lunes, 25 de abril de 2016

Un par de semanas más

El primer tranvía que salía de Madrid rumbo a Arganzuela lo hacía a las seis de la mañana. Ni Celia ni Aurora lo habían cogido nunca, ni tan siquiera en el sentido inverso, pues ellas, a esa hora, todavía podían permitirse el lujo de seguir durmiendo. Con el cansancio propio de quien apenas ha dormido, ambas se sentaron en sus respectivos asientos y, no fue hasta pasado un rato que cayeron en la cuenta de que en aquel vagón solamente había cuatro pasajeros más.
--Cuando nos crucemos con el que viene desde Arganzuela fíjate bien, seguro que ese sí que está abarrotado --le susurró Celia a Aurora al ver que miraba a su alrededor incrédula --, la ciudad no puede despertarse sin ellos.
--Qué hipocresía, no dejan que vivan cerca pero no pueden vivir con ellos lejos --contestó Aurora con ese tono reivindicativo que hacía semanas Celia no escuchaba.
--Ya sabes que Madrid funciona así pero, como de momento no podemos cambiar esto también ¿qué te parecería disfrutar conmigo de este precioso amanecer?

Aurora no había caído en la cuenta de que los primeros rayos de sol estaban comenzando a iluminar el horizonte hacia el que se dirigían pero, cuando miró lo que Celia señalaba, un cielo negro que se difuminaba en azules rosados salpicados de nubes, sonrió perdiéndose en aquel espectáculo de la naturaleza del que tantas veces había disfrutado desde su añorada ventana y que tanto había echado de menos. Con un movimiento tan sutil como natural, Celia se quitó la bufanda que le cubría el cuello y la dobló sobre sus rodillas de tal manera que, debajo de ella, pudo sujetar la mano de Aurora para acariciarla con cariño durante el resto de aquel viaje que las devolvía a su hogar.
--Vas a llegar a la escuela y te vas a quedar dormida en el pupitre --bromeó la enfermera al ver como Celia luchaba contra sus parpados que con el zarandeo del tranvía se le cerraban sin remedio.
--Va a ser un día muy largo, después de la escuela tengo que volver a Madrid para ir a ver a Blanca pero te prometo que esta noche cuando llegue estaré todo lo despierta que tu vuelta a nuestra casa merece.

Ambas sonrieron ante aquella declaración de intenciones que les obligó a contener un beso en el que se hubieran perdido sin problema. Se despidieron al bajar de la tartana en la que había que finalizar el trayecto y Aurora se fue a casa a esperar la vuelta de su amada.

El día fue largo para ambas. Cuando Celia regresó, Aurora estaba tan aburrida que no había podido evitar que sus pensamientos desembocasen en un sin fin de trágicos presagios que afortunadamente no se cumplieron y que desaparecieron en el preciso momento en el que, llena de orgullo, le comunicó a la maestra que le habían ofrecido un puesto en la casa de socorro pero que había tenido que rechazarlo. Celia se preguntó el porqué y al escuchar la explicación de Aurora, que por otra parte tenía su lógica, sintió que no podía irse, no se había parado a pensarlo hasta ese momento y la enfermera que la conocía casi mejor que a ella misma, se dio cuenta de que algo pasaba más allá de ese cansancio que la maestra acababa de utilizar como excusa aunque prefirió ignorar a su instinto y disfrutar del abrazo que la maestra le ofreció.

Aquel abrazo, que no surgió de otra cosa sino de la necesidad de alivio de ambas, encontró lo que buscaba casi de inmediato pero, algo entre sus cuerpos decidió que aquel bálsamo no era suficiente para recuperar las horas perdidas y los labios de Celia comenzaron a acariciar el cuello de Aurora mientras ésta dejaba que sus manos recorrieran aquella espalda con la que había soñado cada noche desde que se fue. Cuando los labios de Celia se toparon con la tela de la camisa de Aurora, no tuvo más remedio que desabrocharle unos cuantos botones para poder seguir besando aquel hombro que despacio aparecía ante ella y que, sin saber bien como, la guió de vuelta a un cuello que se hizo interminable de camino a aquella barbilla que tanto le gustaba y que parecía clamar al cielo una compasión que no quería recibir.  La mano derecha de Aurora que, en venganza por aquella tortura decidió colarse debajo de la falda del traje de la maestra, comenzó a recorrerle un muslo que no tardó demasiado en ceder a sus caricias.
--Tengo la sensación de que te estás aprovechando de mí --le susurró Celia al oído para después morder con suavidad el lóbulo de aquella oreja que obligó a que cada vello del cuerpo de Aurora se erizarse.
--La solución a eso es sencilla --respondió melosa mientras se colocaba de pie delante de ella.

En un instante, el cinturón que rodeaba la cintura de Aurora envolvió el cuello de Celia y, con un tirón delicado, hizo que se levantase para dejarla de pie ante ella. Aurora se llevó las manos a la espalda para desceñir su falda y al hacerlo, su camisa desabrochada, se abrió para deleite de la mujer que esperaba paciente a que la tela de aquella falda cayese al suelo que hacía rato la reclamaba. Aurora la perdió de camino a la habitación casi al mismo tiempo en que Celia lanzó la suya sobre la butaca en la que había dejado el abrigo y, a pesar de que ya estaba luchando para sacarse aquella camisa que le encantaba pero que no era precisamente fácil de quitar, se detuvo al ver como Aurora, de espaldas a ella y ya con el torso desnudo, comenzaba a soltarse aquel cabello negro que tanto le gustaba a Celia ver caer.
--Me encanta tu melena --dijo cogiéndosela con las manos para volverla a soltar al instante.
--A mí me gusta más con tus dedos enredados en ella --respondió tumbándose sobre la cama mientras elevaba ligeramente la cadera para mostrar sus intenciones.

