todo.
La angustia de aquel humo que la impedía respirar se apoderó de su rostro y lo descompuso en mil pedazos. En él, pudo vislumbrar la pesadilla del baile de sus cuerpos enlazados, desnudos, sudorosos y tan silenciosos que ni el viento gélido de la noche se habría atrevido a golpear la ventana. La pesadilla que la había tenido toda la noche en vela, llorando profundamente abrazada a una almohada sin corazón que no supo consolarla, que no supo hacer su función, que dejó que su cabeza fuera mecida por el mismísimo diablo, por el mismo diablo que sintió al escuchar su voz aterciopelada situándola en un lugar que no la correspondía. Ella no era una compañera de la escuela de maestras, ella no era una amiga, ella era la mujer que recogió los pedazos que su rostro angelical había esparcido por el suelo al traicionarla. Ella era su pareja y maldijo tanto sus propios consejos que, para evitar gritarle la verdad en el medio de la calle abarrotada, decidió hacerla participe de lo que su traición había supuesto.
Celia pudo sentir el dolor de Aurora. Comprendió que aquella hostilidad se debía, en parte, a la manera en la que había hecho las cosas. Las había hecho mal, no lo había comprendido hasta entonces y al hacerlo sintió la necesidad de concederle a Aurora el mérito que merecía. Sintió de nuevo el deseo de confesar lo que sentía hacía aquella mujer que la miraba con tristeza, pero al igual que le había ocurrido en la cocina, un aliento de cordura invadió su corazón acelerado y lo detuvo con la prudencia recalcada.
Se despidieron de Petra que sintió sin dudar que molestaba, que no era el momento, que no había estado acertada con su suposición, que había algo más que su amiga no la había contado. Se despidieron de ella y sus miradas se enfrentaron. Los ojos de Aurora estaban vacíos, llenos de una nada que Celia sintió la necesidad de llenar. Confesó una pena con la que Petra se hubiera sentido incómoda y pronunció las palabras más sinceras que había pronunciado jamás:
-- Yo te quiero a ti --dijo dejando que Aurora viera en la pupila de sus ojos la candela que necesitaba para volver a dejar que aquella mirada iluminase su camino.
Lo dijo sin pensar, la salió de lo más profundo de sus entrañas remendadas y se sintió la mujer más dichosa del mundo cuando enhebró su brazo en el brazo de Aurora rumbo al único lugar en el que no tenían que disimular que se querían, que se deseaban, al único lugar en el que podian ser lo que quisieran. Ser o no ser, sin nada más que sus almas desnudas.
Aurora sonreía, las palabras de Celia mecían sus pensamientos en una ola que iba derribando las dudas, los celos, los problemas que se avecinaban y que dejó apartados para centrarse en disfrutar de aquel momento del que tantas veces había huido y hacia el que en ese momento correría sin dudarlo.
Entraron en el hotel y sintieron en la mirada del muchacho que les entregó la llave de la habitación la complicidad de quién también guarda un secreto. Su pelo rubio recalcaba el azul de unos ojos que parecían saber más  de lo que deberían y en los que sin embargo podía intuirse el silencio. Aurora dejó que sus zancadas al subir las escaleras mostrasen su premura. Un te quiero necesitaba besos que lo mantuvieran vivo, que le hicieran comprender que no había sido dicho en vano y sin embargo al entrar en la habitación se quedó paralizada, inmóvil ante la cama que deseaba deshacer.
-- ¿Pasa algo? -- preguntó Celia buscando sobre la colcha limpia y bien alisada la respuesta.
Aurora no respondió, simplemente se giró y la sujetó la cara con las manos frías. Clavó sus ojos en los labios de Celia y los besó como aquella vez en su cuarto, desde dentro, desde lo más profundo del nerviosismo de las primeras veces. La besó con la promesa hecha carne del te quiero contenido que guardaba junto a los sueños que no contaba por miedo a que perdieran lo idílico de la magia que los hacía irrepetibles. La miró y abrió seis de los siete candados del baúl dónde lo tenía escondido y con la última llave preparada al borde de la lengua desnudó a Celia y la tumbo sobre la cama.
-- ¿Vas a decirme ya eso que te arde en la mirada? -- Aurora negó con la sonrisa --¿No? -- Los dientes provocadores de la enfermera mordieron su labio indeciso y nego de nuevo -- Entonces tendré que torturarte dijo levantandose, cambiando los papeles, tumbándola sobre la cama.
--¿Torturarme?
En aquella ocasión fue Celia la que permaneció en silencio. Se acercó al montón abandonado de su ropa y rescató de entre ella su pañuelo. Cubrió con él los ojos de Aurora que se resistió sin convicción y miró  a su alrededor buscando algo con lo que llevar a cabo su amenaza. Sonrió al comprobar que el cabecero de la cama era de forja y cogió los cordeles que sujetaban las cortinas. Se acercó de nuevo a la cama y rodeó con ellos las muñecas de porcelana de la marioneta en que Aurora se había convertido.
-- Espero que tengas piedad -- susurró mientras Celia levantaba sus brazos por encima de sus hombros y apretaba con ternura las lazadas.
-- Ser piadosa no está en mis planes -- respondió mientras desabrochaba uno a uno los botones de la camisa que apartó hacía los lados -- ¿Vas a hablar? -- preguntó mordiendo la curva del pecho que turgente asomaba por encima de la tela del corsé blanco.
Aurora negó de nuevo y Celia deslizó la falda que cubría las piernas juguetonas que buscaban una carne que aún no estaba dispuesta a entregar.
-- ¿Ahora? -- preguntó de nuevo mordiendo el hueso de la cadera que marcaba el inicio de la tela de su ropa interior de la que tambien se deshizo deslizandola con una parsimonia desesperante.
-- No, y si te soy sincera se me ha olvidado que era lo que te iba a decir -- respondió divertida intentando deshacerse de las ataduras.
-- Quizás si me siento encima... -- dijo llevando a cabo su amenaza. Dejando que el peso de su cuerpo cayera sobre la pelvis de Aurora que se elevó buscando el calor ajeno.
-- Sigo sin recordarlo --respondió buscando con los muslos la espalda curvada de Celia que subió con cuidado hasta quedar sentada sobre el pecho de Aurora que intentaba respirar profundo para sentirla en plenitud.
-- Si no vas a decirme que era eso que pensabas no necesitas tener la boca libre -- susurró Celia retomando el ascenso que la situó justo encima de los labios de Aurora que sin resistirse recibió aquella tortura completamente sumisa.
Las manos de Celia se amarraron al mismo cabecero que apresaba las de Aurora y sus ojos se entregaron a la oscuridad de quién los cierra desviando los sentidos al punto concreto del cuerpo entregado. Aurora obedecía las ordenes mudas del vaivén de la cintura inquieta de Celia y descubrió que todo el aire de la habitación se había impregnado con el olor de sus cuerpos desnudos, de sus respiraciones entrecortadas, de un sexo con ataduras al que estaba dispuesta a entregarse para siempre sin volver a dudarlo. Sorprendida y halagada, correspondida, amada y orgullosa, descubrió ante el cuerpo vencido de Celia que aquel aire volvía a oler a nada, a nada y a todo. A todo, menos a humo.

sábado, 24 de octubre de 2015

Tormenta

La ciudad se había vuelto gris. Tan gris que cuando Aurora salió del Ambigú sintió que todo el peso del cielo se derrumbaba sobre su cabeza. Intentaba mantenerse fuerte, su decepción era tal que sentía que las personas con las que se cruzaba veían las lágrimas que intentaba mantener en su interior. Las lágrimas que estaban ahogándola, que se habían instalado en su garganta, que la impedían pensar y sentir, que agarrotaban su pecho con la presión de un puño.
Un relámpago iluminó el cielo encapotado mientras atravesaba el parque desierto. Miró hacía arriba intentando encontrar un claro que contuviera la esperanza y mientras oteaba el cielo sin encontrarlo un rayo lo partió en dos. Admiró la belleza de aquella maravilla desde sus ojos cristalinos y dejó que el trueno ensordecedor que lo siguió la derribase por dentro sin remedio. Sonrió con inmensa tristeza, con la tristeza que emerge de las tormentas, que sube del suelo con aroma a hierba mojada e inunda el silencio con la melodía de las gotas recurrentes. Amaba las tormentas, admiraba su capacidad para llegar y arrasar con todo en un instante, con las rocas más fuertes y los árboles más robustos y se dio cuenta de que eso era Celia para ella, una tormenta. Una tormenta que había empapado su piel, que se había colado por el cerrojo que mantenía a salvo su frágil corazón, que recorría sin permiso sus entresijos, sus recovecos, su capacidad para gestionar los sentimientos que tantas veces se había negado y que flotaban en el cauce de los ojos que sinceros habían confesado no haber pensado que abrir aquella puerta arrasaría con ellos. Se culpó por amar, por haberse dejado vencer por la bondad de aquella niña rota que la abrazaba con fuerza buscando auxilio, por haber dejado que la primera sonrisa que Celia le regaló derrumbase el muro que con tanto esfuerzo había levantado. Se culpó y se perdonó al instante y agradeció cada escalofrío que aquella tormenta había provocado y decidió dejar que amainase para volver con el cielo despejado, para volver con el sol radiante de fondo, para volver y comprobar si Celia era una tormenta de verano o un huracán.


La mirada de decepción de Aurora dejó a Celia completamente inmóvil. Sabía que debía seguirla, que debía darle una explicación, que debía calmar los temores que se habían apoderado de sus ojos, pero sintió que si se movía la mentiría, que se justificaría de algo que no tenía justificación y no quiso jugar a hacerse la víctima porque, a pesar de que se había visto casi obligada a aceptar la petición de Petra, sabía que no lo era y Aurora no se lo merecía. Cerró los ojos y sintió como los golpes secos de su corazón contra el pecho tensaban su mandíbula, sintió la rabia invadiendo su interior y se sentó maldiciéndose a sí misma, maldiciendo el porqué que no encontraba a la pregunta que se repetía en bucle en su cabeza; ¿Por qué no corres Celia? ¿Por qué?
--Si la quisieras como crees que la quieres correrías sin dudarlo --dijo el reflejó de su rostro en el té frío que al saberse desperdiciado decidió ser implacable.
--Si que la quiero --respondió enfadada.
--Yo no he dicho lo contrario --sentenció desapareciendo.
Quería a Aurora, estaba segura de ello, la quería de verdad. A ella se lo debía todo, la debía la vida.
--Le debo la vida --repitió en voz alta y comprendió entonces a su reflejo, comprendió a que se refería, comprendió que la gratitud y el amor no son el mismo sentimiento. Quería a Aurora, la quería como nunca había querido a nadie porque nunca nadie había hecho nada por ella. La quería, pero al repetirlo sintió una puñalada en el corazón que le rompió el alma. La quería por lo que Aurora estaba dispuesta a entregar y dudó de si ella sería capaz de entregar lo mismo por ella. La quería, pero no sabía si la amaba, si la amaba como a sus libros, como a sus sueños, como a su libertad.
Salió del Ambigú  y descubrió que, al igual que su interior, la ciudad estaba siendo golpeada por una dura tormenta. Pensó en Aurora, pensó en su pelo empapado, en su ropa mojada, en el dolor que ella la había provocado y se reafirmó en el sentimiento de que no se lo merecía. Tenía que elegir, tenia que hacerlo y eligió a Aurora, eligió su sonrisa risueña, su voz profunda y quebrada, sus manos suaves como la seda y la piel desnuda que la entregaba. Eligió la inmensidad de sus ojos profundos y el olor que se apoderaba del aire de la habitación cuando se soltaba el cabello. Eligió su "Meine Liebe" susurrado y las velas encendidas. Eligió quererla y quería quererla más y se dispuso a echar a Petra de su casa, a explicarle el motivo por el cual no podía quedarse con ella, pero cuando atravesó el umbral de la puerta y vio al pie de la escalera la pequeña maleta que anunciaba que ya había llegado supo que no sería capaz de hacerlo.





