miércoles, 30 de marzo de 2016

Tanto fue así

Celia y Aurora se levantaron muy contentas aquella mañana. Desde que las vecinas se acercaron para agradecerles todo lo que habían hecho por el barrio, las cosas parecían ir mejor. Celia había dejado a un lado el engaño de Rodolfo y Aurora había perdido el miedo a que cualquier periódico pudiera querer saber más acerca de la señorita que había organizado las manifestaciones y a que enviasen a algún periodista que quisiera entrometerse demasiado.

Mientras Celia terminaba de prepararse para ir a la escuela, Aurora decidió comenzar a preparar la lista del material médico que necesitaría la nueva casa de socorro, tenía una reunión con los delegados de la Dirección General de Sanidad gracias a que las vecinas habían hablado muy bien de ella y quería tenerlo todo preparado a tiempo. Celia, que había bromeado con el folio sin saber de qué se trataba, se sentó para poder escucharla con más atención aunque, en realidad, lo que quería era poder ver cómo se le iluminaba el rostro preparando aquello, hablando de reuniones, volviendo a ser la mujer segura de sí misma que tan inmensamente feliz le hacía y que durante tantas semanas había echado de menos. Lo único que lamentó fue el lugar que habían escogido para construir la casa de socorro; la casa que decía Aurora estaba completamente en ruinas y tardarían meses en reformarla y dejarla en condiciones pero, al fin y al cabo, eso era lo de menos. Tampoco podían pretender tenerla de la noche a la mañana y, lo más difícil, ya lo habían conseguido.

Mientras Aurora soñaba con poder volver de una vez a ejercer su profesión y Celia expresaba las ganas que tenía ella de llegar al colegio después de todo el revuelo de la semana, la enfermera sintió cómo el bebé se movía en su interior y, fue tal el sobresalto, que no pudo evitar levantarse de la silla repentinamente y asustar a Celia sin querer al hacerlo. Pero, cuando le pidió que pusiera las manos sobre su vientre, el sobresalto, el susto y con ellos la confusión del momento, desaparecieron para dar paso a la felicidad más plena y absoluta que pueda sentir una mujer. El bebé se estaba moviendo y su barriga hacía semanas que había empezado a notársele pero, aquella patadita, hizo aún más real el embarazo y con él, la vida. Una vida que con fuerza había decidido hacerse notar de repente y, el hecho de que Celia pudiera estar a su lado, que pudiera poner sus manos al lado de las suyas sobre su vientre para sentirlo juntas, verla emocionada y poder emocionarse con ella, confirmaba que, todo cuanto había sufrido, que todos los miedos contra los que había luchado y que todo lo que había dejado atrás, había merecido cada segundo porque, sin ellos, el momento que ahora estaba viviendo no lo hubiera podido vivir y para ella, que supo nada más ver a Celia en aquella sala de espera que si la felicidad necesita aferrarse a otro corazón para existir ese corazón tenía que ser el suyo, poder vivir ese milagro junto a ella, era un milagro en sí mismo. La miraba y no podía dejar de sonreír, ninguna podía dejar de hacerlo: Aurora porque sentía que Celia sería una gran madre para su hijo a pesar de que legalmente nunca podría serlo y Celia porque sentía que Aurora sería una gran madre para ese bebé que a ella no podría llamarla mamá pero al que estaba segura querría como si de verdad fuera suyo. Eran una familia. Ellas dos y el pequeño, o la pequeña, porque, a pesar de lo que Aurora había escrito en una de aquellas horrendas cartas que le escribió a Celia, a las dos les daba igual que fuera un niño o una niña con tal de que lo que viniera, viniera sano y fuerte.

Con una sonrisa salieron de casa y con una sonrisa volvieron juntas después de que Aurora decidiera pasar por la escuela a recoger a Celia. La reunión había durado un poco menos de lo esperado y le hacía ilusión ir a recoger a su novia al trabajo aunque, a ojos del mundo, simplemente pasase a recoger a su amiga.

Al minuto escaso de haber atravesado el umbral de la puerta y sin que a Celia le diera apenas tiempo de quitarse el abrigo, el teléfono comenzó a sonar. En verdad llevaba haciéndolo toda la mañana, pero ninguna de las dos podía saberlo por lo que Celia descolgó completamente ajena a que, aquel soniquete, era en realidad el aviso previo a la mayor tormenta que ni ella, ni Aurora hubieran vivido jamás. Merceditas era la que estaba al otro lado de la línea. Hablaba pausada, la mujer tampoco sabía lo suficiente como para no hacerlo pero, el rostro de Celia, palideció al escuchar lo que la doncella tenía que decir. Su tono de voz se agrietó ante el anuncio de que el marido de Aurora estaba en la ciudad y con él lo hicieron las paredes de aquella casa que pareció venírsele encima de repente. Aurora la conocía bien, sabía que la voz al otro lado del teléfono no estaba informando de buenas noticias y en el momento en el que le preguntó a Celia a quién no podía darle Merceditas la dirección de su casa, antes incluso de que la maestra respondiera, ella ya intuía, aunque se negaba a creerlo, quién podría haber preguntado.

Sus peores presagios llegaron al escuchar el "a tu marido" que a Celia casi se le atragantó. Aurora entró en pánico, tanto que de repente volvió a convertirse en la niña asustada que lo único que quiere es llorar en un rincón, tanto que parecía faltarle el aire, que sintió por un momento que había dejado de sentirse el corazón. Pero su corazón estaba delante de ella, intentando calmarla a pesar de estar teniendo el mismo miedo, intentando apaciguar a los demonios que intentaban apoderarse del alma de Aurora como una jauría de lobos hambrientos. Celia intentaba ser fuerte, ser valiente, ser lo que no sentía que era y sin embargo obligándose a serlo por ella. Mientras intentaba pensar, Aurora, que era incapaz de hacerlo, imaginaba cómo sería el momento en el que él la encontrase porque, de lo único que estaba segura, era de que si Clemente se había empeñado en encontrarla, terminaría por hacerlo. Conocía a su marido, era un hombre obstinado que no se conformaría con la respuesta de una criada, que movería cielo y tierra si era necesario para encontrar una pista que pudiera llevarle hasta la mujer que había huido llevándose consigo su descendencia.

A Celia, que tenía una musa para cada ocasión y a la de los momentos de pánico parecía dársele bien su trabajo, se le ocurrió una idea; si lo que quería Clemente era una pista del paradero de su esposa, eso le darían.


Tras despedirse de Aurora y repetirle, como había hecho durante toda la noche, ya que ambas fueron incapaces de conciliar el sueño, que se tranquilizase, que ella la iba a cuidar, a proteger y que iba a asegurarse de que todo fuese bien, salió de casa para acudir al encuentro con Clemente.

Cuando llegó a la esquina de su antigua calle, se detuvo un momento, respiró profundo y se aseguró de tener todo el plan que había ideado durante el trayecto claro. Una vez hecho, comenzó a andar en dirección a la terraza del café en el que se habían citado, pero le temblaban tanto las piernas, que por un momento pensó que no llegaría hasta el hombre apuesto y solitario que miraba en todas direcciones y que no podía ser otro que el marido de la mujer de la que ella estaba perdidamente enamorada.
Llegó, se presentó y se sentó como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para hablar con él cuando en realidad hubiera deseado poder salir corriendo de allí. Aquel hombre no parecía mala persona, pero pudo ver en su mirada la obstinación de la que Aurora le había hablado y por un momento tuvo la sensación de que podía leerla el pensamiento y es que, Clemente, era una de esas personas que parecen ver dentro de ti cuando, en realidad, sólo son capaces de ver dentro de sí mismos.

Las preguntas que Celia tuvo que responder no distaban mucho de las que ella había imaginado y tenía las respuestas preparadas, lo único que le faltaba era la excusa para poder sacar la carta del bolso y ésta llegó cuando aquel hombre insinuó que Aurora se había vuelto loca.

Querida Celia:
Siento haberme ido de Madrid sin despedirme de ti pero necesito dejarlo todo atrás. La vida a la que me entregué no estaba haciéndome feliz. Bien es cierto que mi marido me cuidaba y que tal vez no se merezca esto, pero no podía seguir teniendo una vida tan vacía en un pueblo tan lleno de nada.
Espero que ahora que eres maestra puedas cumplir todos tus sueños. Yo intentaré hacer lo mismo en estas islas, o en otras, quién sabe lo que puede esperarme ahora que por fin soy libre.
Un cordial saludo.
Aurora.