Celia, servicial por propio interés, se deshizo de la tela que cubría la pelvis de Aurora y terminó de quitarse la camisa y el resto de la ropa interior antes de acostarse a su lado. Desnudas, recorriéndose con las manos los cuerpos como si necesitasen asegurarse de que aquello estaba ocurriendo de verdad, se perdieron en un laberinto de besos de un solo recorrido para el que sin embargo no encontraron la salida. El avanzado estado de Aurora limitaba un poco sus movimientos, ella, que adoraba tumbarse encima de Celia para mecerse sobre su cuerpo como una ola de mar caliente que va y viene mientras descansas sobre esa orilla que solo quiere engullirte, tuvo que reprimir sus ganas y se tumbó de lado para que la maestra pudiera perderse en ella sin dificultad. Con una caricia continua que comenzó en las costillas, que recorrió el vientre de la enfermera, atravesó la cadera y con la que arañó ligeramente el muslo de Aurora, Celia llegó hasta las puertas que guardaban el punto más frágil del cuerpo de aquella mujer que, antes de dejarse llevar, sonrió con el reflejó de la pasión en sus ojos para después guiar su mano hasta el mismo punto del cuerpo de Celia que se amoldó a ella para que Aurora no tuviera que girarse demasiado.
--No os haré daño ¿verdad? --susurró antes de dejar que su índice se perdiera entre la humedad de la enfermera.
--Tranquila, tú amor nunca podrá hacernos daño.

Aquellas palabras le dieron a Celia la seguridad necesaria para seguir provocando en Aurora unos gemidos que tuvo que silenciar con una almohada que también había añorado aquella contención y que descansó triunfante con la marca de las uñas como trofeo en el mismo instante en el que Celia liberaba el hombro de Aurora con el que ella se había amordazado.

Tomando el aire necesario, Aurora se volvió hacía una Celia que, extasiada, sonreía como si todos los problemas hubieran desaparecido de repente y que se recostó sobre su pecho mientras disfrutaba acariciándolo con la punta de los dedos.
--Siempre has sido preciosa --dijo Celia elevando la mirada buscando la de Aurora --, pero debo reconocer que el embarazo hace que lo seas aún más.
--¿Lo dices de verdad? Yo cada vez me siento más pesada, me veo más gorda y me siento más cansada.
--No solo lo digo de verdad, lo digo de corazón. Eres preciosa.

Los primeros rayos de sol despertaron a Celia que, lejos de lo que hubiera hecho cualquier otro día, se levantó de inmediato, aún con la sonrisa en la boca y se fue a la calle a por el periódico, el pan del desayuno y, ya que estaba, el correo. Cuando regresó a casa, Aurora se desperezaba de camino a la cocina y al verla entrar tan contenta, no pudo evitar contagiarse de aquella energía que la despertó de inmediato pero que no le quitó el frío por lo que volvió a la habitación a por una toquilla con la que abrigarse. Mientras lo hacía, Celia revisaba el correo. Un correo en el que no solo venían las cartas de amor de sus inocentes alumnos sino que además traía la carta de un futuro que Celia decidió ocultar. No por maldad, si no por cobardía. No era el momento de huir de Madrid, no al menos para ella, no mientras su hermana Blanca estuviera entre la vida y la muerte. No era el momento pero aquella carta lo hacía más posible que nunca y no supo como decírselo a Aurora, no hasta que habló con Diana, no hasta que gracias a sus palabras encontró una solución que estaba segura no contentaría a Aurora pero, que dentro de las opciones, era la más sensata.
Aurora lo comprendió aunque no disimuló su desilusión, una desilusión que le estuvo rondando toda la noche, que a Celia también la tuvo un rato en vilo mientras seguía poniendo sus dos opciones en una balanza que una y otra vez se inclinaba hacía la decisión tomada. Una desilusión de la que se deshizo ya de madrugada, de la que se deshizo al imaginarse trabajando en la casa de socorro, de la que al deshacerse le permitió soñar con como sería su piso de Soria, como sería su vida en aquella ciudad a la que pretendía cambiarle el clima con el calor del amor que sentía por la mujer que descansaba a su lado y, que lo único que le había pedido después de habérselo entregado todo, había sido un par de semanas más.


Adriana Marquina

jueves, 21 de abril de 2016

Celias y Auroras

El reloj de pared del salón de casa Silva anunciaba las dos y media de la madrugada en el preciso instante en que comencé a subir las escaleras. Puede que esas no sean horas de ir a visitar a nadie pero, en uno de esos paseos oníricos de los que a veces os he hecho participes y que tanto me gusta dar, me vi contemplando la fachada de aquella monumental casa y no pude evitar la tentación de entrar a comprobar de quien era la silueta que se dibujaba en la ventana del dormitorio de nuestra querida Celia.

