jueves, 23 de junio de 2016

Aurora no estaba allí

A pesar de que haber asistido al entierro de la última víctima del asesino del Talión había dejado a Celia sin ganas de absolutamente nada, pasar la noche hablando con su hermana Francisca le devolvió las ganas de ser ella misma y alivió el peso de la culpabilidad que la familia de la joven le había hecho sentir.

Cuando regresó a Arganzuela, Velasco, que necesitaba hablar con ella, la esperaba dentro de casa y aunque verle allí la sorprendió en un principio, escucharle hablar del mal trago que suponía para él acudir a la fiesta por el cumpleaños de su padre sin compañía hizo que se le ablandase el corazón. Sin pensarlo dos veces, pidió unos minutos y entró a cambiarse para hacer por el inspector lo mismo que Fermín hizo por ella en su momento, sería su acompañante, su tapadera, esa amiga a la que recurrir cuando la sociedad exige una novia.

No fue obligada, pero tampoco iba dispuesta a disfrutar de la velada. Su amigo le había hablado de la dureza del comisario, de lo que le gustaba humillar en público a ese hijo del que no se sentía orgulloso, de lo que disfrutaba reprochándole que haberle entregado el caso más importante de los últimos años había sido un error. No iba dispuesta a disfrutar pero lo hizo. Lo hizo, porque el comisario al ver a su hijo tan bien acompañado, sintió por primera vez que tal vez no estuviera todo perdido y decidió dejar los reproches para otra ocasión. Lo hizo, porque la madre de Velasco se centró en tratarla como a una hija, en cuidarla, en alabar su belleza, su saber estar y su educación. Lo hizo por eso y porque el champán que se sirvió durante el brindis, era tan delicioso que no pudo evitar repetir.

Cuando la fiesta terminó, como no podía ser de otra manera, Velasco se ofreció a acompañar a Celia de vuelta a casa y la maestra, evidentemente, fue incapaz de rechazar aquel ofrecimiento. Ambos sonrieron durante todo el trayecto repasando los mejores momentos de la celebración y no sin esfuerzo, Celia consiguió hacer que el inspector comprendiera que la gente ve lo que quiere ver y que no es del todo difícil ser otro mientras se tenga claro quien se es de verdad.

Él la miraba embelesado, se había puesto muy elegante para la ocasión y la sonrisa que le iluminaba el rostro hacia imposible mirarla sin quererla. Sus palabras, su fuerza, su orgullo y su convicción hicieron que Velasco sintiera en su interior que Celia podría ser, de verdad, la compañera de viaje que durante tanto tiempo había estado esperando y, a pesar de que sabía perfectamente que nunca podría sentir nada por una mujer por muy perfecta que ésta fuera, no pudo evitar dejar entrever sus dudas, no pudo evitar declararle lo que estaba pensando, no pudo evitar acercarse y besar sus labios con la esperanza de que al hacerlo algo en su interior le dijera que, en realidad, estaba equivocado.

Celia vio venir al inspector, no era la primera vez que un hombre la miraba anunciando un beso, no era la primera vez que se enfrentaba a unos labios que no deseaba besar pero, en aquella ocasión, necesitaba besar unos labios creyendo que besaba los labios de Aurora y se dejó llevar con la esperanza de sentirla pero no lo consiguió. Aquellos besos no eran como los de ella, su ternura, su suavidad, su sabor... aquel beso no se le pareció en nada y a pesar de que sentía por Velasco un cariño especial, y a pesar de que sabía que todo podría ser mucho más sencillo al lado de aquel hombre que también buscaba la sencillez, ambos sintieron al momento que aquella locura jamás los haría felices.