jueves, 22 de octubre de 2015

Convirtiendo el día en noche

La luz de los primeros rayos de sol comenzó a colarse por la rendija de la cortina a las siete y media de la mañana. Los ojos aún dormidos de Celia sonrieron al ver los restos de cera de las velas consumidas y la botella de champán vacía sobre la mesa y en un ataque de cordura mañanera, se preguntaron por qué ninguna cortina era barrera suficiente para el sol. Escudriñó la habitación para terminar de ubicarse y vio en el suelo la ropa de Aurora cubriendo su ropa, comprendió entonces que esa era la función de aquella abertura, hacer que quienes habitaban la habitación fueran conscientes de su suerte. Se acurrucó sobre la espalda de Aurora, cálida y suave como la brisa del verano y cayó en la cuenta de que nunca había dormido desnuda con nadie, aunque en realidad tampoco lo había hecho vestida. Las veces anteriores habían tenido que salir corriendo de allí, su avaricia por consumir hasta el último segundo no les había permitido disfrutar el tiempo suficiente como para apreciar lo bien que sentaba ese descanso. Sentía su piel más suave, tan suave que el roce de sus propios movimientos hacía que se le erizase el vello y no pudo evitar comprobar si a la piel de Aurora le había ocurrido lo mismo. Acarició su espalda con cuidado de no despertarla y besó la vértebra que marcaba el inicio de su nuca en la que hundió la nariz. Aurora estaba preciosa con el pelo suelto y si a eso le unía la paz que sus sueños provocaban en su rostro y la bruma de los rayos de sol que la habían despertado, la visión era algo celestial. Besó su cuello uniendo los dos lunares que lo hacían único y sonrió recordando el juego en el que Aurora se vio inmersa con los suyos días atrás. Se sentía feliz, más feliz de lo que recordaba haber estado jamás y se sintió tan extraña que sin quererlo comenzó a valorar los momentos felices que recordaba;
El primer libro que cogió a hurtadillas de la biblioteca del salón, la galleta que robó sin que su madre se enterase de aquella pastelería nueva que habían abierto dos manzanas más abajo de su casa y a la que volvía con asiduidad esperando poder volver a hacerlo, el carricoche que esperaba al lado de la chimenea el día en que los reyes decidieron premiarla por sus buenas notas o la primera vez que dejaron que saliera sola en compañía de sus amigas. En su progreso vital por la felicidad plena llegó a la sonrisa de Petra, al abrazo orgulloso con el que la esperó el día que aprobó el examen de maestras o sus bailes en la verbena la noche que Miguel decidió dar prioridad a sus amigos. Recordar aquello la hizo frenar un segundo. Miró el techo blanco y aunque quiso arrepentirse no pudo. Reconoció en su interior una sensación nueva. Había crecido, había madurado y aunque la forma de hacerlo hubiera sido tan dolorosa que en ocasiones aún tenía pesadillas, lo había logrado, se había creado a si misma y en esa creación había descubierto que lo que sintió por Petra, aunque sincero en su momento, había desaparecido. Con el blanco del mismo techo como fondo a sus pensamientos retomó el viaje y sintió los brazos cálidos de una Aurora inconfesa evitando su caída y el acelerón de su corazón cuando al fin confesó que compartían sentimientos. Llegó a aquel banco sintiéndose más sola que nunca y sus palabras sinceras la hicieron saber que nunca más volvería a estarlo. Se giró de nuevo buscando la confirmación de la piel expuesta y sin saber como, se vio tumbada sobre la cama leyendo las cartas de Víctor Dumas con la sonrisa estúpida de quien siente entre sus manos el corazón ajeno.
--¿Qué es eso que te impide volver a conciliar el sueño? --preguntó de pronto Aurora en un susurro que lanzó sobre ella todo el peso de la culpabilidad.
--´Tenerte desnuda tan cerca y dudar si despertarte o no --respondió golpeando con dureza aquel pensamiento que ni venía a cuento, ni tenía cabida dentro de aquella cama.
--Pues ya no tienes que dudar más amor --dijo girándose hacía ella con los ojos entrecerrados y los labios preparados para el beso de buenos días que Celia recibió encantada.
--¿Sabes? Nunca había dormido con nadie, supongo que tu si, aunque si te soy sincera prefiero no pensarlo, pero sería maravilloso poder hacerlo cada noche.
--No creo que tus hermanas volvieran a creerse que los padres de mi sobrina te pidieran como favor quedarte con ella mientras atienden una cena de negocios ineludible --respondió Aurora sonriendo --, pero si quieres volver a intentarlo, yo estaré encantada de prestarte mi hombro como almohada --añadió acurrucando contra su pecho la ilusión desvanecida de Celia que recobró al instante la sonrisa --. Si te sirve de consuelo a mi también me encantaría despertarme cada mañana a tu lado. Acariciarte el pelo... --dijo melosa dejando que sus manos dieran vida a sus palabras-- Besarte, una y otra vez, ¿Cómo era? Hasta que se nos sequen los labios... perder mi boca en tu cuello perfumado... y desayunarte el pecho, despacio, como si no hubiera nada más que llevarse a la boca, como si de ellos dependiera que yo pudiera seguir respirando.
--También podrías alimentarte en mi vientre --sugirió Celia rodeándose el ombligo con el dedo índice.
--También... --respondió obedeciendo, apartando con la lengua el dedo que indicaba el recorrido -- Y ¿Quién sabe? Si me quedase con hambre podría bajar por la línea oblicua de tu cadera... agarrarte el muslo con los dientes o lamer el empeine de tus pies de princesa...
--Siento informarte que ahí, solo hay huesos...
--Y yo siento informarte de que tengo mucha sed. Tanta, que cuando termine de contar los besos que te caben en las piernas, dejaré de hablar y beberé de ti hasta que me sacie. Hasta que caigas rendida. Hasta que los rayos de sol que dibujan tu cuerpo desnudo sientan tanta vergüenza que decidan darse la vuelta y que conviertan así el día, en noche de nuevo. De ese modo podremos volver a empezar...Una y otra y otra vez.

martes, 20 de octubre de 2015

Como nunca antes

Haber tenido que huir de la policía de aquella manera tan brusca hizo que algo se removiera en Celia y Aurora.
Estaban en el jardín, abrazadas sin que importase nada en absoluto quien pudiera verlas. Por un segundo las mismas imágenes atravesaron sus mentes, y las visiones en las que su separación se repetía sin cesar no dejaban de hacer temblar sus manos. Sintieron miedo, el miedo que llevaba días aplastando a Aurora, el mismo miedo que Celia había sido incapaz de sentir.
--Perdóname --dijeron al unísono, buscando la sinceridad de aquella palabra en sus ojos, deseando besarse en los labios al ser conscientes de que estaban a salvo.
Aquella complicidad hizo, para sorpresa de todas las allí presentes, que rompieran a reír. Se consideraron unas tontas y se rieron por ello, también de lo que el orgullo es capaz de romper, de lo difícil que es quererse y dudaron si era el hecho de hacerlo a escondidas aunque ambas supieran que no. Se rieron de la carrera hasta el jardín, de la cara de Emma Goldman al creerse descubierta, del amago de desmayo de doña Rosalía y de la seriedad en la cara de Merceditas. Se rieron y volvieron a mirarse, se besaron sin tocarse y se dieron un abrazo plagado de susurros.
--He sido una tonta Celia --comenzó a decir Aurora a cuya voz se asomó el quebranto de la tensión acumulada.
--No digas eso. Solo es que no comprendo porqué te cuesta tanto confiar en mí--respondió Celia abrazándola más fuerte.
--No es por eso Celia --dijo Aurora dejando que la primera lágrima cayera por su mejilla.
--Déjame demostrarte que yo no voy a fallarte.
Diana salió al patio para informar que ya podían ir saliendo y se acercó hasta ellas sin percatarse de lo íntimo del momento que rompió sin querer hacerlo. 
--Aurora ¿Estás bien? --preguntó al ver a la enfermera secándose las lágrimas con el reverso de la mano.
--Si, si. Discúlpame, ha sido la tensión del momento.
--Lo comprendo, yo también he pensado que nos llevaban a todas detenidas --dijo intentando quitarle hierro al asunto mientras miraba a Celia buscando en su cara el rastro de la culpabilidad de haber estado haciendo algo indebido y que no encontró --, por eso creo que debemos celebrar que todo haya salido bien. Sería un placer que te quedases a cenar --propuso volviendo a dirigirse a Aurora que, sorprendida, no supo muy bien que decir mientras que la sonrisa de Celia iluminaba el jardín en el que ya empezaban a apreciarse las primeras sombras del anochecer.
Aurora iba a negarse, iba a hacerlo pero no pudo. No pudo rechazar la invitación de Diana que tan bien se estaba portando con ella y no pudo porque Celia la miraba a los ojos con tanta intensidad que la sentía dentro, que sentía que si se negaba de nuevo rompería algo precioso que no quería perder.
--Por supuesto. Será un placer cenar aquí con vosotras--respondió comprometida.
--No se hable más. Esta noche seremos seis a la mesa de nuevo, Blanca nos ha anunciado que viene a cenar también --aclaró.
--¿Está segura? Celia me había comentado que iban a cenar todas juntas y no quisiera importunarlas.
--Estoy segura --contestó sonriendo --. Será bien recibida en la mesa no se preocupe y deje de hablarme de usted que esa fase ya la hemos superado --añadió para tranquilizar su evidente nerviosismo antes de volver a meterse en casa.
--¿Lo ves? Diana nos apoya --dijo Celia sujetando sus manos tan sonriente que Aurora no supo como reaccionar --¿Qué pasa? --preguntó resignada.
--¿Qué pasa si no las caigo bien? ¿Si se dan cuenta de que soy algo más que una amiga?
--¿Cómo van a darse cuenta de eso? Tú eres una actriz experimentada --respondió con la ironía justa para provocar en Aurora una de esas sonrisas torcidas que tanto la gustaban y que hacía días echaba de menos.