Tras el sobresalto horario y unos cuantos minutos de pasos sigilosos que no fueron capaces de esquivar las tres o cuatro tablas de madera sueltas del suelo con las que me topé y que hicieron que me detuviera para asegurarme de que el silencio de la noche seguía siendo silencio, llegué a aquella puerta que tanto añoraba tener delante y que se abrió ligeramente antes de que me diera tiempo a coger el picaporte.
-- Pasa, pero no hagas mucho ruido que Celia duerme --dijo Aurora en un susurro que se alejó de mí antes de que pudiera reaccionar.

Efectivamente Celia, abrazada como una niña a su almohada, dormía plácidamente en su cama mientras Aurora la observaba desde la silla del escritorio que había colocado delante de la ventana.
--¿Es preciosa verdad? --preguntó sin tan siquiera mirarme con las manos apoyadas sobre su vientre, como si le hablase al bebé que en él se gestaba y no a mí.
--Sí que lo es --respondí acercándome a ella con el mismo sigilo con el que había recorrido toda la casa mientras intentaba contener los halagos que pasaron por mi cabeza y que no hubieran sido del todo apropiados en ese momento.

Al responder aquello, Aurora me miró como si pudiera haberme leído el pensamiento y sonrió ligeramente cubriéndose la boca con la mano mientras negaba con la cabeza algo que parecía estar pensando y que tuve la sensación ni ella misma comprendía.
--¡Y pensar que he estado a punto de cometer una locura!
Al decir aquello volvió a mirar a Celia, a negar con la cabeza mientras sonreía y me ofrecía como asiento el arcón que vigilaba los pies de aquella cama.
--Pero no lo has hecho --respondí apoyando mis manos sobre sus rodillas --. Estás aquí Aurora, las dos estáis aquí.
--¿Sabes? --preguntó sin cambiar el gesto -- Cuando Adela ha propuesto que nos quedásemos a dormir aquí al enterarse de que ya habíamos perdido el último tranvía hacia Arganzuela, no he sentido miedo, he sentido alivio. Alivio porque no me he sentido como una invitada extraña sino como parte de esta familia que tanto ha hecho por mí y que tan poco ha recibido a cambio.
--¿Tan poco? Aurora, mírame. Haces que Celia sea feliz, que sea libre dentro de esa jaula en la que tenéis que encerrar lo que sentís la una por la otra. Haces que sea ella misma y eso no es poco, es lo contrario, lo es todo. ¿Acaso has olvidado que fuiste tú quien en esta misma habitación le ofreció la libertad de que sintiera como es? Aquel día le hiciste el mejor regalo que nadie podría haberle hecho.
--¡Claro que no lo he olvidado! ¿Por qué crees que no puedo dormir? Atravesar esa puerta ha sido como reencontrarme conmigo misma, con esa Aurora valiente que le dio aquel regalo y no dejo de preguntarme como fui capaz de abandonarla una vez, como he podido pensar en volver a hacerlo de nuevo, como pude perderme tanto.
--El miedo es el peor consejero Aurora pero ahora te miro a los ojos y ya no lo veo, no dejes que vuelva a vencerte.
--No lo hará porque ahora... ¡Ahora vamos a tener un hijo!

Aquella frase volvió a iluminarle la sonrisa, la mirada y casi podría decir que el corazón. Fue decirla y llevarse las manos al vientre de nuevo, como si con ellas volviera a hablarle de Celia a la pequeña personita que, por su reacción, pareció moverse en aquel mismo instante.

--Entre el camisón de Aurora, los susurros y la sombra que os da la ligera luz que entra por la ventana parecéis dos espíritus --dijo de pronto Celia incorporándose sobre sus brazos con la voz aun adormilada --Solo espero que de ser así, seáis el del presente y el del futuro que de pasado ya he tenido suficiente.
--¿Te hemos despertado? --pregunté algo apurada conteniendo las ganas de sonreír ante aquella reflexión.
--No. En realidad llevo despierta desde que Aurora te ha abierto la puerta pero me ha parecido interesante la conversación y no he querido interrumpiros.

Aurora comenzó a reír de amor en silencio y, en ese preciso instante, caí en la cuenta de lo que la había echado de menos porque pude reconocer de inmediato a la mujer que dejó de ser por intentar ayudar a una familia que nunca sería. La reconocí por la alegría con la que enmarcó sus dientes y es que debéis saber que; nadie es tan uno mismo, como cuando ríe de amor.

La visita fue breve. Me había acercado hasta allí para sentir de cerca la energía de esa casa en la que a veces los milagros deciden plantarle cara a la dura realidad y, a riesgo de invocar sin querer con alguna pregunta inoportuna a ese fantasma del pasado del que Celia, y probablemente Aurora, no quería oír hablar en la primera noche del resto de su nueva vida, decidí dejarlas tranquilas. Sabía que querían coger el primer tranvía de vuelta a Arganzuela para que Celia pudiera llegar a tiempo a sus clases y aunque insistieron en que me quedase un rato más, no quise abusar de una confianza que pedía a gritos descansar.