Cuando Velasco se fue Celia aun sonreía, no por el beso, que no significó nada porque ninguno de los dos sintió nada, si no porque sentía que todo lo que Aurora le había enseñado estaba sirviendo para que ella misma pudiera ayudar a aquel hombre que, de perdido que estaba, había decidido entregarse a una mujer con los ojos cerrados sabiendo que toda su vida seguiría sintiéndose atraído por los hombres. Se sentía plena, orgullosa de sí misma y mientras se soltaba el cabello frente al espejo vio en las guedejas que le caían sobre los hombros a la Celia perdida que quiso acabar con su vida pero, al contrario de lo que le había ocurrido en ocasiones anteriores, en vez de consolarla o sentir compasión por ella, le sonrió para demostrarle que esa Celia ya no volvería, que gracias a cada lágrima derramada ahora podía ser sin miedo a ser, le sonrió para explicarle que podía sentir sin miedo a sentir, para agradecerle que se dejase ayudar por esa enfermera que se apoderó del espejo y que se acostó con ella sobre la cama que al igual que la maestra la añoraba desde hacía meses.

Aurora no estaba allí, al menos no físicamente, pero Celia cerró los ojos y la retuvo a su lado. Retuvo su mirada brillante, su sonrisa cálida, el aroma de su piel. Retuvo el sonido de su voz susurrándole que volvería a su lado, que nada ni nadie podría separarlas, que era la mujer con la que quería pasar el resto de sus días. Retuvo la caricia que le dibujó el rostro, el beso que se deslizó por su cuello, el mordisco que erizó uno de sus pezones haciendo que un escalofrío le recorriera la espalda, haciendo que sus manos se perdieran bajo las sábanas frías que aquella sensación había calentado, dejando que sus dedos fueran los de Aurora.

Aurora no estaba allí y sin embargo, Celia se perdió en la curva de su espalda, en el vaivén de su cintura, en los huesos afilados de su cadera. Se perdió en la respiración entrecortada que hacía temblar su vientre, en la suavidad de la piel de sus pechos aterciopelados, en el abrazo de sus piernas entregadas.

Se perdió mientras la buscaba con sus manos, mientras sus dedos se adentraban en la promesa del amor eterno, mientras le rogaba a su almohada que acallase los gemidos de aquella fantasía a la que le había sido imposible no entregarse. Se entregó y al terminar sintió en la sonrisa de su recuerdo la complicidad de la luna curiosa que la observaba a través de las cortinas porque, aunque Aurora no estaba allí, la luz de su dicha le pertenecía del mismo modo en el que a ella le pertenecía la oscuridad de la noche.

Adriana Marquina

domingo, 12 de junio de 2016

Lo que queda por hacer

Cuando Velasco llamó a la puerta de la señorita Silva, Celia dudaba si quemar o no la carta de Aurora. Llevaba mucho tiempo esperando tener noticias suyas y aunque la carta en sí no parecía tener mucho sentido, el párrafo en el que la enfermera le hablaba de lo que añoraba sus besos o sus caricias le daba sentido a todo lo que lo había perdido desde que Clemente se la llevó. Sabía que si el inspector estaba allí para detenerla, guardar la carta no era la mejor opción, Bernardo se lo había explicado, pero sin pensarlo demasiado la metió en uno de sus libros y abrió la puerta dispuesta a entregarse a una justicia que de injusta que la parecía ya no le daba ni miedo. Pero para su sorpresa Velasco no había ido a detenerla, ni a juzgarla, ni siquiera a reprocharle nada, quería hablar, o más bien ser escuchado, había perdido su impetuosidad, su entusiasmo, pidió sentarse y Celia no dudó en ofrecerle ese asiento para ser, sin saberlo, la confesora de su mayor secreto, el espejo de su propio yo, a ser para Velasco la Aurora que su propia Aurora fue para ella.