La partida de billar con la que decidieron gastar el tiempo hasta que la cena estuviera servida, se vio interrumpida por la llegada de Adela y de Francisca que se presentaron a Aurora con la cordialidad y las sospechas respectivas.
--Hola Aurora. Soy Adela, la hermana mayor, es un placer conocerla al fin. He oído hablar mucho de usted.
--Es curioso. Su hermana Diana se presentó con las mismas palabras --respondió con la mejor de sus sonrisas manteniendo la compostura.
--Yo soy Francisca y si la soy sincera también tenía muchas ganas de conocerla. Si me disculpáis voy a subir a mi habitación hasta la hora de la cena.
Las rodillas de Aurora temblaron ante la mirada reprobatoria que Francisca le regaló a Celia antes de irse y se alegró sobremanera ante la invitación de Adela a sentarse en el salón mientras esperaban a Diana y a Blanca.
--Celia me ha contado que trabaja usted como enfermera. Debe de ser un trabajo precioso. Poder ayudar a los demás cuando más lo necesitan, estar a su lado en los momentos difíciles... --Celia y Aurora se miraron cómplices -- Estoy segura de que hace usted una labor magnífica.
--Si que la hace si. Es una gran profesional.
--Debe de serlo para que la admires de esa manera. Tú no eres una mujer fácil de impresionar.
--¿Quién no es fácil de impresionar? --preguntó la voz inconfundible de Diana a sus espaldas.
--Hablábamos del trabajo de Aurora, del apoyo que debe de ser para los enfermos -- explicó Adela mientras Diana tomaba asiento al lado de Celia --. La decía que nuestra hermana no es una mujer fácil de impresionar y que sin embargo ella lo ha conseguido.
--La señorita Aurora ha conseguido muchas cosas --respondió Diana mostrando un orgullo que acarició a Aurora como un soplo de aire fresco. Nunca, hasta Celia, había sentido que nadie pudiera estar orgulloso de ella. Todo lo había conseguido sola y no estaba acostumbrada.
--De ser así creo que va siendo hora de que nos tuteemos ¿No cree? --Aurora asintió en el preciso momento en que sonó el timbre --Esa debe de ser Blanca.


--Señoritas --dijo doña Rosalía antes de retirarse mientras Blanca besaba a sus hermanas --, en unos minutos estará lista la cena.
--Buenas noches. Soy Blanca, la hermana mayor de Celia --dijo Blanca al llegar a Aurora que se había puesto de pie para presentarse.
--Yo soy Aurora y no me diga que también tenía usted ganas de conocerme porque no sé si podré aguantar tanta presión.
Celia, Adela y Diana se rieron ante la divertida cara de Blanca que no acabó de entender del todo a que se refería Aurora exactamente.


--Me gusta ver que te diviertes --susurró Celia mientras se dirigían a la mesa donde los platos esperaban perfectamente colocados.
Aurora no quiso contradecirla. Era cierto que estaban teniendo una conversación amena, divertida y que ella se mostraba partícipe, pero sentía que el corazón iba a salírsele del pecho y eso la estaba martirizando.
La cena transcurrió mucho mejor de lo que los nervios de Aurora habían presagiado. Era verdad que con el tiempo había aprendido a comportarse en sociedad, a ocultar el deseo de sus miradas, a controlar que gestos de cariño estaban permitidos entre dos amigas y cuales no, pero también era cierto que siempre había evitado las situaciones comprometidas en las que el control no dependía de ella, siempre, hasta que conoció a Celia por la que lo daría todo y a la que sin embargo no le estaba permitido dar nada. Francisca había bajado para que excusasen su ausencia, no se encontraba bien y prefirió no cenar con ellas. Adela y Blanca eran tan cordiales y serviciales que se hacía imposible no mantener una conversación civilizada con ellas y Diana... Diana observaba atenta mientras alababa la labor de su hermana como interprete en la reunión de la que Blanca no tenía conocimiento y a la que sorprendentemente no puso ningún pero.
--Creo que va siendo hora de que vuelva a mi casa --dijo Aurora al escuchar el reloj dar las doce de la noche.
--De eso nada señorita --interrumpió Rosalía --. Usted no se va a ir a ninguna parte a estas horas. No son horas para que una dama decente ande por la calle. Usted se queda a dormir aquí. Yo misma le cambiaré las sábanas a la cama de Francisca para que pueda quedarse en ella.
--¿En la cama de Francisca? --preguntaron las cuatro hermanas a la vez.
--Si. La señorita Francisca no se encontraba bien y ha decidido dormir en el cuarto de invitados para no contagiar a su hermana. ¿Algún problema? --preguntó doña Rosalía frunciendo el ceño como si hubiera algo que ella no sabía pero que debería saber.
--No hay ningún problema Rosalía--dijo Diana para alivio de Aurora que bebía agua sin cesar.
--Yo prefiero irme a mi casa.
--Cuando a doña Rosalía se le mete algo en la cabeza no hay quién se lo saque --aclaró Adela --. Es mejor llevarse bien con ella. No sabes el genio que se gasta.


A regañadientes y con un enfado que se hizo presente cuando Celia cerró la puerta de la habitación, Aurora tuvo que aceptar quedarse a dormir y utilizar uno de los camisones de Diana que ella misma llevó voluntariosa a la habitación.
--Espero que no se os ocurra hacer ninguna tontería --sentenció antes de irse de nuevo a su habitación.
--Celia, esto es una locura, yo no debería, yo no debería estar aquí, no, no debería Celia.
--Aurora, prometo que no haremos nada que no quieras hacer, pero deja de dar vueltas que vas a conseguir que vengan todas a ver si estamos bien.
Aurora cesó sus pasos nerviosos y entró en el baño para acicalarse y cambiarse. Se lavó la cara con agua fría y observó la calavera que se reflejaba en el espejo. ¿Qué la estaba pasando? ¿Por qué tenía tanto miedo? Se sentó en el borde de la cama de Francisca que doña Rosalía había dejado abierta para ella y esperó a que Celia saliera del baño. Se había propuesto mantenerse firme, pero cuando salió la encontró envuelta en un mar de lágrimas silenciosas que cubrían su rostro y resbalaban por sus brazos descubiertos.
--Aurora...--dijo Celia arrodillándose ante ella mientras sujetaba de nuevo su rostro -- No puedes seguir así, no puedes seguir sin contarme que es lo que te ocurre, que es eso que tanto te atormenta y no me digas que tienes miedo de que mis hermanas te descubran porque eso no va a ocurrir, ¿Me oyes? No va a ocurrir.
--Creo que lo sé Celia pero...
--¿Pero?
--Tengo miedo. Mucho miedo y no es por la posibilidad de tener que volver a pasar por la terapia. Ya no --confesó dándole un beso tierno en los labios que compensó todos los negados --. Confío en ti Celia, confío más en ti que en mi misma y eso es lo que me esta rompiendo. No quiero sufrir, no quiero que mañana te des cuenta de que yo no soy lo que estabas esperando y decidas seguir sin mi. Si te perdiera por un despiste, por una tontería, por la incomprensión de otra persona, me moriría, no podría perdonármelo jamás.
--Aurora cariño --dijo dejando que hundiera su rostro empapado en su hombro --. No voy a dejar que te mueras, no tendrás nada que perdonarte porque eso no va a ocurrir. No vamos a volver a pasar por eso, ya te dije que antes huiría de aquí de tu mano, sin pensarlo Aurora, sin mirar atrás.
--Ya te he dicho que no tengo miedo por eso.
--¿Entonces de qué?
--Celia, me he enamorado de ti. Me he enamorado de ti como nunca antes me había enamorado de nadie. Me gustan tus ansias por cambiar el mundo, tu energía. Me caen bien tus hermanas, la relación que tienes con ellas, podría estar viendo como hablais o como discutis durante horas. Yo nunca he tenido nada parecido y me parece una gran suerte poder disfrutarlo.
--¿Y eso es malo?
--Eso es lo mejor que me ha pasado nunca, podría formar parte de esto toda la vida y por eso no quiero arriesgarme, por eso prefiero ser prudente. No creí que pudiera sentir esto que siento y tengo miedo de que la felicidad que ahora me inunda pueda terminar por ahogarme.

lunes, 19 de octubre de 2015

Y si no puedo bailar...

Aurora llegó a casa de las Silva mucho antes de lo que había estipulado con Celia. Sabía que no debía salirse del plan, que era importante mantener las horas de llegada de las invitadas y asegurarse de que nadie sospecharía de la reunión que habían organizado para aquella misma tarde, pero estaba tan nerviosa que el piso se le quedaba pequeño, que el parque se le hacía interminable y que en su corazón notaba la presión de todos los pensamientos encontrados golpeando para salir.
--¡Señorita Aurora! ¡Qué sorpresa! No la esperaba hasta dentro de una hora --dijo doña Rosalía con un tono amable y una mueca que hizo evidente su nerviosismo.
--He pensado que quizá necesitasen algo de ayuda y he decidido adelantar un poco mi llegada.
Aurora contestó de un modo tan natural que Rosalía no pareció darse cuenta de que era evidente que llevaba meditando la excusa más de media hora.
--No se preocupe por eso --respondió Merceditas sonriente al ver a la invitada --. Nosotras nos encargamos que para eso estamos. Usted debería subir a ver a la señorita Celia, lleva todo el día encerrada en su habitación leyendo y escribiendo y ni siquiera a bajado a comer. Que no digo que esté haciendo nada malo --se santiguó para colmó de doña Rosalía --pero como usted ya sabe que...
--¡Merceditas!
--Si, Merceditas calladita --respondió asumiendo el papel que la correspondía y que nunca lograba llevar a cabo.
--Discúlpela. Está nerviosa por la reunión --dijo juntando las manos para controlar la preocupación de su estridente risa--. Suba si quiere. La señorita Celia está en su habitación como bien ha indicado Merceditas. La acompañaría pero aún nos faltan cosas por preparar. Si me disculpa.

Aurora disculpó a Rosalía encantada y tras entregarle el bolso, el abrigo y el sombrero comenzó a subir las escaleras. La convicción con que pisó los primeros cuatro escalones comenzó a desvanecerse en el quinto. Subir de nuevo a aquella habitación la ponía nerviosa, no solo era el saber que Diana las vió, sino la pequeña discusión que produjo su insistencia por querer cumplir con las reglas impuestas por la misma. No quería arriesgarse a que Diana pudiera volver a entrar y decidiera cambiar de opinión y tampoco quería tener que enfrentarse al resto de las hermanas si por casualidad fueran ellas las inoportunas. Quería a Celia, pero también se quería a si misma lo suficiente como para saber que un beso, por muy deseado que fuera, por muy bueno que supiera, no merecía las vejaciones, los latigazos o las duras descargas del doctor.
Llamó a la puerta con una frase martilleándole en la cabeza, una frase que sus propios pensamientos habían generado para enfrentarla consigo misma, una frase que hizo que el saludo a Celia no fuera el esperado de una persona enamorada; Hay besos que lo merecen todo y que si se van no regresan jamás.  Ella quería esos besos, quería mantenerlos, pero sentía tanto miedo que como una leona herida lo único que sentía era la necesidad de defenderse.
--Aurora. He cerrado la puerta, me he asegurado de que Diana este abajo y de que mis hermanas no nos interrumpan. ¿Tanto pido? --preguntó Celia calmada sentándose sobre la cama ante la negativa de Aurora a besarla.
--No, no es eso. Le prometimos a tu hermana que respetaríamos sus normas y además no quiero arriesgarme a que nos descubran de nuevo. Ella misma dijo que no todas serían tan comprensivas.
--Aurora --dijo con dulzura sujetando sus manos --, no va a entrar nadie. No hace falta que sean tan precavida.
--No podemos bajar la guardia en ningún momento --dijo endureciendo el tono.
--Creo que exageras con tantas precauciones.
--Y tú todavía no te das cuenta del riesgo que corremos.
--También corremos riesgo entrando en una habitación de hotel y ayer no pareció importarte --respondió Celia arrepintiéndose casi de inmediato.
--Será mejor que bajemos porqué no nos estamos entendiendo bien --propuso Aurora al darse cuenta de que sus miedos la estaban venciendo y que Celia no era la culpable de ello pero si la que lo estaba pagando.