No voy a negaros que me quedé con unas ganas inmensas de decirle a Celia lo valiente que me había parecido su decisión de presentar a Aurora a sus hermanas. Lo sencillo y fácil que había hecho que pareciera el que probablemente ella sintiera como uno de los momentos más delicados de su vida. Lo que haber podido ver esa imagen, esa reacción esperanzadora, esa complicidad para con sus hermanas y a esa Aurora emocionada sintiéndose al fin parte de algo, ha supuesto para nuestro pequeño gran grupo de Celias y Auroras de hoy en día. Tampoco diré que no quise regañar un poco a Aurora por el mal trago que nos hizo pasar en esa cocina que de pronto se convirtió en un infierno, o preguntarle como había sido capaz de salir de casa de las hermanas en dirección a ese tren que finalmente no cogió sabiendo que en el camino no se encontraría de nuevo con Celia porque acababa de dejarla atrás. Y, por supuesto, no negaré que en este paralelo me he quedado con ganas de hacer que el tiempo retroceda unas horas, con ganas de ir a buscaros a vuestras casas y llevaros a todas conmigo a ese salón en el que saboreamos junto a Celia las lágrimas rotas de la amargura para, después de abrazarla, ovacionar la entrada de Aurora que en realidad era el único consuelo que necesitaba. Sabed, además, que me quedé con las ganas de aplaudir junto a vosotras, gritando en silencio para no interrumpir, el momento en el que Aurora dijo aquella frase que tanto deseo poder decirle yo a mi mujer algún día, la de "vamos a tener un hijo" y es que, estoy segura, de que al igual que me pasó a mí, todas visteis con claridad como Aurora abrazaba por detrás a una Celia embobada que sujetaba entre sus brazos, con el cariño más sincero y frágil del mundo, a una pequeña personita que envuelta en una manta blanca y pura como su inocencia, sonreía al ver ante sí a las dos madres más valientes de todo Madrid.

Adriana Marquina

domingo, 17 de abril de 2016

Tiempo

Como decía el otro día, el viento que alejó los problemas de Arganzuela no tardó demasiado en cambiar de dirección pero, Celia y Aurora habían descansado tan bien después de la marcha de Clemente, que no fueron capaces de sentirlo cuando enfrió el café de las tazas que atentas escuchaban los planes que la maestra propuso para aprovechar su día libre. No sin esfuerzo consiguió convencer a Aurora para que la acompañase a Madrid. Ella tenía que ir a ver a Blanca y después podrían aprovechar el día para pasear por la ciudad que hacía meses no visitaban juntas.

El viaje en la tartana fue bastante movido, pero tenían tantas ganas de pasar el día juntas que ni eso, ni el trayecto en aquel tranvía que iba abarrotado, les importó demasiado. Llegaron al centro y se despidieron con una de esas sonrisas que en realidad llevan consigo uno de esos besos que al mundo se le escapan y que, sin embargo, acaricia los corazones de quienes sí que son capaces de reconocerlas. Cada una cogió un camino, Celia, rumbo al hospital como tenía previsto, Aurora, sin rumbo fijo, le encontró sentido al suyo cuando sin darse cuenta se vio delante de Tejidos Silva.

Mientras Celia escuchaba orgullosa los argumentos que su hermana Blanca estaba dando para justificar la entrevista que estaba dispuesta a concederle a un periodista y con la que, ni Adela, ni Cristóbal estaban de acuerdo, Aurora decidió entrar a la fábrica para hablar con Bernardo. Ella aún conservaba la esperanza de que al abogado se le hubiera ocurrido otra manera de arreglar su situación matrimonial pero, lamentablemente, no había sido así. Bernardo volvió a explicarle que en caso de que se separase de Clemente, la custodia del bebé pasaría, sin lugar a dudas, a manos de su marido porque la justicia, aunque injusta, así lo estimaba y a no ser que él renunciase o que ella quedase viuda, nada podían hacer.
Aurora agradeció a Bernardo que la hubiera atendido tan amablemente y salió rumbo al Ambigú para encontrarse con Celia que, en ese mismo instante, se despedía de sus hermanas con la misma intención que la enfermera solo que, la actitud con la que ambas emprendieron el camino, fue completamente diferente. Celia se moría de ganas por contarle a Aurora lo que su hermana Blanca estaba dispuesta a hacer para ayudar a que la sociedad y las mujeres que padecían la misma enfermedad que ella dejasen de verlo como algo de lo que avergonzarse mientras que Aurora se moría, pero por dentro. No quería quitarle a Celia la esperanza que a ella acababa de arrebatarle su curiosidad y por ello pensó que sería mejor no decirle nada a aquella mujer que le hablaba de su hermana como si acabase de descubrir en ella a una mujer completamente nueva. En los ojos de Celia podía verse el brillo del orgullo y Aurora decidió centrarse en él para ver si conseguía dejar a un lado la horrible idea de que si enviudar era la única forma de quedarse con su hijo, quizá debería de hacerlo.

La metáfora del corsé que Blanca parecía haber estado llevando y del cual parecía haberse desprendido, se vio interrumpida por la inesperada aparición de Elisa en el Ambigú. Inesperada para Celia y Aurora que la miraron como si no comprendieran muy bien que era lo que estaba haciendo allí ella sola, pero no para la más pequeña de las hermanas que sabía perfectamente que era lo que estaba haciendo y porqué. Poniendo una de esas caras que Elisa tenía tan bien estudiadas, comenzó a contarles un cuento que ni ella misma se hubiera creído de no haber sido porque lo tenía tan bien estudiado que consiguió que sonase incluso real. Tras el cuento, la petición, porque la pequeña nunca daba explicaciones de nada a no ser que con ellas quisiera conseguir algo y ese algo, era quedarse a dormir con su hermana en Arganzuela para poder encontrarse con José María al día siguiente aunque por supuesto, ese dato, olvidó mencionarlo.
Celia no supo como reaccionar y, a pesar de que Aurora le insistió para que buscase alguna excusa con la que poder justificar que aquello era imposible, terminó respondiendo un sí que quería ser un no y con el que dejó a Aurora plantada en aquella mesa que, al igual que la enfermera, no comprendió que era lo que acababa de pasar.