Y ahora voy a cambiar la narración de la historia, porque estoy casi segura que en el momento en el que Velasco comenzó a hablar, todas (voy a utilizar a la mayoría) nos sentimos identificadas con ese hombre al que de puro alivio se le comía el miedo. Todas fuimos Celia en su momento, y vimos como comenzaba a ser ella misma cuando apareció Aurora en su vida, algunas dimos gracias por sentirnos capaces de ser la enfermera y empezamos a recoger a las Celias que, perdidas, buscaban un camino que seguir. El otro día con el inspector volvimos a tener la oportunidad de ver lo difícil que es aceptarse a uno mismo cuando toda la sociedad te está diciendo que no puedes ser así, cuando lo más bonito que escuchas al darte cuenta de que lo que te pasa es que te sientes atraído hacía las personas de tu mismo sexo, es que estas enferma, que eres una depravada o que vas a ir al infierno ajusticiada por los emisarios de un dios al que ni siquiera conoces pero que al parecer tienen la verdad absoluta sobre un amor al que, irónicamente, no se les está permitido acceder.

Lo primero que dice sentir Velasco es contradictorio, miedo y admiración hacia una Celia que lo mira como si no entendiera nada pero que está dispuesta a entenderlo todo. Admira el valor con el que la maestra le mostró la carta aun sabiendo lo que implicaba exponerse de esa manera, el orgullo con el que le dijo que era lo que parecía ser y ahí Celia lo descubre, descubre la vergüenza que ese hombre se da a sí mismo y comienza una confesión que confío ayudase a muchas personas a comprender que ser homosexual no es una elección, que es un sentimiento con el que se nace y, que dependiendo de cómo se nos eduque, puede ser algo tan natural como el respirar o algo tan horrible que nos impida hacerlo, que nos oprima, que nos convierta en personas que se odian a sí mismas, infelices que por hacer lo que se supone se debe hacer se arruinan la vida o lo que es peor, se la arruinan a los demás.

Después le oímos confesar que lleva años queriendo ser normal, explicándole a Celia cómo a los quince años su padre le llevó a un burdel en el que lo más que hizo fue rogar porque la prostituta no le contase a su padre que a su hijo le gustaban los hombres. Yo me di cuenta de que me gustaban las mujeres a los doce, y digo me di cuenta porque insisto que ser homosexual no es una opción, o sí, pero estoy segura de que ocultando la verdad nunca se puede llegar a ser feliz, ni libre, ni a amar con plenitud. Me di cuenta, y mirando a mi alrededor tuve la sensación de estar sola, de ser la única persona en el mundo que sentía eso así que lo dejé de lado, lo dejé pasar como deja pasar el amor una niña de doce años, con inocencia pero, a los catorce, viendo como era costumbre un programa de música en la tele, se colaron en mi pantalla dos chicas que se besaban bajo la lluvia. Apareció y se fue y yo esperé con el mando del video en la mano hasta que volvieron a salir y le di al "rec" cuando lo hicieron y lo ponía una y otra vez cuando nadie me veía para sentirme acompañada aun estando sola. Lo miraba y pensaba que eso tenía que ser amor, ahora sé que no lo era, que era marketing, pero yo no podía dejar de mirarlo, de sentir que quería ser una de ellas igual que mis amigas decían que querían ser la chica que besaba a Nick Carter en alguno de sus videoclips y llegó ese momento en el que alguien te descubre, en el que te reprochan que ver eso te está comiendo la cabeza, ese momento por el que todas hemos pasado y en el que todas nos hemos preguntado que tiene de malo querer saber que es lo que sientes, querer sentirte acompañada, normal, libre...

Velasco encontró ese momento al leer la carta de Aurora y en las palabras de Celia cuando le explica que ser normal no es lo que dicta la sociedad, que no hay amores desviados si no se hace daño a otra persona, encontró lo que muchas buscábamos, buscan o buscarán, en películas, en libros o en otras personas que como ella no tienen miedo de decir lo que sienten, en esas personas a las que al ser minoría pones en duda porque son el reflejo de ese demonio al que te han dicho te estas arrojando, en esas personas que de felices que son te provocan envidia por muy desdichado que haya sido su pasado porque sientes que tu propio presente es aun peor. Y es que, mientras se siga educando bajo el yugo de lo que es normal para quienes se consideran mayoría, seguirá habiendo amores buenos y amores malos cuando el amor debería ser indiscutible.

