lunes, 19 de marzo de 2018

Solo mío.

Burgos 18-Marzo-2018

Como un ciprés tumbado por un rayo, se ha reflejado en la carretera la luz del semáforo por el que no ha pasado ningún vehículo para convertirse a los pocos segundos en un charco de sangre vencida que ni la lluvia que cae constante es capaz de arrastrar. Ha ocurrido casi en un parpadeo. Cuando volvía del paseo que estaba dando con mis perros.

¡A ellos el tiempo que haga fuera, les da igual!

Ha sido un cambio de luces hipnótico. Un cambio de realidad. Un cambio de perspectiva. De la esperanza al tedio, a la depresión, a la muerte.

Las luces de un coche que subía la calle que baja en diagonal hacia el centro, le han robado al rojo el alma y lo han transformado en un naranja parpadeante a punto de rendirse de nuevo a la vida. Como un ave Fénix. Para después, volver a morir.

Mientras avanzaba hacia el paso de cebra y el reflejo se achantaba ante mi presencia, me he fijado en que toda la calle era una estela de luces de escaparates, de carteles luminosos, de ventanas iluminadas dándole sentido a la palabra hogar. Luces calientes tras cristales fríos en la calle en la que no vivo.

La mía estaba completamente a oscuras. Solo a unos cien metros, el cartel de la tienda de bicicletas que hay enfrente de mi portal, iluminaba la fachada con timidez. Los bloques de edificios del fondo eran una sombra desenfocada hacia la que he sentido la necesidad de ir.

Tango y Bruja me miraban como si no estuvieran entendiendo nada. Él, agradecido. Con nada disfruta tanto como con el agua, venga de donde venga. Ella, asqueada. Cuando se moja el pelo se le queda lacio y se le hace una raya en medio de la cabeza que a mi me resulta adorable pero que a ella le debe hacer sentir como una vagabunda.

Cuando hemos doblado la esquina que le da ángulo a la calle, la hilera de luces difuminada por la intensa lluvia, anunciaba que las farolas estaban comenzando a calentarse.

El sonido de las ruedas de un coche pasando por encima del torrente de agua que baja de la carretera que da a la parte más alta de la subida de San Miguel, ha hecho que me diera cuenta de que a lo largo de toda la calle, no había habido ninguna otra señal de vida. Estaba completamente desierta. Solo una pareja entrando en un portal de la acera de enfrente indicaba que seguía estando en el plano adecuado. Por un momento he sentido que estaba dentro de uno de los cuadros que el deshollinador amigo de Mery Poppins pinta en las baldosas de la entrada al parque. Solo que con menos luz.

La capucha de la cazadora ha comenzado a gotear sobre mis cejas en el preciso instante en el que el sonido del agua cayendo por los canalones se unía en mi cabeza a la que salía de entre las piedras de los muros de las casas para formar una evocadora melodía de historia sórdida en noche fría. Me he sacudido como se sacuden los perros y he escondido las manos un poco más bajo las mangas.

Un hombre ha salido corriendo de un portal en dirección a su coche. Al ir a abrir la puerta se ha dado cuenta de nuestra presencia y se ha quedado paralizado bajo la lluvia un segundo. Estoy segura de que se ha preguntado por qué no corríamos con la que estaba cayendo como suele hacer la gente normal, pero ha encontrado la respuesta en una mirada desaprobatoria hacia mí, hacía mis perros y hacía mí otra vez mientras que en el vaho de su respiración casi podía leerse la palabra loca.

Le he sonreído. Hacia años que no me detenía a pasear bajo el silencio de la lluvia y él no me lo iba a estropear.

Cuando he vuelto a mirar hacía delante. La sombra de la fachada de un monasterio derruido que hay en el ultimo cruce antes de llegar al final de la calle, se ha dibujado ante mí más entera que nunca. Tras el rosetón, el cielo negro me ha hecho dudar del tiempo, pero entre la silueta de las dos cigüeñas que inmóviles discutían sobre el cambio climático y lo bien que se hubieran quedado unos días más en su residencia de invierno, ascendía la sombra de una grúa que me ha devuelto al mío en un instante.

Al final de la calle estaban detenidos todos los coches que no me había encontrado por el camino, como si formasen parte del encanto del centro de la ciudad en un día de lluvia y he tenido que detenerme en un semáforo.

He mirado hacía el arco de San Gil y me he imaginado adentrándome en la magia de las calles del centro reflejadas por completo en las baldosas empapadas del suelo mientras el tañer de las campanas de la majestuosa catedral se perdía por ellas en sabe quién qué siglo. Una mueca de satisfacción previa a algo que sabes que va a ocurrir se estaba dibujado en mi cara cuando he hecho lo que no tenía que haber hecho. Los he mirado a ellos. Ellos miraban al parque, al otro lado de la calle, en otra dirección. He querido negarme, pero un pino de tronco inabarcable me ha hecho levantar la cabeza casi completamente para permitirme que le viera la copa, y he tenido que cruzar para ponerme bajo esa sabiduría que le dan a la naturaleza los siglos de historia vivida.  