Cabizbaja, perpleja y sintiéndose tan abandonada como el chucho que se rascaba las pulgas en la esquina de la calle donde se encontraba la única pensión que conocía en la que sabía no le pedirían la autorización de su esposo para pasar la noche, Aurora entró en una habitación cochambrosa, húmeda y oscura que por no tener, ni siquiera tenía una estufa con la que calentarse y rompió a llorar mientras intentaba alejar a unos fantasmas que finalmente, por culpa de un dolor repentino y punzante en el estómago, ganaron la batalla. Aquel dolor al que se abrazó acurrucada sobre la pequeña cama que no fue siquiera capaz de deshacer, fue fruto de la caminata, de la tensión y del disgusto. Ella lo sabía, pero no pudo evitar pensar que podría ocurrirle cualquier cosa estando allí sola y se sintió tan indefensa que un poderoso sentimiento de rabia la zarandeó entre las garras de una pesadilla ladrona que al día siguiente le había robado la magia a todos los sueños en los que se había mecido.

Por su parte Celia, que había dormido mucho mejor de lo que a Aurora le hubiera gustado, decidió llamarla para asegurarse de que estaba bien. La prometió, al notarla algo enfadada, que la avisaría en cuanto Elisa se fuera de casa pero la escritora no contaba con que su hermana quisiera quedarse más tiempo y mucho menos con encontrarla en compañía de un chico cuando su desconfianza hacia ella le hizo volver antes de la escuela. Había hecho que Aurora pasase la noche fuera de casa por un capricho, por la curiosidad de una adolescente demasiado osada y no se sentía bien con la decisión que había tomado pero decidió quitarle peso al asunto cuando Aurora regresó con la esperanza de que a la enfermera le hiciera algo de gracia la situación. Pero ni gracia, ni nada, si no más bien todo lo contrario. Aurora llegó muy cansada, muy seria y pensativa, decepcionada con Celia y consigo misma pues sabía de sobra que mantener una relación con otra mujer implicaba tener que disimular y que ocultar muchas cosas pero nunca había comprobado hasta qué punto. Tal vez si no hubiera estado embarazada, aquella noche no hubiera supuesto una carga tan pesada para ella, pero lo estaba y eso hizo que se plantease muchas cosas. Cosas cómo que Celia siempre priorizaría a sus hermanas por delante de ella pues no tenía porqué no hacerlo, cosas cómo que en caso de volver a ocurrir algo así volvería a tener que irse de su propia casa solo por ocultar que estaba enamorada de una mujer, cosas cómo que sería de su hijo si por culpa de los errores de su madre se veía obligado a crecer rodeado siempre de mentiras.

El teléfono de Arganzuela sonó a primera hora de la mañana del día siguiente. A Aurora no se le había pasado el enfado a pesar de que Celia había intentado disculparse con ella de mil formas diferentes y, quien estaba al otro lado de la línea, no ayudó a que nada mejorase. Era Camilo, Clemente se había encargado de avisarle de la pérdida de cordura de su hermana antes de irse y él, que era un hombre de lo más tradicional, decidió hablar con ella para ver que era todo eso que le habían contado. Cuando colgó, Celia, pensando que la llamada sería de Merceditas o de alguna de sus hermanas, preguntó de la forma más inocente si las noticias eran sobre Blanca pero, la contestación de Aurora, dejó claro que no y que, aunque pareciera incapaz de verlo, no todo giraba en torno a ellas. Celia asumió el reproche, ese y los que le siguieron que no fueron pocos, sabía que no había actuado bien aunque no comprendía porqué Aurora se había cerrado de aquella manera a escuchar sus explicaciones e intentando solucionarlo, se ofreció a acompañarla a ese encuentro con Camilo en el que Aurora dejó claro que no pintaba nada.

Juntas se acercaron a Madrid. Celia aprovechó para ir a visitar a Blanca de nuevo mientras Aurora iba al encuentro con su hermano y, al terminar, esperó paciente a la enfermera en el Ambigú mucho más tiempo del que hubiera deseado. En realidad hubiera podido quedarse tranquilamente en Arganzuela pero intentaba arreglar el error que había cometido y pensó que no dejar que Aurora hiciera el trayecto de ida y el de vuelta sola ayudaría a ello. Se equivocaba. Se equivocaba porque, esa vuelta a casa que ansiaba, tuvo que hacerla sola. Sola, porque Aurora parecía haberse rendido a los reproches de su hermano, a las insinuaciones de que se había vuelto loca del todo, a las preguntas que al parecer aún le quedaban por responder, a una vida de la que había huido y que no solo parecía haberla encontrado si no que al hacerlo la había envuelto en el manto negro del desaliento. Un desaliento que quiso justificar dándole a las apariencias una importancia que, ni salió de sus labios convincente, ni sonó convincente para Celia que se fue de allí con el abatimiento de quien sabe que algo no marcha bien.