Mientras Celia cogía todo lo necesario para no perder detalle de la charla de Emma Goldman y la mirada de Aurora intentaba deshacer el hielo que parecía estar cubriéndola buscando el calor de su espalda, Diana lidiaba con doña Rosalía que comenzaba a verse desbordada por los acontecimientos.
--Señorita Diana. En la puerta hay un número alarmante de mujeres. Me dijo que en la reunión serían cinco o seis...
--Eso es lo que me han dicho Rosalía --respondió Diana intentando justificar el incesante sonido del timbre --. Miré, por ahí bajan Celia y Aurora, tal vez ellas puedan ayudarla.
El anuncio de que al menos serían quince las mujeres que faltaban por llegar, sin incluir a Emma Goldman y sus "escoltas" casi provocó el desmayo de doña Rosalía que a pesar de ello se recolocó el traje ante el aviso de que aquella señora ya estaba en la puerta.
Tras las presentaciones oportunas para con las anfitrionas, Celia dio paso a la traducción de las palabras de aquella mujer que se había declarado gran admiradora del hecho de que Diana, en su gestión de Tejidos Silva, decidiera subir el salario de las mujeres de la fábrica. Su pasó por una empresa textil en EE.UU. le había llevado en gran medida a tomar las riendas de aquella lucha que creía tan necesaria y sabía de lo que hablaba.
--Hoy nos hemos reunido aquí porque los hombres que llevan las riendas de este mundo aún no están preparados para dejar que pensemos en público --comenzó a decir Celia por boca de Emma que se erigía firme y convincente ante todas las presentes --. El elemento mas violento en la sociedad es la ignorancia, pero el hecho de que en esa ignorancia nos ignoren no significa que no podamos hacernos oír. Nosotras tenemos el poder de pensar, de sentir, de recordar... y ellos no quieren ni que pensemos, ni que hablemos y mucho menos que recordemos las injusticias que a lo largo de los siglos hemos tenido que soportar siendo las madres, las abuelas o las hermanas de esos mismos hombres. La sociedad nos impone amarles, pero no les impone a ellos ese mismo acto para con nosotras. Somos sus floreros, las firmas de sus herencias, las que aseguramos los linajes de los que tanto alardean y sin embargo no nos creen con derecho a formar parte de esta sociedad mas allá de los cafés o los eventos sociales. Si el amor no sabe como dar y recibir sin restricciones, no es amor, es una transacción. El amor es libre --Celia tuvo que detenerse, no pudo evitar perderse en la mirada de Aurora que no le había quitado ojo en todo el discurso a pesar de tener al lado a su admirada Emma --, tan libre como podemos serlo nosotras, pero para ello tenemos que poder bailar --de nuevo el cruce de miradas detuvo la traducción e invitó al recuerdo de la fiesta del Ambigú en la que fue Celia quien por precaución cortó las pretensiones que Aurora tenía de bailar con ella. Aquella mirada silenciosa, tan silenciosa que las allí presentes esperaban el final del discurso de Emma, sirvió de disculpa mutua --. Y si no puedo bailar, no quiero estar en su revolución --tradujo Celia al fin con más efusividad de la que había podido presentirse en las palabras originales.
--Nos quedamos con este mensaje final de la señorita Goldman. Muchísimas gracias --remató Diana para dar por finalizado el mitin provocando los aplausos de todas las allí presentes que se vieron interrumpidos por el timbre persistente de la puerta.
--¡Celia! --dijo inquieta Aurora que sintió un ligero mareo de miedo al levantarse.
--¿Quién llama de esta forma? --preguntó igual de inquieta Celia.
--No sé --respondió Diana más sorprendida que asustada --. Voy a ver.
Mientras Diana se dirigía a la puerta Aurora y Celia hicieron que todas las mujeres se apartasen de las zonas del salón que podían verse desde la entrada.


--¿Qué quieres Elisa? ¿Qué formas de llamar son esas? Doy fe de que te enseñaron mejores modales, por mucho que digas que esta ya no es tú casa o que no nos consideres tus hermanas.
--No he venido a discutir Diana --respondió la pequeña con su altanería intacta --. He venido porque creo que deberías saber algo...
--No es buen momento para que nos anuncies un nuevo chantaje, un nuevo capricho o ambas cosas a la vez.
--Ya pero es que es importante --dijo intentando pasar por alto aquellos comentarios. Había decidido contarle a Diana la conversación que había escuchado entre don Ricardo y el señor Montaner, y era consciente de que las consecuencias de hacerlo hacían probable que en breve tuviera que volver a esa casa que había repudiado y que en el fondo añoraba.
--Ya. Pero es que no es el momento --contestó Diana impasible cerrándole la puerta en las narices provocando la ira de la muchacha que de nuevo vió fracasados sus intentos de comportarse de la manera adecuada que tanto la pedían y que tan pocas recompensas le reportaba.

Quitándole importancia y volviendo rauda al salón para aliviar las tensiones que suponía se habrían generado ante la espera, Diana entró sonriente para alegría de todas.
--Disculpad la interrupción. Estos muchachos de hoy en día no se molestan ni en aprenderse las direcciones de los envíos.






(Las frases en cursiva son tomadas del avance o de la biografía de Emma Goldman. El final es especulativo, como todo, pero más  ;-) )

viernes, 16 de octubre de 2015

Habitación número veintiuno

La prudencia de Aurora tuvo a Celia despierta toda la noche. Estaba necesitada de besos, de caricias, habían sido unos días difíciles, llenos de tensión y necesitaba sentir de nuevo sus labios, sus manos recorriendo su cuerpo y la respiración entrecortada de quién se deja llevar entre sábanas. Respetaba sus miedos, aunque no comprendía porqué no quería compartirlos con ella. Suponía que eran recuerdos demasiado dolorosos y que era muy probable que Aurora los mantuviera cerrados bajo siete llaves por su propia seguridad, pero, lo que de verdad la dolía, era la desconfianza. Ella había llorado en su hombro, se había roto una y otra vez ante la promesa de que ella recogería sus pedazos y sentía una impotencia demoledora cuando pensaba que tal vez Aurora no la viera capaz de hacer lo mismo por los suyos.
Se levantó y guardó su vestido negro. El luto ya no era necesario, Cristóbal estaba vivo y con la crema del color de su camisa esperanzada bajó a desayunar. Con el primer trago de café se quitó de la cabeza toda la negatividad con la que se había levantado y decidió acercarse al Excélsior a reservar una habitación. Después se acercó a la floristería e hizo enviar un ramo de flores a la consulta del doctor Uribe. Entre las manos temblorosas de Aurora, la nota que Celia había firmado con el nombre de Fermín, decía lo siguiente;


TE ESPERO A LAS DOS
DONDE ME REGALASTE
LA LIBERTAD DE SER YO
Meine Liebe
(H 21)

Las dos de la tarde tardaron en llegar mucho más de lo que Aurora hubiera deseado. A pesar de su recato ella también deseaba volver a estar con Celia y sus pasos acelerados dejaron constancia de ello en los diez minutos que tardó en llegar hasta el hotel.
--Buenas tardes. Tengo una reserva. Habitación veintiuno --indicó educada al recepcionista que amablemente confirmó que efectivamente su hermana estaba esperando en dicha habitación.
Las escaleras hasta el segundo piso aceleraron más los latidos de su corazón. Siempre era un riesgo reservar una habitación para dos mujeres pero sonrió ante la astucia de Celia que aprendía a buena velocidad.
Abrió la puerta con la llave que el muchacho la entregó y comprobó que el número de la puerta era el que tenía que ser al encontrarse la habitación en penumbra. Entró y sonrió ante el camino de velas y pétalos de rosas que indicaban el camino a seguir. Con cautela avanzó por él y volvió a sentir el nerviosismo de la primera vez cuando descubrió que su destino era el baño. Abrió la puerta entornada y sintió el calor del vaho que difuminaba la luz de las velas que decoraban los estantes y el lavabo. Quedó paralizada al descubrir a Celia dentro de la bañera. En su rostro angelical se adivinaba una sonrisa pícara que provocó la inmediata caída al suelo del abrigo de Aurora, de su bolso y de su camisa.
--¡Estás loca! --dijo ante la copa de vino que Celia la ofreció desde la bañera.
--He pensado que después de trabajar te vendría bien un baño relajante.
La falda de Aurora quedó olvidada sobre la silla del tocador y cuando estuvo completamente desnuda, para deleite de Celia y del espejo que como invitado especial disfrutaba del espectáculo, se introdujo muy despacio en la bañera. Las manos de Celia guiaron su cuerpo para que quedase perfectamente encajado entre sus piernas.
--Hoy yo seré tu respaldo --dijo dejando que Aurora se recostase sobre ella, abrazándola con cariño, cubriéndola los hombros de espumosos besos.
--No se me ocurre mejor lugar para descansar.
Una sonora carcajada rompió el silencio de aquel baño. En los planes de Celia no estaba el descanso y las caricias con las que comenzó a cubrir el pecho erizado de Aurora lo dejaron claro. Mordió con dulzura el lóbulo de su oreja derecha y con sus piernas cubiertas de espuma acarició las piernas de Aurora que se entregaron a ellas sin remedio. Deslizó con cuidado su mano por el costado, buscaba el hueso de su cadera amada, ese hueso al que se aferraba como salvavidas. Apretó y clavó ligeramente sus uñas en él provocando que el cuello de Aurora se tensase hacía su boca y se recreó en la firmeza de su muslo aterciopelado.
--Hoy voy a ser yo quién marque el compás de tus gemidos --susurró y dejó que su mano ágil se deslizase por el vello de su pubis hasta el clítoris de Aurora que recibió aquellas caricias con total devoción y entrega.
Las caricias comenzaron lentas, el ritmo lo marcaban los besos retorcidos y el sonido de las gotas que se escapaban del grifo mal cerrado de la bañera. El agua permanecía en calma, en una calma que Aurora rompió al aferrarse a los muslos de Celia que, al sentir la presión de aquellas manos ansiosas, aumentó la velocidad y el recorrido de sus dedos. Aurora gemía y sonreía, se sentía dichosa, algo desconcertada pues estaba acostumbrada a llevar las riendas, pero se rindió a ella hasta tal punto que incluso el agua de la bañera parecía estar de más y decidió instalarse en el suelo. Sintió en la curva de su espalda la cercanía del final y Celia la sujetó junto a sus pechos con fuerza mientras mordía su hombro con sutileza. La última sacudida del cuerpo de Aurora aprisionó con dureza la mano de Celia y cuando al fin pudo destensar los músculos de las piernas sintió como la palma de aquella mano que acababa de hacerla rozar el cielo cubría con cariño los latidos acelerados que se habían instalado en sus labios.
Se miraron, y sintieron como la satisfacción y la vergüenza se fundían en una sonrisa compartida. Se besaron con ternura los labios, se acariciaron las lenguas en un intento por recobrar el aliento y brindaron con la copa en alto por los sueños cumplidos y los que quedaban por cumplir.