A Tango eso, le ha dado completamente igual, pero yo no he podido evitar preguntarme qué quedaría de la realidad en la que se fundamenta la humanidad si ellos pudieran hablar.

El sonido de una fuente ha llamado mi atención haciendo que me olvidase si quiera de la posibilidad de darme una respuesta. Los chorros iluminados sobresalían por encima de la barandilla de hierro del muro de piedra que separaba el parque en dos alturas. No he podido evitar aprovechar que ellos podían estar sueltos para hacer un par de fotos.

Nunca tan buenas como las imagino, pero evocan el mismo recuerdo.

No ha sido sencillo. Las mangas de la cazadora goteaban agua a chorro, el pantalón del chándal empapado no secaba a la pantalla asustada que al sentir que la estaban tocando en demasiadas partes a la vez se negaba a trabajar. Un perro de marcada musculatura ha ascendido corriendo las escaleras y se ha puesto tenso al ver que los míos iban a presentarse como se presentan las personas que no entienden lo que significa el espacio vital porque para ellos lo vital es entrar en ese espacio.

Aún sigue lloviendo. Yo hace más de tres horas que intento contaros mi maravilloso paseo bajo la lluvia sin que os deis cuenta de que este relato no tiene ningún fin. De que es un relato sin un solo ápice de intriga o de sentido. Que es un relato solo mío. 

Adriana Marquina 


domingo, 4 de marzo de 2018

En sueños


Burgos 04 - Marzo - 2018

¿Por qué no sales y te me abrazas a la espalda? Hace una noche preciosa. La luna está llena, dos locas más no van a llamar la atención.

¿Por qué no sales y te me abrazas a la espalda? ¿Y me besas el cuello despacio? El aire apenas se mueve, pero me imagino tus labios en mi piel y se me eriza hasta el último vello del cuerpo.

¿Por qué no sales y te me abrazas a la espalda? ¿Y me besas el cuello despacio? ¿Y rodeas con tus brazos mi cintura? Inmóvil, intentando no ceder ante el deseo en tu aliento cálido.

A veces no sé distinguir los sueños de la realidad.

¿Por qué no sales y te me abrazas a la espalda? ¿Y me besas el cuello despacio? ¿Y rodeas con rus brazos mi cintura? ¿Y me giras con cariño para que pueda morderme el labio al saber que esa sonrisa que me robó la cordura el primer día que la vi por fin va a ser mía? ¿Y me derrita en el momento justo en el que eso ocurra?

Miro al cielo y me imagino el calor de tu boca en mi boca. La pasión de tu mano perdiéndose en mi pelo. La otra en mi pecho. Las mías en tu espalda, por debajo de ese pijama que ya te he quitado cuando has entrado al salón con él.

Te busco a través de las cortinas, pero no te encuentro. Suspiro, porque entraría para ver si me cruzo contigo en el pasillo y me atrevo a cortarte el paso con un beso.

¿Y si estuvieras en el pasillo pensando por qué no entro y te abrazo por la espalda? ¿Y te beso el cuello despacio? ¿Y te rodeo con los brazos la cintura? ¿Y te giro con cariño para robarte la cordura que apuntalaste el primer día en el que deseaste mi boca?

¿Por qué no entro?

¿Por qué no sales?

¿Por qué no dejamos que nuestras manos dibujen nuestros cuerpos? ¿Qué nuestros besos los midan? ¿Qué las caderas encajen? ¿Qué nuestros labios se besen? Al galope.

Quiero perder.

Quiero perder el aliento.

Quiero perder el aliento contigo.

¿Para qué sirve el aire que tu no respiras?

Me decido a entrar y te veo aparecer por la puerta dispuesta a salir. Nuestras miradas ya se habían cruzado así en otras ocasiones. Ellas se conocen mejor de lo que nunca nos conoceremos nosotras. Ellas, no nos entienden. Creo que no son las únicas.

¡Y no! No vas a abrazarme por la espalda. Ni a besarme el cuello despacio. Ni a rodearme la cintura con los brazos. Ni a girarme con cariño para que pueda morderme el labio sabiendo que esa sonrisa que me robó la cordura el primer día por fin va a ser mía. Ni me voy a derretir. Pero lo haría.

¡Y no! Tú tampoco te vas a derretir.

Pero lo haremos.

Aunque solo nos atrevamos en sueños.


Adriana Marquina