Dicho todo esto, solo me queda agradecer una vez más a todo el equipo de Seis Hermanas, a los guionistas, directores, actrices y actores lo que hacen cada tarde. En especial a Candela Serrat por dejar que Celia se le meta tan dentro que traspasa la pantalla y nos hace ser, a Luz porque cuando apareció se implicó hasta el punto de convertirse en la Aurora de todas y ahora a Dani por darle a Velasco el poder del pasado que en algunas ya se fue, del presente que para muchas es y del futuro que, desgraciadamente será porque queda mucho por hacer. Tanto que aún no se ha hecho "nada", porque sí, en muchos países podemos casarnos y adoptar y ser un matrimonio más a ojos de la ley pero... ¿Qué somos a ojos de una sociedad que se escandaliza porque un jugador de futbol sea homosexual? ¿Qué se lleva las manos a la cabeza cuando Disney plantea que una princesa quiera besar a otra princesa? ¿Que juzga a quienes solo queremos ayudar a los hijos que tu eres incapaz de comprender porque crees que les comemos la cabeza cuando en realidad lo único que hacemos es acudir a su grito de "ayúdame"?

No puede negarse que desde 1914 se ha avanzado pero hoy, un día triste para el mundo cuerdo que rodeado de locos no comprende como uno de ellos ha asesinado a sangre fría a más de cincuenta personas solo por amar con libertad a quienes probablemente él tuviera miedo de amar, queda más demostrado que nunca que tampoco puede negarse todo lo que queda por hacer.


Adriana Marquina

miércoles, 8 de junio de 2016

Su propia vida

Cuando Celia llamó a Bernardo para pedirle por favor que se acercase hasta Arganzuela, el abogado no dudó un instante. La voz quebrada de la maestra que, a pesar de haber intentado aparentar normalidad no lo había conseguido, le hizo sospechar que algo nuevo había ocurrido con Aurora y al llegar a la casa, los ojos llorosos de Celia se lo confirmaron.

La enfermera le había enviado una carta, diría que una nueva pero mentiría porque, en realidad, las palabras que descansaban sobre la cuartilla que Celia sostenía entre las manos no lo eran. Con la voz contenida por unas lágrimas que finalmente no pudo retener, Celia fue leyéndole a Bernardo los argumentos con los que Aurora volvía a justificar que su relación era imposible. Según decía, añoraba sus besos y sus caricias, la añoraba a ella en toda su esencia pero, aunque eso fuera así, frase tras frase parecía haberse dado por vencida de nuevo y la maestra, que una vez más no entendía nada, que como hacía unos meses había estado toda la noche sin dormir llorándole a unas palabras que no terminaba de creerse pero que dolían como si fueran la verdad más absoluta, sintió la necesidad de desahogarse con un amigo y Bernardo, era uno de los mejores.

Para él, igual que para ella, que aquella carta hubiera llegado hasta Arganzuela solo podía tener dos significados; que Clemente, al enterarse de que Celia no había desistido en la búsqueda de su esposa, la obligase a escribirla para desalentarla o que Aurora, al darse cuenta de que su marido no iba a dejar que fuera libre jamás, decidiera escribirla para liberar a Celia de un amor que la mantendría atada a un "pudo ser" que no sería jamás. Fuera cual fuese el motivo, Bernardo dijo algo en lo que la maestra no había reparado; si Aurora había escrito aquella carta significaba que seguía viva y eso, dadas las circunstancias, ya era una buena noticia en sí.

Sin apenas meditarlo y para sorpresa de Bernardo que no comprendió la urgencia de Celia por descolgar el teléfono, la maestra quiso llamar al inspector Velasco para contarle las nuevas noticias. La noche anterior, cuando antes de irse se agachó a recoger un sobre que debió habérsele caído a Celia al dejar el correo sobre la mesa, le había mentido acerca de lo que podría contener y, si como había deducido el abogado Aurora estaba viva, él era el único que podía dar con su paradero.