jueves, 15 de octubre de 2015

Hay paredes que no impiden ver el mundo

Las miradas que el hombre de la barra dedicaba a Aurora comenzaron a resultarle algo incómodas. Comprendía los motivos que la llevaban a aceptar ese tipo de invitaciones, igual que comprendía las palabras con las que se los explicó, pero aun así no podía evitar que las suyas le quemasen dentro. Se sentía fuerte, segura de sí misma, tenía ganas de gritar, de gritarle a aquel señor, a Enrique y al mundo que amaba a aquella mujer, que la amaba y que no estaba dispuesta a que ningún hombre se creyera con el derecho de invitarla a un café con doble sentido, que no estaba dispuesta a dar pie a habladurías que la relacionasen con Dumas, que no estaba dispuesta a renunciar a su felicidad cuando no hubiera cuatro paredes protegiéndola.
--Celia. Nos vamos cuando quieras --dijo Aurora al ver en su mandíbula la tensión de la rabia a punto de estallar --. Conozco un lugar que te va a encantar.
--¿Dónde vamos a ir a estar horas? --preguntó Celia algo más apática de lo que Aurora esperaba.
--A un lugar en el que dejes de darle vueltas a la cabeza, en el que puedas comprobar que no todo en nuestras vidas se reducirá a mentiras, a encierros o a apariencias. A un lugar en el que puedas comprobar que hay paredes que no impiden ver el mundo.
Aquellas palabras consiguieron despertar por completo la curiosidad de Celia. Ella estaba segura de que conocía bien Madrid. Era una paseante nata, había recorrido sus calles desde que era una niña y se había permitido el lujo de volar sobre ellas sumergida en las páginas de sus novelas. Desde el Madrid de los Austrias hasta su Madrid actual había admirado las creaciones de los artistas que había parido y a los que su ciudad había adoptado. Estaba segura de que nunca había estado en el lugar que Aurora había descrito y sin embargo paso a paso fue descubriendo que, de nuevo, se equivocaba.
--¿Dejarías que te cubriera los ojos con mi pañuelo? --preguntó antes de que el cochero con el que Aurora había estado hablando un par de minutos abriera la puerta y se dispusiera a ayudarlas a subir.
--Si digo que si quiero que sea tu mano quien me lleve.
--Mi mano te ayudará y mi voz te guiará, pero serás tú quien decida si ir o no --respondió cubriendo sus ojos con cuidado.
El coche de caballos estuvo un rato en marcha y Celia permaneció todo el trayecto en silencio, con la sonrisa en los labios y el resto de sus sentidos atentos a todo cuanto creían percibir. Sus oídos estaban inundados por el sonido de los cascos de los caballos contra el suelo empedrado de las calles. Aurora jugaba divertida con sus dedos, los acariciaba con tanta ternura que por un momento dudó si era la piel de sus manos la que sentía o si estaba dejando que su pañuelo de seda cayera una y otra vez sobre ellos. La imagen de las chimeneas humeantes se asentó en su cabeza. El olor a madera quemada llegaba hasta ella con el recuerdo de sus hermanas sentadas a los pies de la butaca desde la que su madre les había contado cientos de historias cuando eran unas niñas y el del aceite de los candiles que había vistos colgados del coche entraba en su nariz cuando los baches parecían insorteables. Averiguó que el frío también tenía aroma propio y decidió que el pañuelo que cubría sus ojos jamás regresaría con la dueña de la piel que le daba vida.
--Veo que vas encantada con mi pañuelo.
--Mí, pañuelo querrás decir --respondió Celia sonriente, palpando con sus manos el aire hasta que dio con la mano de Aurora que no tuvo tiempo de protestar al comprobar que el cochero comenzaba a parar.
--Ya casi hemos llegado. Espérame aquí un segundo.
Aurora bajo del coche y a pesar de que la curiosidad llamó con contundencia a sus tentaciones, no se quitó el pañuelo si no que esperó paciente a que volviera a subir y el coche volviera a arrancar. En aquella ocasión el paseo a penas duro unos minutos.
Bajó del coche con la ayuda prometida y confió en que las manos que la sujetaban se deshicieran de una vez por todas del pañuelo, pero guiada por aquella voz penetrante y confiada, tuvo que andar unos cuantos pasos hasta sentir la caricia de la tela deslizarse por su rostro para llegar al cuello en el que su dueña la dejaría abandonada.
Los ojos de Celia se vieron golpeados por la luz del atardecer y no tuvo mas remedio que guiarlos hacía el suelo en un intento de recuperar la vista que tanto necesitaba. Los achinó para deleite de Aurora y volvió a abrirlos despacio. Ante ella, en el agua de un lago que conocía de memoria, el reflejo de su propio ser apareció acompañado por otro ser que la observaba desde ella con la sonrisa nacarada de la que se había enamorado.
Aurora sujetó sus hombros para guiar el giro y poder colocarse detrás de Celia que con los ojos abiertos, ya de par en par, se encontró de frente con el reflejo dorado de aquel sol, que cansado, comenzaba a retirarse deslizándose sobre la imponente fachada del Palacio de Cristal del Retiro. Tras él, al otro lado, las copas verde esperanza de los arboles se erigían protectoras de aquella obra de arte a la que supo, jamás podría volver a mirar sin el recuerdo de los ojos de Aurora a su espalda abrazándola discretamente.
-- He aquí un lugar en el que hay paredes que no impiden ver el mundo --dijo esperando la reacción de Celia que al girarse la descubrió mordiéndose el labio.
--Me encanta y cuando haces eso...me dan ganas de arrancártelos --dijo recostándose sobre ella ligeramente, dejando su oído a la altura de su boca.
--Precisamente lo hago para evitar terminar arrancándote los tuyos.
Se miraron cómplices, deseando y soñando con aquella posibilidad y antes de que ninguna decidiera moverse Celia rogó;
--Aurora, dímelo de nuevo.
--Meine Liebe --repitió obediente dejando que el aire caliente de su susurro recorriera como un escalofrío el cuerpo de Celia.

lunes, 12 de octubre de 2015

Esta casa, es una casa honrada

El timbre de la casa Silva sonó a las doce del mediodía como Celia tenía previsto. Lo escuchó desde su habitación y se asomó a la puerta para asegurarse de que doña Rosalía siguiera las instrucciones que había dejado para ese momento.

--Buenas tardes señorita Aurora --saludó educada Rosalía --. La señorita Celia la espera arriba --añadió abriendo la puerta para dejarla pasar.

Aurora agradeció el gesto aunque en su sonrisa educada se vislumbraba el nerviosismo propio de quien teme saberse descubierto.

--Prefiero esperarla aquí si a usted no le importa.
--Como desee. Permítame entonces que suba para avisarla.

Aurora asintió con la cabeza mientras seguía su ascenso con la mirada. Cuando doña Rosalía giró el rellano, la imponente vidriera con el escudo familiar de aquella casa se erigió ante ella linajudo como nunca antes. Los cuatro seises que conformaban la circunferencia exterior protegían las dos letras que dejaban clara la descendencia familiar y que había visto bordadas con mimo en los pañuelos de Celia.

--Buenos días Aurora --saludó una voz a sus espaldas que la sobresaltó de forma evidente.

Era Diana. Había salido del salón con tanto sigilo que de no ser por el saludo podría haber llegado a su lado sin que se diera cuenta.

--Buenos días Diana --respondió haciendo alarde de la educación recibida y sin embargo con un temblor en la voz que tiró por tierra su seguridad habitual.

Aquella mujer conocía su secreto. Sabía lo que sentía hacia su hermana y a pesar de que Celia le había prometido que ella no diría nada, que no las delataría, no pudo evitar que el sonido de la fusta cortase el aire a su espalda. Gracias a dios, Celia descendió las escaleras casi de inmediato, como si sus plegarias hubieran subido aquellas escaleras y recorrido los pasillos hasta llegar a ella.

--¡Diana! --exclamó Celia sorprendida al ver a su hermana al lado de Aurora --Te hacía en la fábrica.
--Una compañera me pidió ayer que le cambiase el turno. No tengo que ir hasta las dos. ¿No vas a saludar a Aurora? --preguntó sin otra pretensión que animarla a ser lo más natural posible. Doña Rosalía descendía tras ella y sabía que la perspicacia de aquella mujer iba más allá de lo que pretendía aparentar con su, siempre servicial, presencia.

Haciendo caso a Diana, se saludaron con la cortesía propia de dos amigas, aunque en sus miradas podía adivinarse la complicidad de quienes comparten piel. Casi de inmediato se despidieron de doña Rosalía que contemplaba la escena con la sombra de la sospecha sobre su cabello plomizo y de Diana, pero cuando estaban dispuestas a salir por la puerta, Diana las detuvo.  

--Celia. Si no te importa me gustaría hablar con vosotras. Solo será un minuto --dijo intentando parecer indulgente ante las caras descompuestas de ambas mujeres.

Con un sutil movimiento de cabeza las indicó que el salón sería el mejor lugar para mantener la conversación que había meditado y preparado a conciencia durante la noche y que, al escuchar las indicaciones de Celia, había decidido llevar a cabo. Con la misma sutileza, le indicó a Rosalía que su presencia allí, ya no era necesaria.
Celia, en un intento por tranquilizar a Aurora que parecía estar quebrándose con cada paso, rozó su mano con cariño y se colocó detrás en un gesto de protección que la enfermera agradeció con la mirada.

--Tú dirás Diana --dijo Celia cortando el desafío en los ojos de su hermana que empequeñecía por momentos a Aurora.
--Quiero que quede clara una cosa --comenzó a decir --. Yo no voy a juzgaros, ni a entregaros. Celia me contó en que consiste la terapia y no seré yo quien os empuje a esa crueldad. Como ya le dije a mi hermana el otro día miraré para otro lado si es necesario. No voy a interponerme en su felicidad y por lo que parece, usted hace que eso sea posible --dijo dirigiéndose a Aurora que escuchaba atenta --, pero quiero que tengáis una cosa clara. Sobre todo usted --su mirada intimidante volvió a clavarse en Aurora removiendo de nuevo el sosiego que había comenzado a instalarse en ella --. Mis hermanas no son como yo. No serán tan benévolas, ni tan comprensivas...
--Diana no creo que sea necesario...
--Déjame terminar Celia --sentenció --. Yo haré lo posible por mantenerlas al margen y porque entren en razón en caso de descubrir que entre vosotras hay algo más que una simple amistad, pero esta casa, es una casa honrada y por mucho que seáis dos mujeres eso no os da derecho a encerraros en una habitación a solas.

--Diana... Dejé la puerta abierta... --dijo Celia a modo de excusa.

--Deja que termine --dijo Aurora con los ojos esperanzados, la sonrisa contenida y las manos entrelazadas al creer comprender cuales eran las pretensiones de Diana.