Celia, que por fin había conseguido tranquilizarse un poco mientras Clemente leía la carta que la noche anterior había ayudado a escribir a Aurora, esperaba ver en el rostro de aquel hombre que, sin haber hecho nada excepcional, le provocaba un respeto inexplicable, un gesto que aliviase la tenacidad que parecía moverlo. Ese gesto creyó verlo en cuanto terminó de leer la carta en la que Aurora no decía nada y en la que sin embargo ambas habían querido decirlo todo. Volvió a repetirle que ella tampoco sabía nada más de su esposa y todo parecía ir bien hasta que Raimundo, inoportuno como siempre, apareció haciendo alarde de su charlatanería. Hablando sin parar estaba cuando sintió que, la reacción del hombre que acompañaba a la señorita era demasiado desmesurada como para no estar metiendo la pata por lo que decidió que sería mejor seguirle la corriente a Celia que, rápidamente y sin saber muy bien cómo, volvió a hacerse con el control de la situación.

De regreso a Arganzuela Celia ya no sentía el temblor de las rodillas, ni el corazón acelerado, ni tan siquiera la sequedad que se había apoderado de su garganta, es más, andaba todo lo rápido que podía para llegar a casa cuanto antes. Estaba segura de que Aurora estaría hecha un ovillo en algún rincón, llorando y temblando como una niña y necesitaba tenderle esa mano que ya tenía preparada, abrazarla y susurrarla que todo había salido bien, que había espantado la tormenta, que las grietas de aquella casa habían vuelto a cerrarse, que el techo seguía en su sitio, que la quería y que nunca dejaría que nada ni nadie la apartase de ella. Todos sus sentidos estaban puestos en Aurora, tanto fue así, que el olor a hierba húmeda no llamó su atención, que no se percató de la oscuridad que se había apoderado del cielo en apenas unos segundos, que no escuchó los truenos en la lejanía. La tormenta se le echaba encima sin saberlo porque, por no sentir, ni siquiera sintió que el viento se interponía en su camino de una manera feroz o, que la lágrima salada que le atravesaba el rostro, era la caricia traicionera de esa primera gota que nunca asusta y que sin embargo, nunca viene sola.

Adriana Marquina 

sábado, 26 de marzo de 2016

Nubes de tormenta

El coche con el que Celia se topó nada más salir a la calle después de haber escuchado el claxon que anunciaba que ya la estaban esperando, era tan lujoso que no pudo evitar sentirse algo incómoda al subirse a él porque, a pesar de haber vivido siempre rodeada de lujos, viviendo en Arganzuela se había dado cuenta de que la felicidad no se esconde dentro de las cosas materiales y aquel Cadillac recién llegado de Barcelona, no solamente no la hizo feliz sino que disparó en ella algunas alertas con las que no contaba y que, sin embargo, ignoró por puro nerviosismo.

Para su sorpresa, el camino hasta la casa de los Loygorri apenas duró un cuarto de hora y agradeció profundamente no haber tenido que ir andando, pero hubiera preferido que el trayecto fuese algo más largo para haber podido repasar mejor todo cuanto quería decir en el mitin. Estaba nerviosa, tanto que no se dio cuenta de lo arrugados que había dejado los guantes de tanto estrujarlos entre las manos y nerviosa entró a aquella lujosa casa en la que esperaban Rodolfo, Doña Dolores y su hermana Blanca. Ninguna de las dos esperaba la presencia de la otra, aunque a Celia en realidad no le sorprendió en absoluto que Blanca estuviera allí, sabía lo importante que eran las apariencias para los Loygorri y el hecho de que su hermana hubiera conseguido poder vivir con Cristóbal seguramente tuviera como condición aquel precio. La tensión no tardó demasiado en aparecer, el comentario que Dolores de Loygorri lanzó acerca de la escasa comunicación que parecían tener las hermanas Silva, alertó a Celia, quien, a pesar de las explicaciones que Rodolfo intentaba darle a Blanca tras el ataque con el que insinuó que no veía correcto que utilizase a su hermana para sus fines políticos, no pudo evitar sentir que algo no estaba yendo bien, pero apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la suegra de su hermana se la llevase con la excusa de terminar de arreglarse y, para cuando quiso darse cuenta, ya fue demasiado tarde. Sin saber bien cómo, en un abrir y cerrar de ojos, lo que tardaron los cuatro en bajarse del coche y acceder al recinto donde tendría lugar el mitin, Celia se vio rodeada de hombres que alababan las virtudes de Rodolfo mientras veía impotente cómo su hermana pisoteaba su propia dignidad con cada sonrisa forzada que le alegraba el rostro pero le entristecía la mirada.

Después de los saludos, de los apretones de manos y las cientos de presentaciones a las que tuvo que someterse sin que a nadie pareciera importarle lo más mínimo su presencia y justo antes de que la prensa pudiera acceder al lugar, Celia consiguió distinguir entre los asistentes a un grupo de vecinos que se había desplazado hasta allí con intención de apoyar a la mujer que tanto estaba haciendo por ellos. Los sonrió como si en ellos acabase de encontrar el valor que creía haber perdido, las palabras que parecía haber olvidado y el valor que tanta altanería había amedrentado. Sonrió y se disponía a acercarse a saludar cuando vio cómo varios agentes, con Rodolfo a la cabeza, se dirigían hacía ellos porra en mano y los echaban de allí como si fueran ratas. Celia no daba crédito a lo que acababa de presenciar y menos aún a las excusas que Rodolfo utilizó para explicarle por qué los había echado de allí, pero su vaso de paciencia terminó de llenarse cuando, con la prensa ya dentro de la sala, a su cuñado se le llenó la boca hablando de la situación de Arganzuela, de las pésimas condiciones en las que vivían los habitantes del barrio, en lo necesario que era una casa de socorro allí y en prometer, casi con la mano en el pecho y lágrimas en los ojos, que él solucionaría aquello, que si salía elegido pondría todo de su parte por favorecer a los más desfavorecidos, a los mismos desfavorecidos a los que acababa de echar de allí porque no daban buena imagen. Hipocresía, la más descarada y rastrera que Celia había visto jamás, la misma hipocresía con la que cargó al acercarse al atril, la que tuvo que tragarse mientras intentaba que el tartamudeo de su voz pasase desapercibido, mientras apretaba los puños de pura rabia procurando que ningún fotógrafo dejase constancia de ello aunque, eso en realidad hubiera dado igual, porque ni un solo fotógrafo levantó su cámara para captar el momento en el que la señorita Silva, defensora de las causas perdidas según muchos de los asistentes, hacía su alegato en primera persona sobre las necesidades de Arganzuela. Que ella hablase, o no, era lo de menos en aquella pantomima publicitaria a la que Rodolfo Loygorri la había arrastrado sin el más mínimo pudor.

De regreso a Arganzuela, Celia, que aceptó el coche que Rodolfo dispuso para su vuelta por no tener que estar más tiempo fuera de la seguridad que le daba su hogar, iba atando cabos de todo lo acontecido y, a pesar de que ya lo tenía más que claro, cuando concluyó que el señor Loygorri la había utilizado para ganar votos, le pidió al chofer que parase el coche para continuar a pie, aunque, el azar, quiso que ya estuvieran en la puerta de la corrala cuando hizo la petición. Indignada, ofuscada y sintiéndose demasiado estúpida como para detenerse a responder a las vecinas que le preguntaban qué tal había salido todo, subió las escaleras que daban acceso a la primera planta, respiró profundo y abrió la puerta con la esperanza de que al volver a cerrarla, todo hubiera sido una pesadilla. Pero no lo había sido y Aurora supo nada más verla que algo no había ido bien. Pensó que quizá no hubiera asistido la prensa, que tal vez no hubiera ido gente, que a lo mejor los nervios le habían jugado una mala pasada y que había sido incapaz de hablar en público pero, en ningún momento, se le pasó por la cabeza lo que Celia estaba a punto de contarle.

Malhumorada a la par que decaída, le contó lo que había pasado con los vecinos que habían asistido al acto, la actitud hipócrita que Rodolfo adoptó después ante la prensa, lo falso que había sido su interés interesado por la causa por la que ellas llevaban tanto tiempo luchando. Celia casi se odiaba a sí misma por haberse dejado utilizar de aquella manera pero Aurora, que al no haber asistido tenía la mente un poco más despejada, intentó que Celia le diera importancia al hecho de que, al fin, habían conseguido la ansiada casa de socorro para el barrio y que, aunque entendía que se sintiera defraudada, eso era lo único que debía importar.