Bernardo, atento y dispuesto como siempre, se ofreció encantado a invitar a un café a la señorita Celia cuando el azar quiso que se encontrasen en la puerta del Continental. La maestra, que de amigos andaba más bien escasa, aceptó la invitación con una de esas sonrisas pesadas que intentan disimular las preocupaciones pero que en realidad lo que anuncian es la necesidad de ser escuchados y el abogado, que comenzaba a conocerla bien, supo como hacer que la señorita se desahogase después de tratar el obligado tema de la salud de Blanca. Celia, que se sentía cada vez más y más culpable de haber hecho lo que hizo con Aurora cuando Elisa quiso dormir en Arganzuela, le comentó a Bernardo la situación y éste, que estuvo de acuerdo en que la pequeña de las Silva no era precisamente la más indicada para guardar un secreto, solo pudo invitarla a hacer algo en lo que ella ya había pensado pero que aún así agradeció escuchar. Tenía que volver a hablar con Aurora, tenía que explicarse, que ser lo más sincera posible, tenía que intentar convencerla de que procuraría que lo ocurrido con Elisa no volviera a repetirse, que intentar que volviera con ella a esa casa que parecía aún más pequeña desde que no estaba y en la que confiaba podrían volver a ser felices pero, al verla entrar, de nuevo tarde y afligida, sintió que todo cuanto pudiera hacer o decir, serviría de poco. La excusa de que Camilo necesitaba seguir hablando con ella ya no era válida y a Aurora no le quedó más remedio que ser sincera con la mujer que aguantaba como podía las lágrimas que le cristalizaban el brillo apagado de sus ojos mientras rogaba un perdón y una oportunidad que, como respuesta, obtuvieron la petición de un tiempo que detuvo de pronto y sin previo aviso toda la maquinaría del reloj de Celia que se fue de aquel lugar con las manillas clavadas en el corazón, sintiendo que acababa de perder lo único bonito que había conseguido en la vida.


Adriana Marquina

jueves, 14 de abril de 2016

Eran libres

Aprovechando que Aurora salió de casa a primera hora de la mañana para ir a supervisar las obras de la casa de socorro, Celia llamó a Clemente para pedirle que se acercase hasta Arganzuela. Quería hablar con él sobre la situación de Aurora, pero no quería que ella estuviera presente. Sabía que sería más fácil lidiar con él si estaban a solas y tenía claro qué le diría para convencerle de que dejar que Aurora trabajase como enfermera sería lo mejor para ambos en caso de que, como sucedió cuando lo planteó, Clemente se aferrase a las convicciones de un hombre que es incapaz de comprender que una mujer sirve para algo más que para estar en casa y complacer a su marido. Ya la había perdido una vez por haberse empeñado en encerrarla entre las cuatro paredes de una casa que no era otra cosa si no una jaula para ella y sutilmente le recordó que si volvía a hacer lo mismo, era muy probable que la reacción de Aurora, también volviera a repetirse.

Haber hablado con Celia hizo que aquel hombre obstinado se plantease algunas cosas y, no sin esfuerzo, comprendió que la amiga de su mujer quizá estuviera en lo cierto por lo que, después de un largo paseo por el barrio que utilizó para ordenar sus ideas y visitar una casa que se arrendaba a buen precio, volvió a la de Celia para hacerle saber a Aurora que, si quería trabajar, él no iba a ser quien se lo impidiera. Tras escuchar aquello, la enfermera, aliviada, estuvo tentada de desprenderse del peso moral que le provocaba tener que ver a aquel hombre día tras día pero, gracias a que lo conocía bien y a que sabía que Clemente nunca hacía nada a cambio de nada, decidió esperar para ver cual iba a ser el precio por tan generosa concesión.

Cuando la enfermera le contó a Celia cual era el precio que Clemente le había puesto a su libertad laborar, la maestra, al contrario de lo que Aurora esperaba, estuvo de acuerdo en que visitar aquella casa con él era, cuanto menos, asequible. Ella tampoco quería que Aurora estuviera a solas con él y mucho menos que visitase de su mano hogares idílicos en los que ella no tenía cabida pero, sabía que si no le daban algo pronto su paciencia terminaría por agotarse y de ser así, era muy probable que al final hiciera uso de esa ley que estaba de su parte y obligase a su mujer a regresar con él a Cáceres por lo que, a pesar de sentir que estaba cediendo a una coacción que le repugnaba, terminó aceptando. No por ella y mucho menos por él, si no por Celia, por esa mujer que nunca la había fallado y que lo único que le estaba pidiendo es que confiase un poco más en esos ojos que la miraban desesperados.