--Gracias --respondió cortés --. Ninguna de nosotras ha subido jamás a un pretendiente a su habitación sin tener un motivo de peso y vosotras no vais a ser la excepción. En esta casa no quiero ni besos, ni caricias, ni nada que pueda evidenciar que vuestra amistad no es tal cosa. Demasiado tenemos con lo que tenemos como para que encima os descubra Adela ¡O Blanca! ¡Madre mía! No quiero ni imaginarme que hubiera pasado de haber sido ella quien hubiese entrado el otro día en la habitación.
Celia asintió con cabeza comprendiendo a que se refería su hermana.

--Ojalá las cosas fueran diferentes --añadió como si sintiera el peso de una responsabilidad que no la correspondía -- La sociedad puede ser despiadada, sobre todo con las mujeres y aun más si las mujeres son... distintas --Aurora la miraba comprensiva, Celia algo avergonzada por las restricciones impuestas, pero ninguna esperaba lo que Diana iba a decir a continuación--. Aurora, quería aprovechar para pedirle algo.
--Cuidaré de Celia --dijo adelantándose a lo que ella pensaba sería la petición normal de una hermana mayor.
--Eso lo doy por descontado, pero no es eso. Quiero acudir a una de las reuniones del grupo de sufragistas.
--Pero, Diana...
--Necesito acudir y cuantas más seamos mejor ¿no?

Aurora asintió complaciente a pesar del intento de negativa de Celia. Diana tenía razón, el movimiento necesitaba apoyo y mujeres fuertes como ella. Quedó en informarla de la hora y lugar de la próxima reunión y dieron por finalizada la conversación.
Diana las acompaño hasta la puerta que abrió en un acto de cortesía. Celia dejó que Aurora saliera primero y se detuvo bajo el dintel de la puerta.

--Diana. Espero que luego me cuentes a que viene tu interés por acudir a una reunión. Espero que no estés buscando a la mujer que vimos con Alonso, tendrá sus motivos para mantenerte al margen...



viernes, 9 de octubre de 2015

Si eso ocurriera

Aurora esperaba, sentada sobre la cama del hotel, la llegada de Celia. Habían quedado que se verían a las cinco, pero Celia dependía de la duración del funeral de su amigo Cristóbal y ya pasaban más de y media. La inquietud comenzaba a hacer mella en ella. Había estado observando el movimiento de la ciudad desde la ventana, sonriendo por la ignorancia de los viandantes. Ninguno podía imaginarse lo que había pasado en aquella habitación un par de días antes y se sintió dichosa por formar parte de un mundo invisible aunque lamentó el coste que eso suponía. Diez minutos más tarde se sentó en la butaca que, colocada frente a la cama, había sido testigo de excepción de su encuentro furtivo. Acarició los brazos de madera y sintió en sus manos la complicidad de quien te mira sabiendo que guardas un secreto. Aquella sensación se apoderó de su sonrisa, de su presente y con él de su cordura. No le había dado la importancia suficiente al hecho de que Diana, una de las hermanas mayores de Celia, tuviera conocimiento de su relación con ella. Cuando Celia se lo comunicó se mostró comprensiva, indulgente, sintió tanto nerviosismo en la confesión que se olvidó de ella misma, de su pasado, del dolor punzante que la sobrevino sin avisar y que la obligó a abandonar su fortaleza a los pies de la cama.
Hecha un ovillo, llorando como si se estuviera desgarrando por dentro, como si sus dos mundos se hubieran derrumbado sobre su pecho, la encontró Celia al entrar en la habitación. Llegaba con los sentimientos encontrados. El funeral había sido demasiado doloroso y a pesar de ello las ganas por encontrarse de nuevo con Aurora la habían mantenido con el corazón alegre.
Con ternura dijo un par de veces su nombre, pero al no obtener respuesta alguna decidió agacharse a su lado y levantar con cariño su rostro hundido.
--¿Qué te pasa cariño? --preguntó clavando sus ojos en los ojos rotos de Aurora --¿Ha ocurrido algo?
Aurora no contestó. No podía hablar, no sabía que decir, simplemente se acurrucó en el hombro de Celia y siguió llorando unos minutos más. Celia esperó con paciencia a que el nudo que parecía haberse formado en su garganta desapareciera.
--Perdóname --se disculpó Aurora intentando recomponerse el rostro con las manos, levantándose, no sin esfuerzo, para poder sentarse en el borde de la cama.
--No tengo nada que perdonarte. Yo estoy aquí --dijo sujetándole la barbilla en un gesto de verdad absoluta y sincera -- y voy a estar aquí rías o llores, pero si no me cuentas que te ha llevado a sumirte en esta tristeza no podré ayudarte.
Aurora dudó un instante. ¿Cómo podría decirle, después de haber alentado sus palabras ante la confesión de que su hermana conocía su secreto, que ese simple hecho la daba pavor?
--Aurora... sea lo que sea puedes contármelo. Puedes confiar en mí --animó Celia al adivinar en sus ojos que era el miedo el que la atormentaba.
--Es por tu hermana. Por Diana.
--¿Por Diana?  --Celia la miró extrañada, entre todas las opciones que había barajado en aquellos minutos de sollozos nunca hubiera incluido aquella -- ¿Qué es lo que te preocupa de mi hermana?
Aurora rompió a llorar de nuevo, pero aquellas lágrimas no anunciaban más que un secreto a punto de ser revelado. Celia sujetó sus manos comprensiva, dispuesta a escuchar cada palabra, dispuesta a comprender porqué Diana estaba provocando que una mujer tan fuerte como Aurora se mostrase ante ella como un cachorrito indefenso y apaleado.
--Cuando conocí el motivo por el cual estabas sometiéndote a la terapia con Uribe --comenzó a decir al fin --, te confesé que yo también había pasado por lo mismo ¿Lo recuerdas? --Celia asintió con la cabeza, no quería hablar, no quería interrumpir el desahogo de Aurora  -- Lo que nunca te he contado es el como llegué a ella. Tú, intentaste suicidarte, intentaste evitar que lo que considerabas un problema afectase a tus hermanas, a tu entorno, pero mi motivo fue completamente diferente. Yo jamás intenté quitarme del medio --Celia permanecía en silencio, sin replicar nada de aquella afirmación con la que no estaba del todo de acuerdo pero que no sintió como un ataque si no como un preámbulo a su confesión --. Yo sabía desde pequeña que algo en mí era diferente. Mis amigas tenían las pretensiones de cualquier mujer; casarse, tener hijos, llegar a ser una dama de la alta sociedad --un atisbo de sonrisa se dibujo en sus labios ante aquel recuerdo --, pero yo no. Yo quería estudiar, viajar, ser libre, no quería depender de un hombre el resto de mi vida y sin embargo sentía que no me importaría vivirla acompañada de otra mujer. Cuando hice mi puesta de largo, mis padres me obligaron a ir acompañada de un joven de buena familia al que escogieron por influencias, pero cuando apareció en la fiesta con su familia quedé prendada de su hermana. Ella era un poco más mayor que yo y algo me dijo que yo tampoco había pasado desapercibida ante sus ojos. La fiesta pasó y pasé semanas viéndome con aquel joven como excusa para poder seguir viéndola a ella hasta que, un día, me llevó a su habitación con una excusa y me besó. Estuvimos juntas mucho tiempo aunque yo seguía saliendo con su hermano y a ella la pretendía otro joven que tampoco sospechaba de nuestros quehaceres. Ella me convenció para preparar nuestra huida, me susurraba que seríamos felices, que nadie impediría que cumpliéramos nuestros sueños. Ella juraba que daría la vida por mí en caso de ser necesario y sin embargo... --la voz de Aurora volvió a quebrarse ante el recuerdo --. ¡Me entregó Celia! Me había jurado que jamás permitiría que nadie me hiciera daño y me dejó de manos del mismísimo diablo un día en el que su madre sin avisar entró a la habitación y nos vio besándonos. Comenzó a gritar, a llamarme enferma, a decir que había intentado aprovecharme de ella. Faltaban dos días para fugarnos y decidió que su estatus, su herencia y su cuello eran más valiosos que nuestro amor, que nuestros sueños y que mi propia vida.
--Yo no voy a traicionarte Aurora --dijo al fin Celia con una ternura que hacía imposible dudar de sus palabras.
--¿Y tu hermana? ¿Qué pasa si tu hermana habla? ¿Si al igual que aquella vez me delata a mí y tu decides salvarte? ¿Qué ocurrirá entonces? --el miedo y la rabia hicieron que Aurora, en un intento desesperado por espantar a los fantasmas que la rodeaban, volviera a apoyar su frente sobre el frío cristal de la ventana -- Yo no te arrastraré conmigo si eso ocurriera, pero no creo que fuera capaz de volver a superarlo.
--No vas a tener nada que superar Aurora. Diana no hablará. No permitirá que vuelva a pasar por esa inhumana terapia y puedo asegurarte de que tampoco te delatará a ti. Ya no eres una niña y yo tampoco lo soy. No permitiría que nada te ocurriera, que ningún mal nacido con aires de grandeza te sometiera a ningún castigo por amarme. Si algo así ocurriera, si mañana nos descubrieran y quisieran aleccionarnos, cogería tu mano con fuerza y huiría contigo tan lejos de aquí que solo te daría tiempo a meter en la maleta el recuerdo de las sábanas de esa cama que nos esperan con impaciencia.

jueves, 8 de octubre de 2015

Lo que guardo para ti

Aurora admiraba la sonrisa de Celia que, dormida plácidamente entre sus brazos, no parecía escuchar las amenazas del minutero del reloj. Las horas se les habían echado encima de repente. Al fin y al cabo, detener el tiempo tiene consecuencias y más tarde o más temprano se cobra lo robado. Aún así, en un acto de puro egoísmo, decidió dejarla descansar un par de minutos más para poder deleitarse con la piel frágil de su amada que por fin había dejado de temblar. Aspiró el aroma de su cabello revuelto, adoraba los rizos que a veces se salían de su recogido y que en ese momento pedían a gritos ser liberados. Se imaginó peinándole la melena sobre su espalda desnuda y aquella visión la llevó a deleitarse con la curva del cuello que tanto había besado. El vello aterciopelado que bajaba por su nuca desapareció entre los omóplatos afilados que custodiaban las vértebras, como si en su ignorancia se creyeran montañas que guardan un río. Sonrió al imaginarse el dibujo que haría el agua tibia de un baño al caer entre ellos y siguiendo su curso llegó a la curva que sus glúteos dibujaban bajo la sábana blanca donde la pureza de sus gemidos había quedado bordada.
A pesar de que se moría de ganas por recorrer con sus ojos las piernas de las que había sido prisionera decidió no destaparla. Estaba preciosa, era, preciosa. Volvió al cuello sintiéndose dichosa y lo besó como besaban los hombres las manos de las damas, sin casi rozarla pero deseando hacerlo. Dejó que sus ojos se hundieran en la profundidad de su clavícula que adoró y recorrió hasta llegar al lunar que indicaba el final de aquella maravilla. Sonrió ante aquel descubrimiento y se retó a si misma; encontraría cada lunar que, osado, conformaba la armonía en la seda de aquel lienzo puro. No tardó en dar con el siguiente. Lo encontró de camino al pecho, mientras bajaba por el esternón, a medio camino, ligeramente escorado hacía la izquierda, insinuante y zalamero como su dueña.
--¿Qué miras con tanto interés? --preguntó Celia que acababa de abrir los ojos por culpa de un escalofrío que recorrió sus sueños y saltó inconsciente al mundo real.
--Te miro a ti --susurró Aurora subiendo la cabeza despacio hasta encontrarse con sus ojos aún adormecidos --. Intentaba aprovechar cada minuto de ese maldito reloj que se niega a detenerse de nuevo y me he topado con un par de lunares tentadores que me han mantenido ocupada --dijo acariciándole la barbilla sonriente.
--Aurora... --comenzó a decir girándose sobre si misma, cambiando de cara el lienzo, para poder regalarla un nuevo beso --El tiempo no tiene la culpa de que tengamos que irnos, pero te prometo que volveremos para intentar retarlo tantas veces como sea necesario. Además, tengo lunares que aún no has descubierto --dijo señalándose la parte baja del hombro izquierdo --Aurora sonrió tentada.
--Me gusta esa propuesta y me gusta comprobar que, a pesar de las dudas que te rondaban antes de dormirte, tienes más ganas de mi.
--¿De qué dudas me hablas? --preguntó divertida --¿De las que has borrado a besos o de la que has grabado en mi piel?
--¿He grabado dudas en tu piel?
--Si. Has grabado la duda de si podría vivir sin ti.
--Podrías...--respondió acoplando su muslo entre las piernas de Celia, cubriendo con su pecho sus pechos, cerrando con sus labios sus ojos --Pero no lo harás porque soy yo la que no podría vivir sin ti.