El resto del día Celia lo pasó maldiciendo el momento en el que la incredulidad le había impedido abandonar el mitin, el porqué no había hecho caso del comentario de su hermana o cómo había sido capaz de consentir que Rodolfo expulsase de la sala a sus vecinos. Le dio tantas vueltas a lo mismo que la pobre Aurora ya no encontraba las palabras para tranquilizarla y lo más que pudo hacer fue preparar pronto la cena y acostarse a su lado para ver si al día siguiente, con el cuerpo descansado y la mente despejada, Celia conseguía ver las cosas desde otra perspectiva pero, cuando nada más levantarse, sin tan siquiera desayunar, la vio salir a la calle, supo que no había conseguido nada.

Con el periódico en la mano entró en casa y la sarta de mentiras que llevaba consigo el artículo, impidió que pudiera sentarse a desayunar tranquila. Todo el mérito era del señor Loygorri, quien,  con su generosidad y saber hacer, había basado su futuro electoral en ayudar a mejorar los barrios que colindaban con el centro empezando, eso sí, por Arganzuela ya que al parecer su visita al lugar lo había conmovido sobremanera. Ni una sola línea del texto mencionaba la labor de Celia, ni tan siquiera había una mención a las historias que ese mismo periódico estaba publicando, por no poner, no pusieron ni su nombre en el pie de foto y ella, que no era una persona egoísta pero sí justa, se sintió egoísta por lo injusto de toda aquella pantomima, por tener la sensación de haber estado luchando para nada, por creer que merecía un poquito de reconocimiento.

En esa encrucijada estaba cuando llamaron a la puerta. Era Caridad. La mujer, con esa voz celestial que solo tienen las personas que son humildes de corazón, anunció que no había ido sola y pidió, para sorpresa de Celia que pensaba que, después del fracaso de la manifestación, no querrían saber nada más de ella, permiso para hacer pasar al resto de vecinas. Entre todas habían bordado en una tela blanca, el nombre de Celia Silva como nombre para la casa de socorro. Ellas sabían que seguramente a nadie se le ocurriera llamarla así, habían conseguido leer la noticia y la desfachatez con que le habían robado a aquellas mujeres su mérito les había conmovido. Celia había hecho más por ellas, por sus hijos y por su barrio de lo que nunca nadie había hecho y a pesar de que Aurora no había acudido a la manifestación, también quisieron agradecerle a ella todo lo que había ayudado. Eran sus ángeles de la guarda. Ya se lo habían dicho en más ocasiones pero creyeron que necesitarían escucharlo de nuevo y ese gesto tan bondadoso dejó a Celia, por segunda vez en su vida, sin palabras. La primera vez fue cuando Aurora le regaló la libertad de hacerla sentir como era y con el recuerdo de aquel beso y la sensación de que al final nada había sido en vano, la miró agradecida y se acercó a Caridad y al resto de mujeres tan emocionada que apenas pudo contener las lágrimas de felicidad que le acariciaron el rostro.

Tras la visita, en aquella casa de Arganzuela en la que el amor parecía poder con todo, no se escuchó ni un solo "te lo dije", sólo "te quieros" susurrados que se perdían en el cuello de Aurora, que acariciaban su espalda y que mecían su cuerpo con la felicidad contenida de quien es incapaz de creer en su suerte, en la suerte del amor, en la de la vida y en la de los sueños cumplidos.

Yo contemplaba aquella escena desde la ventana y quise llamar a la puerta para advertirlas que su cielo despejado pronto se cubriría con nubes de tormenta pero, preferí no hacerlo, preferí dejar que siguieran bailando, que cerrasen las cortinas de su habitación y que tras ellas se perdieran en sí mismas porque, los momentos de felicidad plena son sólo eso, momentos y las tormentas, aunque a veces puedan parecer eternas, nunca duran para siempre.

Adriana Marquina

lunes, 21 de marzo de 2016

Incontrolable

Tal y como el director del periódico le había confirmado a Celia por teléfono la tarde anterior, el periódico de aquel día incluía la crónica sobre la vida de Caridad. Cuando bajó a la calle a por él, los vecinos del barrio rodeaban al mozo que los vendía a voz en grito en el medio de la calle. Muchos no sabían leer, pero a pesar de eso querían tener un ejemplar como recuerdo. Los más afortunados tendrían uno propio, el resto, debería compartirlo con el bloque, pero no por ello tendría menos valor. En Arganzuela nunca un periódico había tenido el privilegio de sobrevivir a las llamas de la lumbre, pero aquel lo haría porque el calor que guardaba entre sus páginas traspasaba la piel y calentaba con esperanza el alma sin necesidad de arder dentro de un bidón de metal, de una gloria o de algún amago de chimenea que no eran más que cuatro ladrillos ennegrecidos.




Cuando Celia regresaba a casa con el suyo entre las manos, se cruzó con Caridad y no dudó un solo instante en invitarla a desayunar para leerle lo que había escrito sobre ella. Las palabras con las que la pluma de Celia había descrito a aquella mujer que escuchaba atenta, eran demasiado complicadas para que pudiera comprenderlas sin problema, pero en el cariño de la voz de la escritora supo adivinar que en ellas había tantos halagos hacia su persona como críticas hacia el lugar al que ella consideraba su hogar y, sin embargo, sintió cómo un nudo de emoción le abrazaba la fortaleza. 
Aurora, que no se cansaba de leer, de escuchar y de sentir aquella crónica tras la que no pudo disimular el cariño en su mirada, estuvo de acuerdo con Celia cuando ésta le dijo a Caridad, que humildemente pidió prestado el periódico a la maestra de sus hijos para que éstos pudieran sentirse orgullosos de su madre, que los niños ya sentían eso por la mujer que día a día luchaba por hacer que sus vidas fueran lo más dignas posibles.




Cuando Caridad se fue, Celia bajó con ella. Tenía que ir a la escuela y de camino a ella y al regresar, varias vecinas la pararon para hacerle ver que se sentían identificadas con lo que había escrito sobre Caridad. Como Aurora no estaba cuando llegó a casa, aprovechó el momento para corregir los cuadernos de sus pequeños y aplicados alumnos. En ello estaba cuando la enfermera regresó, pero no volvía con buenas noticias. Un bebé del barrio había fallecido por un simple resfriado y fue un golpe tan duro para Celia escuchar aquello, que decidió que ya era hora de volver a intentar que todas las mujeres de Arganzuela se unieran para ir a protestar ante el ministerio. Necesitaban una casa de socorro y le dieron igual las amenazas, las consecuencias o las habladurías que pudiera generar encabezar una protesta indigna de su apellido.




Las vecinas, todas, estuvieron de acuerdo con la maestra. Había que hacer algo para evitar que algún otro bebé corriera la suerte del pobre pequeño que sin culpa alguna había muerto. La rabia que sentían les animó a unirse a la manifestación que Celia había organizado ante el ministerio. A ella acudiría uno de los fotógrafos del periódico pues no todos los días un grupo de mujeres se atrevía a pedir audiencia con el secretario de gobernación y menos un grupo de mujeres humildes como las vecinas de Arganzuela y creyó conveniente acudir para cubrir la noticia. Aurora, que a pesar de estar emocionada y feliz con lo que Celia acababa de contarle no podía arriesgarse a que por casualidad la fotografiasen manifestándose al lado de la maestra, decidió que quedarse en casa sería lo mejor.
Aquella noche Celia Silva no consiguió dormir. Estaba nerviosa y caminaba por el piso frotándose las manos mientras visualizaba en su cabeza cómo transcurriría la manifestación, mientras soñaba con que el hombre que la había amenazado, el Secretario de Gobernación, fuera capaz de recapacitar y de recibirla junto a Caridad para poner en marcha la construcción de una casa de socorro en la zona pero, a pesar de haber estado así durante horas, no llegó a imaginar lo que ocurriría la mañana siguiente.