La casa era perfecta, amplia y luminosa, con un jardín que arreglado sería un lugar ideal para salir a tomar el té por las tardes mientras el pequeño, o la pequeña, porque Aurora no descartaba que fuese a tener una niña, jugaba en él. Las habitaciones tenían el tamaño perfecto y exceptuando el hecho de que hubiera que arreglar la chimenea, era más que habitable. A Aurora le encantó aquella casa, su luminosidad, su ubicación, incluso los muebles que tenía dentro tenían su encanto pero tenía un gran defecto, uno enorme en el que no reparó hasta que al girarse entusiasmada se encontró con una sonrisa que por un instante había olvidado pensando en lo feliz que podría ser en aquel lugar con Celia, la de Clemente. Aquel hombre la miraba expectante, esperaba un veredicto que creyó sería positivo al ver como su esposa miraba el que él ya comenzaba a sentir como su futuro hogar, pero Aurora tuvo que deshacerse del sueño de un manotazo y criticó los techos altos, el jardín, el tamaño de las habitaciones, lo anticuados que estaban los muebles y el frío que pasarían si no arreglaban pronto la chimenea. Todo se volvió horroroso de repente, tanto que estuvo todo el camino de vuelta criticándola, tanto que Clemente se planteó el porqué de aquel cambio tan radical cuando estaba seguro de haberla visto disfrutando de esa casa que el creía sería la definitiva, tanto que aquel hombre del que al final Aurora no pudo evitar apiadarse ligeramente, decidió esperar a Celia para ver si ella era capaz de explicarle que era lo que estaba ocurriendo, para ver si ella podía hacerle comprender porque nada de cuanto hacía parecía satisfacer a su querida esposa.

La última persona a la que Celia hubiera esperado encontrar en su salón al entrar en casa, era a Clemente y verlo allí le provocó un sopor que fue incapaz de disimular. Estaba cansada de que aquel hombre pareciera considerarla su amiga, cansada de que hablase con ella de Aurora como si fuera de su propiedad, casada de tener que asentir como una pánfila cuando le hablaba de su vida en Cáceres, de tener que soportar al marido hundido que ella sabía que en realidad era el hombre despechado. Estaba cansada de todo, de luchar, de levantar a Aurora, de levantarse a sí misma, de tener que salir de casa con una sonrisa y volver a ella sin saber si podría sentarse tranquila cinco minutos a no pensar en nada. Estaba tan cansada de todo que incluso accedió a su petición de auxilio.

Cuando le prometió a Clemente que intentaría convencerla de que volver con su marido era la mejor opción, lo hizo para que aquel hombre se fuera de su casa de una vez por todas pero, cuando Aurora se despertó, ella había tenido tiempo suficiente para pensar en que opciones tenían y la única que había encontrado para ganar tiempo fue sin duda la peor de todas. Celia le propuso a Aurora que se fuera con él, que dijera que sí a alguna de las casas, que le tuviera feliz y engañado hasta que pudieran irse, que se resignase al hecho de ser su mujer durante un tiempo. Sabía lo que estaba diciendo, lo que no sabía era porqué, porque en realidad también sabía que no podría soportarlo, que no podría dormir pensando en si Aurora estaría compartiendo lecho con Clemente, que no podría dar sus clases imaginándose a aquel hombre cerca de ella, que no era justo para ninguna de las dos, para ninguno de los tres en realidad aunque, lo que aquel hombre que había llegado a su vida para desmoronarla pudiera sentir, le daba exactamente igual. Sabía lo que estaba diciendo y para ella tenía sentido aunque lo perdiera en el mismo instante en que lo dijo, en el instante en el que el rostro de Aurora se vistió de decepción, de incomprensión, de miedo. Intentó arreglarlo, pidió perdón y rogó poder volver en el tiempo un par de minutos, el tiempo necesario para retirar lo dicho, para volver a colocar en su lugar ese trocito de confianza que Aurora guillotinó al cerrar la cortina de la habitación. Una cortina que separó las lágrimas desesperadas de dos corazones que, más que aturdidos, lo que estaban era desorientados.

La noche se hizo eterna para ambas. Celia no podía conciliar el sueño, los sollozos de Aurora, que hacia como que dormía pero que en realidad no podía parar de llorar, la tenían en vilo. No sabía si abrazarla o no, si dejar que sus lágrimas cayeran o no, si preguntarle porque lloraba o si volver a pedirle perdón de nuevo a pesar de que la enfermera ya le había dicho que sí que la perdonaba. Nada estaba claro en Arganzuela, nada en aquel pequeño piso cuyos cimientos dudaban si debían tambalearse o no, nada en aquella cama en la que al final ambas encontraron ese abrazo que necesitaban y que tanto se hizo de rogar.

La mañana llegó antes de lo que ambas hubieran deseado y hablando de lo poco que les gustaba discutir estaban cuando el sonido de unos nudillos contra la puerta anunció una visita tan temprana como inoportuna. Era Clemente, el insaciable, persistente y, en aquella ocasión, enfadado Clemente. Acababa de enterarse de que todo el mundo pensaba que Aurora era viuda y fue tal el impacto que aquel detalle causó en él que por un momento perdió el control sobre su característica templanza, una templanza que tuvo que recuperar cuando Celia admitió haber sido ella quien había contado aquella mentira para evitarle a Aurora el aluvión de preguntas incomodas que le hubieran hecho de no haber sido así. Una templanza que mantuvo incluso cuando Aurora, saturada, agotada y completamente desbordada, comenzó a reprocharle que no le amaba, que no le iba a amar nunca, que nunca se iba a enamorar de él y, que esa felicidad de la que él hablaba, ella nunca la había sentido. Unos reproches que salieron de ella sin medida, casi sin juicio, ignorando las señales de Celia que no sabía si aplaudirla o si taparle la boca, que no sabía si en ese momento la quería por la cordura de sus palabras o por la locura de su acto, que se abrazó a ella orgullosa cuando Clemente se fue abatido mientras intentaba dominar el temblor de unas piernas que parecían querer doblegarse ante el miedo que ambas sintieron a las posibles consecuencias de aquella insensatez que, algunas horas más tarde, les entregaría esa libertad por la que tanto habían luchado.