El balanceo del cuerpo de Aurora, que había vuelto a sumir a Celia en uno de esos momentos que se saben reales pero que parecen sueños, cesó mucho antes de lo deseado.
--Tenemos que vestirnos --dijo con malicia ante la sorpresa de Celia que estaba más que dispuesta a entregarse de nuevo.
--¿Por qué has hecho esto? --preguntó con la mirada incrédula y la vergüenza a flor de piel.
--Porque me gusta la idea de que el camino de vuelta lo hagas recordando lo que guardo para ti.


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Acabado este nuevo capítulo del paralelo y siendo consciente que superar la escena de ayer es imposible. Quisiera agradeceros a vosotras, a las tremendas mujeres que dais vida a nuestra Celia y, ahora, a nuestra Aurora, el exquisito trabajo que nos regalasteis ayer.
Candela: Gracias por Celia, por su entusiasmo para con la vida, por su amor a las letras, a los sueños, por su amor al amor y por la mirada que le da la credibilidad suficiente como para ser un referente en la lucha de todas las mujeres que tuvimos dudas y que salimos adelante. Gracias por su sonrisa y por su sufrimiento, necesario para que las nuevas generaciones comprendan que no hay nada más difícil para una persona homosexual que aceptarse a sí misma. Gracias por hacer tu trabajo con el corazón en la mano.
Luz: Gracias por tu voz, por tu mirada sincera y por aceptar ser la esperanza de Celia aún sabiendo que el personaje se convertiría en la esperanza de muchas y en el recuerdo de la esperanza de todas. Gracias por el cariño que se puede palpar con cada escena y por superarte a ti misma para nuestro deleite y admiración.


Gracias a las dos por soportar esa "carga" que seguramente os tenga el móvil, la cabeza y el corazón agotados.

(Siento haberos robado las manos, los ojos y los lunares )



miércoles, 7 de octubre de 2015

Mañana a las cinco

El encuentro con la policía tras la manifestación con las sufragistas dejó a Celia al borde de un ataque de nervios. Después de la emotiva despedida a Merceditas volvió a centrarse en su objetivo; tenía que sacar a Aurora del calabozo y no sabía como conseguir el dinero para hacerlo. Revolvió de nuevo su habitación. Buscaba algo que poder subir al monte de Piedad pero no encontró nada con el valor suficiente. Las primeras ediciones de algunas de las novelas que sobrevivieron a la ambición del doctor Uribe a penas le darían unas cuantas pesetas y sabía que no serían suficientes por lo que, con resignación y rabia, las colocó de nuevo en la estantería de su habitación que, sin saberlo, soportaba más peso del que podía resistir. Doña Rosalía se interesó un par de veces más por saber si había encontrado la solución, pero dejó de hacerlo cuando descubrió a Celia sentada a los pies de su cama. Lloraba con angustia, el miedo a que Aurora pudiera encontrarse en las mismas condiciones en que se encontró su hermana Adela se apoderó de su interior en forma de nudo corredizo. Aquella cuerda invisible apretaba más cada minuto que pasaba, pero a pesar de eso, Rosalía decidió no molestarla. Había visto a Celia en su momento más bajo y supo que en aquella ocasión podría ponerse de nuevo en pie. No pasó ni media hora cuando creyó haber dado con la solución. Bajó corriendo al despacho aunque anduvo como la dama que esperaban que fuera cuando pasó por delante del salón donde todas seguían recordando las meteduras de pata de Merceditas. Supo que se trataba de una especie de homenaje que sus hermanas animaban con fervor y sintió que aquel momento debería vivirlo para poder conservarlo, pero no podía y Merceditas hablaba como para estar recordándola durante días. Abrió con cuidado el primer cajón del escritorio y vio el estuche de cuero que buscaba. Lo cogió entre sus manos dispuesta a salir corriendo para poder empeñar lo que había en su interior pero al hacerlo sintió el peso enorme de la culpa en ellas. Tal fue la carga que tuvo que sentarse para comprobar si el contenido de aquel estuche seguía siendo el mismo que la última vez que lo abrió.
Levantó la tapa con cautela y respiró tan hondo que pudo percibir el olor de su padre saliendo de su interior. Sonrió resignada, aquel hombre que no entendía sus pretensiones, que no comprendía sus sueños y que nunca hubiera permitido que se hubiera implicado en semejante lucha, seguía aleccionándola incluso muerto. La dureza de su pensamiento la transportó, en un intentó por aliviar la culpa que se acababa de apoderar de ella, a una tarde de verano de hacía ya muchos años en la que mientras ella leía apoyada en el tronco del almendro del jardín, sus hermanas mayores corrían detrás de su padre rogándole que repitiera el único truco de magia que conocía. Recordó que su padre la llamó en un par de ocasiones y que al final casi tuvo que obligarla a prestarle atención. Celia conocía aquel truco desde hacía mucho tiempo y consideraba más útil empaparse con las letras de sus novelas, pero al final accedió a su chantaje emocional. Su padre las enseñaba una moneda vieja que luego hacía desaparecer al cerrar el puño. Todas sabían que tenía un hilo enganchado que metía la moneda en la manga de su camisa cuando estiraba el brazo y sin embargo todas lo aplaudieron como si de verdad creyeran en sus poderes,
--Celia cariño --preguntó su padre acercándose a ella al ver que no aplaudía -- ¿No te ha gustado?
--Si me gusta padre --respondió la pequeña educadamente --, es solo que cuando ya conoces el truco no tiene gracia.
Su padre se quedó mirándola unos segundos. Conocía a su hija, sabía que era distinta a sus hermanas, sabía que algo les alejaba, que la mente inquieta de su pequeña no se conformaría con una respuesta cualquiera. Finalmente se sentó a su lado, la sujetó las manos con fuerza y la miró a los ojos. Celia confiaba en la gente que la miraba a los ojos y él lo sabía.
--Es cierto que no tiene gracia cariño, pero tienes que saber que lo importante al hacer algo, es la ilusión. Sin ilusión nunca llegarás a ninguna parte, ni siquiera a esconder una moneda en la manga de tu vestido.


Terminó de abrir la tapa de la caja y sujetó entre sus dedos la pluma de plata de su padre. Era la pluma con la que había firmado el primer contrato de tejidos Silva y de la cual no se había desprendido desde entonces. Ella siempre la había admirado, no por su belleza, cuyas filigranas hacían indiscutible, si no por su poder que se la antojaba inmenso desde sus ojos de niña inocente. La observó unos segundos y sintió como la mentira de aquella frase de su padre le era al fin revelada. La ilusión no la había llevado a ninguna parte, es más, había sido el autor el que empezó a romper el sentido de sus propias palabras al no dejar que estudiase en la Sorbona. Si no hubiera sido por aquella decisión ella podría haberse ahorrando demasiado sufrimiento. Cerró la tapa y salió decidida de casa. Aquel sería el pago de su padre a sus sueños rotos.


--¿Dónde va con tanta prisa señorita Celia? --preguntó una voz a sus espaldas que le resultó familiar pero que no consiguió ubicar hasta girarse.


Era Gloria, una de las mujeres del grupo de sufragistas.


--¡Gloria! ¿Os han soltado? --preguntó abrazándose a ella con una confianza con la que aún no contaba.
--No. Yo también he conseguido escapar --dijo calmando la llamativa efusividad de Celia --, precisamente vengo ahora de la asamblea de liberación.


Celia la miró confundida. Qué hubiera tenido el coraje de subirse sobre aquel banco a decir las palabras que ninguna se había atrevido a decir, no implicaba que estuviera enterada todavía de como funcionaba el grupo y tuvo que pedir que le aclarase aquello.


--Verás, nosotras cuando entramos en el grupo pagamos una cuota a la semana. Con ella pagamos las fianzas de las que son apresadas en una manifestación, pero siempre votamos antes para decidir como hacerlo.
--¿Habéis pagado la fianza de Aurora? --preguntó sin darle importancia a lo que Gloria acababa de explicarle.
--Todavía no. Tienen que pasar al menos una noche en el calabozo, pero iremos mañana a primera hora.
--Iré con vosotras.
--De eso nada. Aurora ha dejado claro que te mantuviéramos al margen del pago. No quiere que nada te relacione con nosotras, pero nos ha dado un mensaje para ti; "Meine Liebe, mañana a las cinco donde besarte es imposible"


Celia sintió que el corazón se le iba a salir del pecho y no supo diferenciar si el rubor que notaba apoderándose de sus mejillas se debía al mensaje o a la cita en sí. Gloria la sonrió cómplice cuando por fin se atrevió a mirarla y siguió caminando como si nada hubiera ocurrido. Emprendió el camino de vuelta a casa y dos pasos mas allá volvió a mirar el estuche que llevaba entre sus manos. La rabia había desaparecido y volvió a abrirlo. La pluma apareció ante ella agradecida, aliviada, dispuesta a servirla para el resto de su vida, su plata brillaba y sintió en ella el guiño de su padre comprensivo. Comprendió entonces que iba a ser la ilusión la que iba a mantenerla con vida hasta el día siguiente. A las cinco.



martes, 6 de octubre de 2015

Tú, por eso, no te preocupes

Las sábanas, las mantas y la colcha mullida de la cama de Aurora cubría sus cuerpos hasta un poco más arriba de la cintura. La respiración de la dueña de aquella guarida se perdía en el oído de Celia que, recostada de lado, dejaba que el cuerpo de su salvadora la protegiera con cariño. Las dos permanecían calladas y sin embargo la habitación no estaba en silencio. El roce de la mano que Aurora subía y bajaba por el costado de Celia chocando contra la tela de la sábana emitía un ligero sonido que transportó a la receptora de las caricias a la orilla de un mar que no conocía y con el que, a pesar de eso, había soñado en cientos de ocasiones. Había estado allí hasta hacía unos minutos, sonriendo entre beso y beso, gimiendo entre caricias y sintiendo el sudor que regala el verdadero aroma de la piel amada. Había estado allí, pero la relajación que sentía en su cuerpo la hizo recordar la conversación que había tenido aquella misma mañana con su hermana Diana. La descarga de tensión y la carga del miedo a volver a ser traicionada pudieron con su mirada.