Tras esperar a que dieran las siete, Celia despertó a Aurora con un beso tierno en la mejilla y una caricia en la espalda que hizo que la enfermera ronronease como un gatito mientras remoloneaba bajo las mantas. Había estado sentada a su lado durante al menos media hora, observando cómo dormía, cómo en su placido gesto podía adivinarse la tranquilidad de quien ya no tiene nada que temer y tras despedirse y recibir los mejores deseos de su amada, bajó a la calle a esperar a que las vecinas fueran apareciendo para emprender el viaje hasta el centro de Madrid. Durante el camino, Celia que vio como aquellas mujeres que nunca habían salido del barrio iban quedándose rezagadas entre los edificios, decidió explicarles un poco la ciudad. Ellas estaban encantadas, sabían que el centro era lujoso, que nada tenía que ver con su humilde barrio, pero jamás imaginaron el tamaño que tendrían las aldabas de las puertas de los portales, o la cantidad de carruajes de que disponían en aquella zona. No comprendían cómo podía haber fuentes derrochando agua constantemente, cómo los caballos pisaban suelos más cuidados que los que pisaban ellas o porqué algunos de los niños con los que se cruzaron derrochaban sus obleas de pan de ángel en alimentar a las gordas palomas que los seguían como si fueran perros. Sus hijos apenas tenían comida qué llevarse a la boca y, aquéllos que iban tan bien vestidos, tan limpios y que tenían tan buen aspecto e incluso algún que otro juguete, derrochaban la suya en unos animales que tenían campo en el que alimentarse hasta no poder levantar el vuelo. Aquellas mujeres sintieron entonces la injusticia de la que tanto hablaba la señorita que esperaba a la entrada de una de las casas más grandes que habían visto hasta el momento y comprendieron mientras iban entrando en aquel palacio porqué estaban allí y porqué iban a manifestarse.


Anonadadas, rodeadas de tanto lujo que creyeron encontrarse dentro de un sueño a pesar de que ni en el mejor de ellos habrían podido imaginar una casa como aquélla estaban, cuando aparecieron Merceditas y Raimundo alabando el poder de convocatoria de su señorita. A Celia le sorprendió mucho que la noticia de la manifestación hubiera llegado hasta allí antes incluso que ellas mismas, pero pensó que sería positivo, que la repercusión de la historia de Caridad en el periódico haría posible lo imposible y tras presentar a la protagonista, les pidió a ambos que les dieran algo caliente antes de acudir ante el ministerio mientras ella iba a buscar a Francisca que, apoyada en el tronco de uno de los nogales del jardín, miraba hacia la nada tan concentrada que tuvo que ser Celia con un abrazo cariñoso y por la espalda quien la sacase de su ensimismamiento. Estaba helada de frío y aunque se resistió un poco a entrar en casa su añorada compañera de cuarto consiguió convencerla. Elisa se unió a ellas al poco de entrar, llevaba consigo la página del periódico que narraba la historia que había escrito su hermana y aunque los motivos le daban exactamente igual, estaba orgullosa de Celia, si es que Elisa, podía estar orgullosa de alguien más que de sí misma. Diana también apareció de repente, había salido de la fábrica corriendo en cuanto Merceditas llamó para informarle de que su hermana ya había llegado y se abrazó a ella mientras Salvador refunfuñaba por detrás, no sin razón. Entre las tres se pusieron al día rápidamente, la tensión entre el matrimonio podía palparse en el aire, pero Diana le quitó toda la importancia que Elisa le dio a los problemas de Francisca. Si no hubiera sido por ella, que dejó a un lado sus problemas de adolescente enamorada para intentar ayudar a su hermana, Celia no se habría enterado de lo mal que estaba la situación con Luis y aunque le hubiera encantado quedarse charlando con ellas, tuvo que despedirse, faltaba media hora para que la jornada laboral del secretario comenzase y querían estar en la puerta del ministerio antes de que pudieran entrar sin verlas.




Aprovechando que todas las mujeres estaban en la cocina y que la puerta de servicio estaba mejor orientada hacia el ministerio que la principal, Celia bajó a la cocina para anunciar que el momento había llegado. Desde las escaleras, como la líder que Aurora veía en ella, les insufló ánimos con las siguientes palabras:




Amigas, el momento ha llegado, el camino ha sido largo y sé que esta zona de la ciudad hace que os sintáis pequeñas, pero tenéis los corazones mucho más grandes de lo que puede tenerlo cualquiera que habite una de estas casas tan lujosas y con ellos como aval, conseguiremos que ese hombre nos reciba, que nos escuche y que comprenda que lo que hemos venido a pedir no es un antojo sino una necesidad a la que debe darle prioridad absoluta. Estad tranquilas porque todo va a salir bien, porque el amor lo puede todo y esto, lo hacemos por amor. Por el amor a vuestros hijos, a vuestros maridos, a vuestros ancianos y por el amor que deberíais teneros a vosotras mismas y que os han arrebatado tan injustamente.


Emocionadas, con las pancartas en alto y ese corazón que acababa de acariciar la señorita Silva en el puño, salieron de casa en dirección al ministerio pero lo que se encontraron al llegar no fue lo prometido. Allí había muchísima gente, la mayoría eran mozos, porteros, criadas e incluso algún que otro señorito que en un acto de rebeldía había decidido dejar a un lado el estatus para unirse a la causa. Había mucha gente, casi tanta como policía y aunque ninguno de los presentes tenía intención de causar problemas, en cuanto comenzaron a oírse las primeras reivindicaciones ésta comenzó a repartir porrazos y golpes a todo aquel que se cruzaba en su camino. Celia intentó poner paz pero no pudo y en cuanto vio que Caridad y el resto de mujeres que habían ido con ella hasta allí huían despavoridas, decidió que irse con ellas sería lo mejor. Ya que les había fallado, qué menos que acompañarlas de vuelta al barrio.


Aurora esperaba ansiosa la llegada de Celia, pero se sorprendió al verla de vuelta tan temprano y supo nada más acercarse que algo no había ido bien, lo que no alcanzaba a comprender era el qué, ya que la maestra acababa de decirle que había mucha más gente de la esperada y eso, para ella, era en sí mismo motivo de éxito. Cuando consiguió explicarle lo ocurrido, Aurora comprendió porqué esa mujer que había salido de casa dispuesta a comerse el mundo, había vuelto a ella como si hubiera sido el mundo la que se la había comido a ella. Estaba indignada, triste, decepcionada consigo misma y nada de lo que la enfermera decía conseguía consolarle. Sabía que aquellas mujeres que probablemente estuvieran en sus casas maldiciendo el momento en que decidieron abandonar la tranquilidad de las mismas, no volverían a escucharla, que no volverían a confiar en su palabra, sabía que las había fallado, que nada de lo que les habían prometido iba a cumplirse y decidió meterse a la cama, olvidarse del mundo, llorar esa pena con la que cayó rendida y que al día siguiente, nada más abrir el periódico, se convirtió en rabia. En esa rabia que provoca la mentira, esa que te hace apretar la mandíbula, que va recorriéndote el cuerpo como un escalofrío lento y que hace que sientas que el mundo no es más que un nido de hipócritas y mentirosos que venderían a su madre con tal de salvaguardar ese ego que evita que, al mirarse en el espejo, vean en el reflejo la basura de sus almas oscuras perfumadas con alguna loción tan empalagosa como sus sonrisas de diablo angelical. Celia sentía rabia, tanta que casi no pudo seguir leyendo, tanta que Aurora no sabía bien qué decir o qué hacer además de estar a su lado, de escucharla y de negar con la cabeza las falacias que el periodista que firmaba el artículo había inventado, probablemente, por un par de pesetas extras cuya ligereza ni siquiera le atormentaría el sueño.


Enrabietada, con los puños apretados y la cabeza gacha, Celia se dirigió a la escuela. No tenía muy claro cómo mirar a todos aquellos niños a los que había fallado sin ellos saberlo, pero consiguió dejar todo eso en la puerta y fue tan bien la clase, que se olvidó de recogerlo al salir para regresar a casa. Llegaba contenta, deseosa de contarle a Aurora una anécdota muy divertida que le había pasado con uno de los niños, pero al entrar en casa se topó de frente con Rodolfo y la preocupación hizo que se olvidase de ella por completo. Apurada preguntó por su hermana, pero su cuñado no estaba allí por Blanca sino por la propia Celia. Había decidido acercarse hasta el barrio, visitarlo y comprobar por si mismo si las condiciones de vida que describía la escritora en sus crónicas eran de verdad tan lamentables. Rodolfo, que no se sorprendió ante la franqueza de Celia cuando ésta le confirmó que no era su cuñado preferido, les prometió que, en caso de salir elegido en las futuras elecciones, la casa de socorro ansiada, sería un sueño hecho realidad, aunque para ello, la Silva tenía que acudir con él a uno de los mítines que tenía previstos para el día siguiente. Con su presencia, la repercusión del discurso sería mayor y a ambas mujeres les pareció una idea maravillosa.


Rodolfo se fue prometiendo enviar un coche al día siguiente para que su cuñada no tuviera que andar perdiendo el tiempo entre caminatas y sonriente se fue de allí con una de esas sonrisas que Celia odiaba y que sin embargo él sabía perfectamente cuándo y dónde dejar salir.