Con el teléfono en la mano y la misma urgencia en la voz con la que había llamado a Bernardo a primera hora, se disponía a marcar cuando éste se acercó para hacer que comprendiera que, si informaba a Velasco de que Aurora había enviado una carta, el inspector querría conocer su contenido y, dado que algunas de las líneas eran más que explicitas, le rogó que lo pensase bien, que esperase y, sobre todo, que no pusiera en riesgo la libertad y la integridad de la única persona con la que Aurora contaba, es decir, que no se pusiera en riesgo a sí misma porque sin ella, a la esperanza de la enfermera, ya no le quedaría nada.

Tras la marcha de Bernardo, Celia decidió que necesitaba quedarse en casa. Con la única compañía de las lágrimas que brotaban tras el eco de las últimas frases de la carta de Aurora que, en un intento desesperado por olvidarlas había guardado en el cajón del tocador de su habitación, pasó toda la tarde sentada en una mecedora que no la mecía mirando a una nada llena de todo que, lejos de tranquilizarla, le aceleró el corazón hasta tal punto que creyó haberlo perdido cuando el piqueteo inesperado de unos nudillos contra la puerta lo detuvieron en seco.

Era Velasco quien, al no haber tenido noticias de ella durante todo el día, había decidido acercarse hasta Arganzuela para asegurarse de que su nueva compañera estaba bien. El caso del asesino del Talión seguía resistiéndosele y, tras comprobar que su incompetencia no le había costado un disgusto a la maestra o algo peor, la vida, e ignorando las señales en el rostro de la joven que indicaban que algo no marchaba bien, volvió a sus elucubraciones, a sus sospechosos descartados, a sus descartes sospechosos y a un Clemente que, en esa ocasión sí, obligó a Celia a dar un paso más cuando Velasco, con ojitos de cordero degollado, insinuó sentirse ofendido ante las dudas de la maestra sobre su capacidad de comprensión.

Él le había dado acceso pleno a una investigación que era exclusiva de la policía, le había confesado sus complejos para con su padre, su miedo a fracasar de nuevo, a seguir decepcionándolo como hijo y como detective y ella, desprendiéndose de un manotazo de los consejos de su amigo Bernardo, decidió confiar en aquel hombre que hasta el momento no le había fallado. Cogió la carta, se la entregó y esperó inquieta a que terminase de leerla, a que dedujera una verdad que esperaba volviera a poner a Clemente en el punto de mira, que la desnudaba ante él y con la que confiaba conseguir que Velasco reanudase la búsqueda de una amiga que era en realidad el amor de su vida pero no pasó nada de eso. Velasco no dijo nada, por no hacer ni siquiera parpadeó. Se levantó en silencio, con la mirada clavada en un Celia asustada que más que decepcionada se sintió vencida, le devolvió la carta y se fue incumpliendo la comprensión prometida, dejándola hundida en la misma mecedora en la que había pasado la noche, sin mirar atrás, sin preocuparse más que de sus propios sentimientos encontrados y es que, Velasco, el intrépido y sagaz, era tan cobarde que aquel acto de valentía de la señorita Celia Silva le dejó frente a frente con unos miedos que no supo gestionar y con los que prefirió huir porque, aquel hombre que quería comerse el mundo sin darse cuenta de que el mundo se lo estaba comiendo a él, jamás se había encontrado con alguien que supiera lo que es el verdadero amor, que creyera en él como algo más que una fábula de novela y, en la mirada de Celia al confirmarle que lo que había leído era lo que parecía ser, vio que aquella mujer no solo lo conocía si no que, al contrario de lo que a él le había ocurrido, lo tenía tan claro que era capaz de luchar por él sin importarle poner en riesgo su propia vida.


Adriana Marquina