--¿Estás bien cariño? -- susurró Aurora  sacándola de su ensimismamiento.


Celia adoraba su voz rasgada, ligeramente ronca cuando estaba preocupada y sin embargo tan femenina que parecía acariciarle la piel.


--Si --contesto girándose en un intento fallido de que sus ojos respaldasen aquella respuesta.
--Sé que hay algo que te preocupa. Ya te darás cuenta de que a mí no es fácil engañarme --dijo sonriendo, regalándola un comprensivo beso en el hombro que provocó que sus ojos preocupados terminasen de cristalizarse.
--Esta mañana le he confesado a Diana nuestra relación --confesó finalmente apartando la mirada –.
Me ha descubierto dormida sobre una carta que sentí la necesidad de escribir ayer y ha deducido que entre tú y yo hay algo más de lo que intentamos aparentar. 
–¿Le escribías a alguien sobre mí? –preguntó con una mezcla de sorpresa y orgullo que frunció su ceño divertido. 
–No. Le escribía a Nadie sobre mí, sobre nosotras, sobre esto… –creyó innecesario hablarle de su duda, pero los ojos sinceros de Aurora no se lo permitieron –. No podía dormir, una duda se apoderó de mis pensamientos y siempre me ha funcionado ordenar mis ideas ante un papel.
–Una duda… ¿Sobre Petra? –Celia la miró confundida –¡No me mires así! Es lógico que te plantees ciertas cosas, el primer amor es difícil de olvidar, pero no es imposible… –afirmó como si supiera bien de lo que estaba hablando –¿Eso era lo que te preocupaba?
--Pensaba que te enfadarías. Sé que es importante mantener esto en secreto.
--Celia, por supuesto que es importante mantenerlo en secreto, pero para el panadero, el tendero, la alta sociedad exquisita y para el doctor Uribe, él por descontado, pero nunca me enfadaría porque se lo contases a tus hermanas, siempre y cuando tú estés segura de que lo que haces y Diana no me parece una mujer que se escandalice fácilmente. Respecto a Petra… no voy a decirte que me resulta agradable, pero es algo por lo que tienes que pasar y sinceramente, prefiero pasarlo a tu lado.
--Tenía miedo de contártelo. Ahora mismo no podría soportar perder las caricias de tus manos.


Aurora sonrió benévola. Sintió como propio el miedo que Celia acababa de exponer y no pudo evitar abrazarla con fuerza en un acto de propio consuelo. Unió su estómago a la espalda fría de su amada y aspiró el aroma de mujer que sin pretenderlo la embaucaba. Se elevó ligeramente sobre su codo para poder secar con su otra mano las lágrimas de niña que brotaban de los ojos de Celia y comenzó a formar una tela de araña de besos que atrapó cualquier pensamiento que pudiera seguir rondando aquella mente inquieta. Dejó su cabeza libre para que la mano con la que estaba sujetándola pudiera agarrar el cuello tenso de Celia y con la otra agarró su hombro con la única intención de evitar que un acto reflejo la impidiera morder la piel que se le presentaba como un regalo. Acarició su brazo con los labios sin otra intención que la de medir su longitud a besos, pero esta variaba dependiendo de lo que tardase Celia en llenar sus pulmones de aire y no consiguió sacar nada en claro. Deslizó la mano por su vientre muy despacio, admiraba cada centímetro que dejaba tras de sí mientras imaginaba el siguiente y cuando la hubo perdido entre las sábanas, cuando sintió en la yema de sus dedos la urgencia de Celia, cuando confirmó que ya nada la preocupaba, comenzó a coordinar sus palabras con los gemidos que curiosos intentaban no emitir sonido alguno;


--Nunca perderás las caricias de mis manos cariño. Mis manos se hicieron para tu cuerpo ¿Lo ves? --preguntó ejerciendo un poco más de presión a sus caricias -- Igual que mis labios se hicieron para tu piel, que mi voz se hizo para tus oídos y que mis ojos se hicieron para mirarse en los tuyos. Si nos perdemos nos encontraremos de nuevo en las huellas que nuestras manos dejarán en nuestra piel, tú, por eso, no te preocupes --dijo aumentando la velocidad de su mano mientras disminuyó la de sus palabras --. Seguiremos la misma estrella fugaz y guardaremos en su rastro el secreto de nuestro deseo... --Celia curvó su espalda ante aquella visión mágica -- Inventaremos palabras que para el mundo no signifiquen nada y crearemos con ellas el nuestro propio. Inventaremos un mundo como este, un mundo idílico al que tú y yo tendremos acceso privado. En el que tú y yo nos perderemos cuando la realidad nos ahogue. Lo haremos todo despacio, todo  --Celia sintió que moría de placer cuando comenzó a sentir en su interior la determinación de Aurora que a su vez mordía el lóbulo de su oreja --. Incluso el amor cariño... --susurró -- ¡Qué bien sabe esa palabra en mi boca desde que tiene significado! Cariño... --repitió al sentir su dedo prisionero --Cariño... --Insistió cediendo a la mano de Celia que buscaba con insistencia colarse en su declaración –¡Oh si! Cariño...

Ella me ha salvado

Los primeros rayos de sol entraban por la ventana del despacho cuando Diana Silva entró en él. Sonrió al ver a su hermana Celia dormida sobre la mesa. Su brazo derecho hacía las funciones de almohada y la pluma de su mano izquierda se había resignado a caer sobre el folio al que aún no le habían puesto el punto final. El recuerdo de una Celia niña, dormida con un libro entre las manos, atravesó su mente y la mantuvo unos minutos observándola con cariño. Dudó si debía despertarla, pero pensó que si no lo hacía ella lo haría la casa que en unos minutos comenzaría a llenarse con el ruido del ajetreo de Merceditas y Rosalía preparando el desayuno y el de sus hermanas abriendo y cerrando ventanas, puertas y grifos. Se puso en su piel un instante y concluyó que ella preferiría que las manos suaves de alguna de sus hermanas la despertasen, así que se acercó a ella con cautela y la zarandeo por los hombros dulcemente. Susurró su nombre un par de veces y no obtuvo respuesta alguna. La beso en la mejilla con la esperanza de que el roce de sus labios terminase con sus sueños de una forma agradable pero no consiguió nada. Desesperada recurrió al único acto que funcionaba cuando quería despertarla de pequeña; cogió la pluma y la introdujo en el tintero, después, tiró del folio que tapaba con su mano. El efecto fue inmediato. Celia levanto la cabeza sobresaltada. Como si la estuvieran robando la vida, como si un fantasma se estuviese apoderando de sus pensamientos.


--¿Qué haces? --dijo arrebatándole el folio de las manos.
--Tranquila --contesto Diana paciente que sabía que aquella sería la reacción de su hermana --. He tratado de despertarte por las buenas pero no ha habido manera. ¿Has vuelto a escribir? --preguntó alegrándose.
--No --respondió Celia contundente arrugando la carta para Nadie con su mano mientras trataba de esconderla. 
--¿Y qué es eso que escondes con tanto ímpetu y tan poco éxito?
--No es nada Diana --contestó intentando recuperar el tono natural de su voz --. Unas notas que tomé anoche para las clases con la sobrina de Aurora.
--Así que notas... --dijo con su típica suspicacia --Celia. Te conozco demasiado bien como para saber que no te quedarías dormida escribiendo unas notas. Ya sabes que puedes contarme lo que quieras. Hace tiempo que no hablamos y aunque llevas unos días muy contenta sé que la terapia no ha tenido que ser fácil para ti.
--No. No fue fácil --el recuerdo del dolor hizo que su tono fuera más hostil de lo normal --. Pero ya estoy curada. No tienes de que preocuparte.
--Celia --comenzó a decir sentándose sobre la mesa --. No estoy preocupada, ya te dije en una ocasión que prefería a mi hermana de antes y es con ella con quien me gustaría hablar. Me da igual lo que diga la gente mientras tú seas feliz, pero si eres feliz me gustaría que lo compartieras conmigo. No estoy en una posición que me permita dar lecciones precisamente.


Celia dudó un instante. Sabía que Diana no era como sus otras hermanas. Entre sus virtudes no estaban ni la prudencia de Adela, ni la displicencia de Blanca, ni la efusividad de Francisca y muchísimo menos el egocentrismo de Elisa. Diana era diferente, era fuerte, comprensiva y luchadora. A Diana le daba igual salir de casa en pantalones y montar en motocicleta con su novio como acompañante. A Diana le había escuchado hablar como a las mujeres del grupo de sufragistas al que acudió con Aurora y sabía que sus palabras al decir que prefería a la Celia de antes eran ciertas pero...


--¿Vas a contármelo o no? --preguntó Diana algo impaciente al escuchar los primeros ruidos de la casa.


Celia agachó la mirada y giró la cabeza hacía el lado contrario en un quiero y no debo que llamó la atención de la perspicacia de su hermana.


--Es por Aurora ¿verdad? --Celia la miró sorprendida confirmando sin querer sus sospechas --¡Lo sabía! Hablas de ella igual que hablabas de Petra. Solo te pido que tengas cautela no quisiera que volvieras a...
--Tranquila Diana. No volveré a... --ella tampoco fue capaz de terminar la frase pero no pudo evitar acariciarse las muñecas --Aquello fue una tontería y Aurora es diferente... Aurora... Ella es como yo.
Los ojos de Diana se abrieron como platos mientras Celia trataba de controlar su sonrisa, mezcla del nerviosismo de su confesión y la ternura del recuerdo de los besos de la enfermera.
--Ya sabía yo que ese Uribe no es más que un impostor --respondió en contra de lo que Celia esperaba --. El amor, vaya a donde vaya, es amor y por mucho que se empeñen en lo contrario nunca podrá ser una enfermedad.


Celia no pudo evitar levantarse y abrazar a Diana. La rodeo con los brazos como quien se agarra a una boya en el mar después de haber estado nadando a contracorriente durante horas. Los brazos de Diana la apretaban con fuerza mientras de sus ojos brotaban las lágrimas con las que tantas noches había empapado la funda de la almohada y con las que aún tenía que andar luchando.


--¿Te quiere? --susurró en su oído recordando sin querer su propia batalla.
--Si. Creo que si --respondió --Ella me ha salvado Diana.


Al escuchar aquellas palabras Diana la separó ligeramente sujetándola por los hombros con un cariño y un orgullo que hacía meses añoraba sentir en una de sus hermanas.


--Si es así nos ha salvado a las dos. Cuando te vi tumbada en el suelo del baño sobre aquel charco de sangre… Yo no he sabido ayudarte, pero ella me ha devuelto a mi hermana. A la niña que leía, que escribía, que soñaba. Ella te ha devuelto a mis brazos y eso... Eso nunca podré agradecérselo lo suficiente. Si ella te hace feliz, se feliz, porque nadie puede serlo por ti. Nadie puede amar por ti. Nadie puede ser tú y yo quiero envejecer con tu sonrisa. Esa que ella me ha devuelto y que espero se mantenga para el resto de nuestras vidas.