Celia y Aurora se quedaron entusiasmadas, se abrazaron entre saltos de alegría y, la enfermera, con las manos de Celia en las suyas y los ojos clavados en el brillo de los de ella, le dijo que ahí estaba el milagro que esperaban, que se convenciera de una vez que su lucha sí que había servido para algo, que estaba tan orgullosa de ella que no sabía bien cómo gestionar tanta emoción y que tenía unas ganas tremendas de volver a disfrutar del positivismo que había activado esa sonrisa de la que cada día se enamoraba un poco más. Aurora quiso continuar hablando, pero Celia le rodeó melosa la cintura y la besó una y otra vez hasta que llegaron a la habitación. La inercia de sus cuerpos las tumbó sobre la cama. Una cama que pareció alegrarse de que la normalidad hubiera vuelto a ella, que añoraba el amor que esas dos mujeres eran capaces de profesarse, que había olvidado el tacto de sus cuerpos desnudos y que decidió recibirlos con la tela de las sábanas caliente. Era la hora de comer, pero Celia y Aurora no tenían hambre de comida, tenían hambre de ellas mismas, de sus bocas, de sus cuellos, de sus pechos erizados, de sus miradas rendidas y de sus gemidos. Tenían hambre de amor, de tranquilidad, de tener la casa para ellas solas y una buena noticia que celebrar. Tenían hambre de vida y en la vida que día a día seguía creciendo en el interior de Aurora se detuvo Celia en el recorrido obligado de su piel.
--Vas a tener una buena vida. Te lo prometo.
Y con esa promesa enloqueció a Aurora que observaba la escena recostada sobre la almohada, porque, Celia no podría ser nunca su madre y sin embargo nunca dejaría de serlo.
--¿Por qué sonríes así? --preguntó Celia al levantar de nuevo la cabeza con intención de seguir bajando.
--Porque te quiero --susurró Aurora.


En un acto de maldad propio del amor más puro, guió su mano hasta los labios de Aurora y evitó que siguiera hablando besándola como si fuera la primera vez que lo hacía. Perdida en ella, dentro de ella, dejó que pasara la hora de comer, que desapareciera el mundo, que la enfermera también utilizase sus manos para provocar a unos labios que le regalaron con pasión el sudor del cuerpo entero. Juntas se dejaron ir sin moverse de aquella cama que sonreía ante aquel amor que muy pocos parecían comprender y que para ella era la mejor recompensa a su aburrido trabajo.
Pasaron el resto de la tarde bajo aquellas sábanas y cuando la noche se echó sobre Arganzuela, salieron de ellas para cenar algo rápido y volver antes de que perdieran su calor. Ambas mujeres habían comenzado a comprender que los buenos momentos en aquel lugar duraban poco y tenían que aprovechar aquel porque los sueños bonitos se desvanecen si en mitad de la noche te despiertas y tardas mucho en regresar a ellos y ellas necesitaban ese sueño, necesitaban el tacto de esa piel suave que sólo aparece cuando el amor se hace con amor, cuando la caricia del después es pura y la sonrisa sincera, cuando la mirada está desnuda y el corazón abrigado. Necesitaban regresar a su calor y dejar que las asfixiase y morir en él si es que él lo consideraba necesario o vivir en él si éste decidiera parar el tiempo. Y es que el calor del amor a veces es incontrolable, tanto que no importa si te mata o te revive porque ¿qué le importa al volcán a dónde va su lava si es ella quién le hace ser quien es?






Adriana Marquina

domingo, 20 de marzo de 2016

Impresiones de La Distancia

Esta tarde, en el trayecto que une Madrid con Burgos, en esos doscientos cuarenta kilómetros que separan la capital de mi casa o mi casa de la capital porque, para volver de alguna parte primero has de haber ido, no podía dejar de pensar en la distancia. Pero no hablo de la distancia en sí misma, esa que todos conocemos, sino que hablo de la distancia de rescate, una distancia en la que hasta anoche no me había parado a pensar, una distancia que, sobre el campo de hierba recién cortado, me presentó a Amanda, a Carla, a Nina y a David, los cuatro protagonistas de la maravillosa obra que Pablo Messiez ha dirigido, dirige y dirigirá, porque estoy segura de que viajará ahí donde se proponga, con un gusto tan exquisito que aún ahora, veinticuatro horas después de haberme sentado a verla, sigue endulzándome amargamente el paladar.

Cuando atravesé las puertas del teatro Galileo y vi la cantidad de gente que hacía cola para entrar a buscar la butaca que le correspondía, no sabía qué era lo que iba a encontrar dentro de la sala, ni tan siquiera encima del escenario. Nunca había oído hablar de La Distancia y mucho menos de su autora Samanta Schweblin, pero sí sabía que Luz Valdenebro y Estefanía de los Santos participaban en la versión escénica de su obra y por nada del mundo quisiera habérmelo perdido.

Siete y veinte de la tarde. Entregamos las entradas y accedemos a la sala. En ella, un campo verde sobre el que veo a cuatro personas que están sin estar, que se mueven de un lado hacia otro, que se arrodillan, se sientan, se detienen, que te miran pero que no te ven, a las que miras sabiendo quién son y a las que, sin embargo, no reconoces porque ya no son ellos. El asiento de un coche, una bolsa de playa, una silla de ruedas y una mesa con sus sillas esperando, como yo, a que las luces se apagasen. Y os preguntaréis ¿Qué pasó cuando se apagaron? ¿Y cuándo volvieron a encenderse? ¿Cuándo esos cuatro desconocidos se presentaron? Eso, deberíais descubrirlo vosotros mismos porque la única respuesta que yo puedo daros, es la que le he encontrado a una pregunta que me lleva rondando desde anoche y que ha aparecido mirando a través de la ventanilla de mi coche mientras le preguntaba al cielo si mi padre seguirá guardando, desde su nube, su distancia de rescate para conmigo; ¿Por qué no me levanté de mi asiento para aplaudir cuando terminó la función? Pues no me levanté por la sencilla razón de que no pude. No pude porque en los cinco minutos que dura la obra (cuando vayáis a verla entenderéis porqué digo esto), sentí cómo ese hilo que de repente se rompe me golpeaba el vientre, cómo le daba sentido y le quitaba peso a la vez, al sentimiento de culpa que me atormentaba desde que mi madre me llamó aquella mañana para decirme entre lágrimas y gritos que a mi padre... bueno, ese que me atormentaba desde que su cuerpo se fue y es que, un cuerpo no puede vivir sin alma, igual que dos almas no pueden vivir en el mismo cuerpo, me dejaba pegada a mi asiento. Sentí en mis puños apretados, en mis manos temblorosas, en los picores nerviosos que Nina y David me trasmitían, que atacaban a Amanda y que le devolvían la cordura a la locura de Carla, que llega un momento en el que se pierde el control sobre esa distancia de rescate y que, si queremos vivir, tenemos que asumir el riesgo porque, ni aún con ella controlada, podemos a veces evitar el desastre. Y aquella mañana, yo que estaba lejos no hubiera podido evitarlo, igual que no pudo evitarlo mi madre que leía a su lado. Aquella mañana, no podría haberlo evitado nadie, porque al igual que en La Distancia el peligro era invisible y nada se puede hacer contra algo que no puedes ver. Por eso no me levanté, porque no pude, porque sin hacerlo no podía parar de temblar y porque sin verme, no podía dejar de preguntarme quién me mira cuando me miro al espejo. Y en el retrovisor de mi Meriva, me he visto comprendiendo cosas que no comprendía, llorando alguna de esas lágrimas que todavía conforman el nudo que a veces me deja sin voz y pensando en qué escribir de una obra que a medida que pasaba pensaba que no iba conmigo y que, sin embargo, me llevó con ella hasta una parte de mí que ni yo misma conocía. Y por eso, sólo por eso, no voy a contaros nada habiéndolo contado todo, porque la distancia es de cada uno y no sería justo que me llevase la parte que os corresponde cuando esa parte se esconde en el maravilloso trabajo de María Morales, de Luz Valdenebro, de Estefanía de los Santos y de Fernando Delgado, cuando esa parte puede entregárosla de su mano Pablo Messiez, cuando esa parte, tiene una fecha de caducidad tan cercana, que os quedaréis sin conocerla si no controláis bien vuestra propia distancia de rescate.

Ahora, ya sin llorar, sólo puedo daros las gracias por el maravilloso trabajo que lleváis a cabo, por dejar que os lo agradeciera en persona, por compartir un cigarro conmigo, un abrazo y alguna carcajada que hizo que el resto de la noche pudiera recuperar el aliento que me robasteis mientras controlaba las ganas de descalzarme para bajar a preguntarle a David ¡Qué coño era lo importante!

Adriana Marquina

martes, 15 de marzo de 2016

El más lujoso de los palacios

El director del periódico se puso en contacto con Celia a primera hora de la mañana. El artículo que la maestra había escrito sobre la vida de Caridad le había gustado, pero no creía que fuera algo que mereciera la pena publicar. Era una historia de tantas, una paja más en el pajar de la desgracia y la repercusión que podría tener iba a ser casi nula. La gente adinerada de Madrid no se detendría a leerlo, a ellos les daba igual que el marido de Caridad hubiera muerto por no tener un médico en el barrio, a ellos, mientras tuvieran a tiempo sus mandados, mientras la leña les llegase antes del duro invierno o las verduras fueran frescas, todo les daba igual. La historia de aquella mujer era nada y como tal quedaría.
Celia estaba decepcionada, confiaba en que lo publicasen, en que aquella voz que se dejaba la piel día a día tuviera cabida entre las páginas de aquel periódico que cada mañana descansaba sobre las bandejas de plata en la que se servían los desayunos. Confiaba en que entre sorbo y sorbo de café recién hecho o de zumo bien exprimido, alguien se escandalizase leyendo cómo aquella mujer había tenido que enterrar a dos de sus hijos, a su marido, su esperanza, su ilusión y su propia vida entre la miseria de aquel barrio que se había resignado a ser el nido de ratas de aquella ciudad que alardeaba de grandeza.
Aurora no daba crédito ¿Cómo era posible que a nadie le interesase aquella historia? Entonces cayó en la cuenta de que tal vez ese era el problema, que la historia de Caridad era solo eso, una historia y le propuso a Celia que contase la de todas, la de cada una de las madres de Arganzuela que día a día veían morir a sus hijos, a sus maridos e incluso a sus propias amigas a causa de enfermedades que podían curarse con una simple medicina o de heridas que dejarían de infectarse si un médico las tratase a tiempo. A Celia le pareció una buena idea, pero no podría estar presente para intentar convencer a Caridad de que hablase con el resto de mujeres, tenía que ir a clase, la educación era lo que le daría a ese barrio el futuro ansiado, pero Aurora se ofreció a intentarlo por sí misma, sabía que no sería sencillo, pero la energía que sentía, las ganas que tenía de mejorar el mundo, de luchar por él, la empujaban hacia aquella idea sin miedo alguno.
Caridad comprendía lo que querían hacer las únicas personas que habían hecho algo más que cuidar de sus hijos por ella, comprendía la necesidad de que hubiera una casa de socorro en Arganzuela e incluso comprendió que al periódico no le interesase su vida, pero no estaba segura de que el resto de mujeres fueran a acceder a contar sus historias. Eran mujeres pobres, pero eso no impedía que tuvieran dignidad y contarle sus penurias a Celia para que ésta se las contase a todo Madrid, le pareció algo imposible de conseguir.
Para sorpresa de Aurora, que tras hablar con Caridad había casi perdido la esperanza de conseguir que se unieran a la lucha, todas las vecinas de la corrala y alguna que otra de las corralas aledañas, se presentaron poco antes de la hora de comer en su casa. Ninguna había puesto pega alguna a contar su historia, al contrario, estaban agradecidas de que alguien quisiera hacer algo por ellas y estaban más que dispuestas a colaborar y a luchar porque el futuro de aquel barrio que parecía haberse borrado de los mapas de los grandes despachos, volviera a aparecer en ellos.
Cuando Celia regresó a casa de la escuela y vio en casa a todas las mujeres, olvidó todo el cansancio acumulado que llevaba en un instante. Ayudó a Aurora a terminar de repartir los platos del arroz que había preparado y después se sentó en su butaca para ir apuntando todo cuanto, una a una, le fueron contando.
La historia de Caridad era muy triste, pero sin duda no era la más triste de todas, ni la más dura tampoco. Celia escribía con el corazón en la mano y contenía como podía las lágrimas que, el reflejo de aquellas almas desoladas frente a ella, provocaban a la suya. Encogida y resignada la sentía mientras que la fuerza de su pluma se afanaba por conseguir darle a cada una el lugar que merecía tener, que su valentía se había ganado.
No fue sencillo, estuvo muchas horas escuchando penurias, consolando a las portadoras de las mismas, poniéndose en su piel para comprender mejor qué era lo que ocurría realmente en las casas de aquellas mujeres cuyo único pecado había sido nacer pobres. Pero, cuando terminó de escribir, cuando terminó de leerle a Aurora aquel artículo que era mucho más que eso, que era la desesperanza pura mecida por la esperanza más humilde, comprendió por la cara de la enfermera, que había dado en el clavo, que de nuevo su pluma había conseguido alzar el vuelo, un vuelo al que según ella le faltaba altura y que, sin embargo, a ojos de la mujer que tenía delante y que la miraba, si es que eso era posible, un poco más enamorada, estaba, sencillamente, perfecto.
La noche se había echado sobre la ciudad hacía ya horas cuando ambas decidieron que ya era momento de acostarse, si por Aurora hubiera sido se hubieran ido a la cama nada más terminar de cenar, pero Celia necesitaba dejar la mente en blanco antes de hacerlo, necesitaba leer algo que no hubiera escrito ella, hablar de los niños, de sus hermanas, de lo que fuera con tal de dejar de darle vueltas a las palabras que había dejado dentro de la carpeta que descansaba sobre la mesita de café y que parecían reclamar su presencia constantemente. Aurora no comprendía bien porqué siempre tenía que encontrarle pegas a sus escritos, porqué a pesar de sentir que estaban perfectos siempre creía que podía mejorarlos, pero ella también se obsesionaba con sus pacientes cuando los tenía y cuando Celia fue a coger la carpeta para echarle un último vistazo, posó su mano sobre ella, cogió las de la maestra y se levantó guiándola hasta la cama que, aquella noche sí, era para ellas.
En camisón, con la luna cuidando de que nadie ni nada se interpusiera entre sus cuerpos, se acostaron entre las sábanas, se acurrucaron la una en la otra y dejaron que la fortaleza de su corazón guiase sus manos, en apariencia frágiles, por los rincones de la piel ajena. Aquel barrio era pobre y las casas humildes, pero al amor no le importa la calidad de las sábanas, ni si la lámpara que ilumina el lecho es de cristal, al amor, lo único que le importa es que el alma sea sincera, que sea pura, que no sienta miedo y las almas de aquellas dos mujeres que en silencio comenzaron a amarse, eran tan sinceras, tan puras y tan valientes que, mientras hacían el amor, la sencillez de aquella habitación, se trasformó en el más lujoso de los palacios.


Adriana Marquina

domingo, 13 de marzo de 2016

Parecía algo sencillo

Cuando Adela llamó para darles la noticia de que Lorenza ya había aparecido y que estaba bien a pesar de haber pasado la noche a la intemperie, Aurora le propuso a Celia que intentase descansar un rato. Celia estaba agotada y a pesar de ello, parecía dispuesta a aceptar la compañía que la enfermera le propuso de manera insinuante. Hacia semanas que no estaban a solas, que no habían tenido ni un segundo para su propia intimidad. Ayudar a Lorenza había sido muy gratificante para ambas, pero añoraban tener su cama para ellas solas y su cama las añoraba a ellas del mismo modo.
Sonrientes, con esa mirada que anuncia que la piel, el alma y el cuerpo necesitan la piel, el alma y el cuerpo de la persona amada, se disponían a ir hacia la habitación cuando llamaron a la puerta con impaciencia. Era Caridad, su vecina, estaba muy nerviosa, su marido se había desplomado en medio de la calle y no sabía a quien recurrir. Sabía que Aurora era enfermera, los niños se lo habían contado y recurrir a ella fue la única esperanza que encontró en el caos de los peores presagios. Su marido no reaccionaba, los temblores que agitaban su cuerpo cada vez eran más fuertes y ante aquella descripción, ni Aurora, ni Celia que salió corriendo tras ellas, dudaron en acudir en su ayuda.
Cuando llegaron al lugar, unas cuantas vecinas rodeaban a Eugenio y Aurora tuvo que abrirse paso entre ellas para poder atenderlo y viendo la gravedad decidieron trasladarlo. Caridad vivía demasiado lejos como para ir cargando con él hasta su casa y tampoco quería que sus hijos vieran a su padre en aquel estado, por lo que la mejor opción fue subirlo al piso de la maestra. Entraron y lo tumbaron en la cama y aunque ésta no esperaba que el cuerpo de un hombre descansase sobre ella, se prestó y se amoldó a él intentando que estuviera lo más cómodo posible.
Mientras Aurora intentaba estabilizarlo, Celia corrió al teléfono para llamar al médico pero nadie respondió a su llamada y en la habitación precisaban de su ayuda para contener las convulsiones que atacaban de nuevo a aquel pobre hombre y que dispararon la ansiedad, la angustia y la impotencia de la enfermera que no sabía bien que más podía hacer para tratar lo que ella creía era epilepsia y que, sin embargo, resultó ser una apoplejía.
Cristóbal Loygorri, había accedido sin pega alguna a acercarse hasta Arganzuela para ayudar a su cuñada, pero por desgracia, ese fue el diagnóstico que dió tras examinar al paciente y escuchar el detallado informe de Aurora. Eugenio había sufrido una apoplejía cerebral y su esperanza de vida era mínima, casi nula. Apenas le quedaban unas horas de vida y Cristóbal creyó oportuno que avisasen a su mujer para que se despidiera de él como merecía, como merecían ambos.
Cuando Caridad llegó, Celia y Aurora tuvieron que darle la mala noticia, ninguna de las dos sabía bien como hacerlo, pero fueron tan cautelosas y mostraron tanto cariño hacia aquella mujer a la que se le vino el mundo encima en un instante, que su agradecimiento por toda la ayuda prestada a punto estuvo de hacer saltar las lágrimas de ambas. Unas lágrimas que tuvieron que contener al escuchar como Caridad se despedia de un Eugenio que agonizaba y que falleció tras sentir el amor que viajaba en la rabia de las palabras que nacían desde el dolor más profundo del corazón de aquella humilde mujer.
Eran pobres y solo por ello no parecían tener derecho a nada, ni tan siquiera a un médico, pero Aurora no estaba dispuesta a que aquello siguiera siendo así. Lo pensó tras la cortina, mientras consolaba a Celia que parecía estar reviviendo el momento en que ella tuvo que despedirse de su padre y se lo hizo saber cuando vió a todas las amigas de Caridad resignadas ante lo ocurrido. Tenían que hacer algo que mejorase las condiciones de vida de la gente del barrio, algo que le hiciera comprender a los que pensaban que en aquel lugar solo vivían delincuentes que estaban equivocados, tenían que hacerlo por ellos y por ellas también, Aurora estaba embarazada y si en el momento del parto el médico tampoco se encontrase en la zona, podría poner en riesgo su vida y la de su hijo. Celia estaba de acuerdo con ella, volver a ver a la Aurora de la que se había enamorado, la luchadora, la sufragista, a esa mujer que le había salvado la vida y que ahora le daba sentido, había vuelto a despertar en ella las ganas de intentar cambiar y mejorar el mundo porque, a su lado, todo parecía posible. Pero Caridad no estaba segura de que lo que la enfermera proponía fuese a funcionar y aunque sus palabras eran convincentes y los motivos por los que les invitaba a la lucha más que necesarios, la resignación con la que llevaban años viviendo impidió que se unieran a ella.
La moral de Aurora estaba tocada, comprendía la negativa de aquellas mujeres, entendía que no pudieran permitirse perder un día de trabajo, que no quisieran arriesgarse a que la policía las detuviera o peor, a que las pegase una paliza por protestar, pero no iba a cesar en su empeño y se le ocurrió una idea con la que poder reivindicar las necesidades del barrio sin que nadie tuviera que arriesgar nada.
Parecía algo sencillo, hablarían con Caridad y Celia escribiría su historia, la enviarían al periódico para que la publicasen y de ese modo conseguir que todo Madrid se enterase de las penurias a las que estaban sometidos los habitantes de los barrios más humildes y así lo hicieron. Llamaron a su vecina y le contaron lo que pretendían hacer, a ella le pareció buena idea y aunque no comprendía a quien podría interesarle su vida, les abrió el corazón igual que ellas le habían abierto las puertas de su casa. La vida de Caridad era sobrecogedora, la muerte de su marido no había sido el único golpe que había recibido, tampoco el peor. Celia y Aurora la escuchaban atentas, admirando la fortaleza de una mujer en apariencia débil que estaba a punto de demostrarles que en realidad era lo suficientemente fuerte como para seguir viviendo después de haber enterrado a su marido y a dos de sus hijos que, al igual que había pasado con Eugenio, habían muerto esperando a un médico que no llegó a tiempo de salvarlos.

Adriana Marquina

miércoles, 9 de marzo de 2016

¿Habéis pedido un deseo?

Tras la llamada de Adela, Celia y Aurora se quedaron preocupadas, tanto que ninguna de las dos conseguía conciliar el sueño. Celia intentaba leer en el salón mientras que Aurora preparaba la masa para una nueva hornada de galletas. Cada una intentaba no ponerse en lo peor a su manera y aunque confiaban en que Lorenza estuviera sana y salva y en que consiguiera llegar a casa de Adela de nuevo, no podían disimular los nervios.
Cuando me acerqué hasta Arganzuela, mi intención, dado que hacía mucho tiempo que no tenían una noche para ellas solas, era colarme en su sueño, prepararles una cena deliciosa en una mesa decorada al detalle y celebrar con ellas y la botella de champán que llevaba en la mano, el día de la mujer trabajadora. Para hacerlo tendría que explicarles algunas cosas más, algunos de los avances que la lucha de cientos de mujeres como ellas han ido consiguiendo con el paso del tiempo, pero las vi tan alicaídas que pensé que era mejor llevarlas a dar un paseo.
No fue fácil convencerlas, esperaban que Adela llamase diciendo que todo estaba bien y que Lorenza ya había regresado, que estaba asustada y helada de frío pero que al fin podían dormir tranquilas, pero al final accedieron. Aurora, porque nunca había paseado de noche por la ciudad y mi promesa de que no nos encontraríamos con ningún malhechor que pudiera hacernos daño pareció animarla a ello, Celia, porque quería disfrutar junto a Aurora de eso que les estaba ofreciendo y que nunca antes nadie les había propuesto.
Cogieron sus abrigos, se aseguraron de haber apagado todas las luces de casa exceptuando la de la mesita del salón porque les daba miedo que alguien pensase que al estar la casa vacía podría robar impunemente y salieron tras de mí agarradas del brazo como si la mismísima parca les estuviera rondando. Eran las diez de la noche y verlas tan asustadas provocó un ataque de risa en mí que no comprendieron bien pero al que sin embargo se unieron de puro nerviosismo.
--¿Dónde vamos? --preguntó Aurora al doblar la primera esquina y ver que la escasa luz de la calle principal se alejaba de nosotras.
--Voy a llevaros a un... a un sitio que confío os va a encantar.
--¿No nos vas a decir dónde? --replicó Celia que intentaba mantener la compostura.
--No me creeríais.
Mi respuesta hizo que se mirasen con desconcierto, pero ninguna de las dos se movió de mi lado y a medida que íbamos caminando y que comprobaron por ellas mismas que, como les había prometido, podían caminar tranquilas y seguras, fui viendo como sus cuerpos, sus gestos y sus miradas se relajaban.
El cielo de Madrid por aquella zona de la ciudad en la que ninguna luz artificial podía eclipsarlo, era espectacular y cuando ambas se dieron cuenta de ello, rogaron que nos detuviéramos un par de minutos para admirarlo. Como no podía ser de otro modo accedí a ello y me apoyé junto a ellas en la fachada de lo que parecía un establo a contemplar las estrellas de ese cielo de 1914 que seguía siendo el cielo de los cuadros, de los cuentos, de los sueños. El de las historias de amor que son para siempre. Las vi tan concentradas en los luceros que tuve que hacer que uno cayera para que volvieran a la tierra de la que estaban intentado huir.
--¡Qué bonitas son las estrellas fugaces! --dijo Celia sonriendo mientras buscaba la mirada cómplice de Aurora.
--Casi tanto como tú Meine Liebe --susurró la enfermera intentando que no la escuchase.
--¿Habéis pedido un deseo? -- ambas asintieron --Bien, pues vamos a cumplir uno de ellos.


Girando la esquina entramos en un callejón que de estrecho que era parecía más una cueva. Los tejados de madera que se sobreponían entre sí sobre él, le permitían mantener el suelo seco en los días de lluvia y las paredes frías en los días que hacía mucho calor. Era un callejón que muy poca gente conocía y en el que ninguna mujer de aquel entonces que estuviera en su sano juicio hubiera entrado jamás, pero ni yo soy una mujer de entonces, ni ellas habían conseguido recuperar toda la cordura que les roba mi locura así que me siguieron sin poner una sola pega.
Al final de aquel callejón que apenas tendría cinco o seis metros de largo, había una puerta de madera que parecía haberse equivocado de barrio. Su brillo y elegancia le hubieran permitido estar en alguna de las mejores casas de la Castellana o de Chamberí y sin embargo allí estaba, esperando a que alguien golpease la aldaba dorada que le engalanaba la fachada.
--¿Vas a llamar? --preguntó Celia que no dejaba de mirar hacía atrás como queriendo asegurarse de que nadie nos cerrase el paso.
--¿Yo? --respondí señalándome con mi propio índice --Yo ya sé lo que hay ahí adentro así que, si queréis descubrirlo, debéis llamar vosotras.
--¿A la vez? --preguntó Aurora que parecía más que dispuesta.
--Aldaba hay de sobra --respondí guiñándoles un ojo bajo la tenue luz del candil que colgaba sobre la puerta.
Se miraron, sonrieron y pusieron sus manos sobre el enorme espejo de venus que era la aldaba para golpear con ella la puerta un par de veces. Una voz al otro lado preguntó quien llamaba, la contraseña para entrar era "ejército" aunque dependiendo de lo que se celebrase también te abrían la puerta con "rebaño". Aquel día, sin duda, la segunda opción era la más apropiada. Una mujer de pelo corto, casi blanco, abrió la puerta y las invitó a entrar.
--¿Cómo no me dijiste que las traerías aquí?
--Bueno, a veces tú también necesitas que te hagan algún regalo ¿no?
Aquella mujer, a la que todas conocíamos como la "Lanas" porque sus abrazos abrigaban tanto como los mejores jerséis de Cachemir, cogió los abrigos de ambas y los guardó en un armario que tenía en la entrada.
--Aquí los armarios solo los utilizamos para guardar la ropa --dijo guiñando un ojo mientras cerraba las puertas de aquel.
--Es una expresión que utilizamos en nuestra época --tuve que aclarar ante las miradas atónitas de Celia y Aurora que parecían no entender nada--, cuando una mujer que ama a otras mujeres, como vosotras, que ahora descubriréis que somos unas cuantas, no se atreve a decirlo, el motivo es lo de menos, decimos que está metida en el armario.
--¿Ella también ama a otras mujeres? --preguntó Celia anonadada mientras seguíamos a Lanas por un pasillo.
--¿Ella? No, ella no, ella solo ama a una, a la suya, su mujer.
--¿Su mujer?
--Sí Aurora, sí, su mujer. Por eso os insisto tanto en que toda vuestra lucha tiene una importancia tremenda, porque nosotras, dentro de cien años, podemos estar casadas.
El orgullo que se apoderó de sus rostros en aquel momento fue indescriptible, sus caras brillaban y cuando pensaba que no podía haber sonrisas en el mundo que describieran mejor la felicidad, sus caras se iluminaron todavía más cuando, al atravesar la cortina que dejaba atrás el pasillo, se toparon con un barracón que, con mucho esfuerzo y cariño, las mujeres que esperaban dentro habían convertido casi en un hogar.
--¿Qué lugar es este? --preguntaron al unísono mientras el silencio acallaba los murmullos que se habían apoderado del ambiente, nunca mejor dicho, del local.
--Aquí es donde venimos las mujeres que amamos a otras mujeres a pasar las tardes. Al principio éramos dos locas, pero poco a poco fuimos descubriendo que de locas está el mundo lleno y día a día y paso a paso, hemos construido este lugar.
--¿Y qué hacéis aquí? --preguntó Celia mientras miraba de un lado a otro sin poder dejar de sonreír--Me recuerda a las reuniones que organizábamos Dumas y yo, solo que con mucha más gente.
--Pues hablamos, hablamos mucho y de muchas cosas además.
--Son...¿Tertulias?
--Algo así, sí. La verdad es que aquí donde las ves, cada una de estas mujeres tiene algo que ofrecer.  Es divertido preguntar y obtener respuesta inmediata, o estar algo decaída y que te digan algo que te alegre. Lo cierto es que en eso, somos unas expertas.
--Bueno, con nosotras acabas de hacerlo.
--Sí, pero si soy sincera, en realidad lo he hecho por ellas.
--¿Qué queréis tomar chicas? --preguntó Lanas desde detrás de unas cajas apiladas que hacían las veces de barra --Aprovechad estos cinco minutos de margen que os están dando porque en cuanto que reaccionen vuestra paz, va a verse seriamente perjudicada.
--¡No me las asustes anda! No la hagáis caso, son inofensivas. Es solo que si ellas están aquí hoy es gracias a vosotras y os están tan agradecidas que probablemente se amontonen un poco, pero no se lo tengáis muy en cuenta.
--No creo que sea para tanto --respondió Aurora con esa cara con la que miramos a alguien cuando lo que dice nos parece una exageración.
--¡Claro que no! Aquí todas tenemos nuestra historia, solo que sin la vuestra muchas no habrían podido superar la suya o comenzarla. Mirad, aquel grupo de niñas de allí, es un grupo maravilloso aunque, ahora que me fijo, algunas no son tan niñas pero a lo que voy; Todas ellas, todas, se planteaban que era lo que les estaba pasando, que era eso que sentían, eso que les atormentaba en las noches al mismo tiempo que les hacía soñar y que las tenía todo el día con la cabeza en otro lugar sin ni siquiera saber donde. Un día, así como por casualidad, se toparon con vosotras, probablemente primero contigo Celia, aunque ahora ninguna os conciba separadas. Ese encuentro, las trajo hasta aquí, con sus carreras de fisioterapia, con sus plumas recién salidas, con sus exámenes y sus dudas, con todo aquello que les impedía ser y que sin embargo ahora les da esa fuerza con la que la juventud lo empuja todo, incluso a nosotras que podemos parecer inamovibles pero que no lo somos. Aquel otro grupo que veis a la derecha, ya había superado todo eso, todas sabían perfectamente quienes eran, lo que eran y porqué lo eran y sin embargo, vivían, como os he explicado antes, dentro de un armario de dos puertas en el que ahora, una de ellas deja entrar la luz de libertad que a oscuras parecía inalcanzable. Algunas, como aquella muchacha que veis allí, lo dejó todo atrás para empezar a vivir y ha sido tal su valentía, que donde antes pedía ayuda, ahora la ofrece. Otras intentan tirar la puerta que queda a patadas, aunque pronto se darán cuenta que cuanto más fuerte golpean, más difícil es de abrir. Es un grupo muy divertido que respira el aire de la esperanza del "todo es posible" y que al final se ha dado cuenta de que si se unen entre sí, nunca más volverán a sentirse solas. Allí tenéis a las que ya superaron las preocupaciones del primer grupo y arrancaron las puertas de sus armarios. Son las que tienden la mano, las que si estás triste te animan, las que siempre tienen el mensaje oportuno en el momento oportuno y te hacen dudar si son capaces de leerte la mente aunque la mente este separada por cientos o incluso miles de kilómetros.
--No entiendo esta última parte --dijo Celia mirándome con extrañeza.
--Ni yo, pero puedo asegurarte que es de las cosas más gratificantes que te pueden ocurrir.
--¿Y aquellas de allí? --preguntó Aurora señalando a un grupo de lo más variopinto.
--Aquellas son las tremendistas y las que las rodean son las optimistas. Como en todas partes siempre tiene que haber un roto para un descosido, pero  son capaces de amoldarse a cualquiera de los otros grupos si la ocasión o la diversión lo requiere. A veces son las que ponen la cordura que despistada decide abandonar al resto.
-- ¿Y en que grupo estáis vosotras? --preguntó Celia adelantándose a Aurora que sonrió evidenciando que habían pensado lo mismo que ella.
Lanas y yo nos miramos y sin dudarlo y al unísono respondimos.
--En ninguno y en todos a la vez.
--Mirad, yo vengo a eso de las cinco y veinte y abro la puerta. Si esta marmota que tenéis al lado se ha despertado a tiempo, abre conmigo, pero por norma general tengo que ser yo quien la despierte, por mucho que la fastidie reconocerlo. Abrimos y esperamos a que venga quien quiera, así de sencillo. Por supuesto vosotras estáis más que invitadas a venir cuando queráis.
--Y aquí... ¿son libres de hacer lo que les plazca?
--Aquí, pueden ser, quien necesiten ser.

FELIZ DÍA DE LA MUJER A TODAS

Adriana Marquina