Clemente parecía haber entrado en razón, parecía haber comprendido que Aurora necesitaba estar lejos de él y, dispuesto como estaba a recuperar lo que era suyo, accedió a desprenderse de ello hasta que la naturaleza hiciera ese trabajo por él porque, había muchas cosas de las que no estaba seguro, pero tenía claro que Aurora no dejaría que nada ni nadie la separase del bebé que estaba esperando y él estaba más que dispuesto a utilizarlo en caso de ser necesario.

Eran libres, la puerta tras la que desapareció la figura de Clemente así se lo hizo sentir, quizá no completamente, pero si el tiempo necesario para preparar su huida, para comenzar a ordenar los ladrillos de esa nueva vida que juntas empezarían lejos de aquella ciudad en la que se habían conocido y a la que ya no necesitaban para poder ser porque se tenían la una a la otra y eso para ellas era más que suficiente. Eran libres, y libres se acostaron después de disfrutar de una cena en la que pudieron volver a hablar de algo que no fuera Clemente a pesar de que Aurora aún desconfiaba de las promesas de su marido. Eran libres, y libres prepararon una tila que calentase sus estómagos antes de acostarse. Libres se miraron sonriendo como hacía días no se sonreían en aquel sofá que añoraba las caricias que se regalan los amantes cuando el mundo deja de existir para ellos. Libres se besaron y libres se desnudaron tras aquella cortina que ya no guardaba entre su tela el brillo afilado de una guillotina si no la suave caricia de una pluma con la que estaban dispuestas a seguir escribiendo aquella maravillosa historia de amor que, una vez más, había sobrevivido a la tormenta que se alejaba mecida por un viento que, mas pronto que tarde cambiaría de dirección pero eso, aunque ya lo sabéis, os lo contaré en el próximo paralelo.


Adriana Marquina

miércoles, 6 de abril de 2016

Nada que celebrar

El último tranvía de la tarde dejó a Celia en Arganzuela casi a la hora de la cena. Cuando llegó a casa, Aurora la recibió con la mejor de las sonrisas a pesar de haber tenido que estar aguantando a Clemente todo el día. Estaba claro que no pretendía volver a Cáceres y que no pararía hasta conseguir que Aurora se fuera a vivir con él a uno de esos, según él, maravillosos pisos que había estado visitando, pero en aquel momento nada de eso importaba.
La enfermera le pidió a Celia que se sentase en la mesa pero que no se diera la vuelta. Había preparado una cena estupenda y no quería que aquella glotona que husmeaba el aire relamiéndose picase nada antes de poder dejarlo todo sobre la mesa que había preparado para la ocasión.
En realidad no tenían nada que celebrar. La última semana hubieran preferido olvidarla, borrarla de sus cabezas e incluso retroceder en el tiempo para impedir que Clemente diera con la casa de las Silva, para impedir que Merceditas hiciera aquella llamada y, sobre todo, para impedir que Enrique tirase por tierra todos los intentos de Raimundo por deshacerse de ese hombre que, sin saber bien porqué, no le daba ninguna confianza. Desde que el marido de Aurora se presentó en Madrid, todo parecía haberse torcido pero, eso, también pasó a un plano secundario cuando Cristóbal se presentó en la casa de las hermanas para darles la noticia de que a Blanca, que llevaba un par de días ingresada en el hospital, tenían que amputarle un pecho para intentar frenar el cáncer que le habían detectado en él.
Nada estaba saliendo como tenían previsto. Aurora se había convencido de que la felicidad por fin se había acordado de ellas cuando sintieron las primeras patadas del bebé pero, aquella mañana en la que Celia salió de casa con la sonrisa plena de quien se dirige a hacer algo que ama después de haber conseguido que la persona amada vuelva a confiar en que nada ni nadie podría separarlas, el azar quiso ser caprichoso. Los golpes en la puerta hicieron creer a Aurora que la maestra se había olvidado de algo y abrió sin tan siquiera plantearse la posibilidad de que fuera Clemente quien estaba al otro lado. Había estado esperando, escondido bajo el dintel de una de las puertas vecinas, a que Celia saliera de aquella casa en la que le había asegurado vivía sola para comprobar si aquello era cierto pues, la tarde anterior, había visto sobre la mesa de la cocina un sombrero que le había regalado a su esposa y que no tenía porque estar allí de haber sido cierto todo cuanto la señorita Silva le había estado contando.
Bernardo fue la única solución que se le ocurrió a Celia después de que Aurora le contase el encuentro que había tenido con su marido. La mujer, que no sabía si estaba más enfadada que asustada o al contrario, lo llamó para pedirle por favor que fuese a visitarlas porque tenían una consulta urgente que hacerle pero fue Germán quien llamó a la puerta para sorpresa de ambas. Si ya tenían pocas cosas en las que pensar, al cuñado de Celia no se le ocurrió otra solución que intentar hablar con la que el consideraba la hermana más sensata de todas para que mediase entre él y su hermana Adela. A medida que aquel hombre desesperado hablaba, la culpabilidad por haber propuesto que Lorenza fuese a trabajar a su casa iba apoderándose de ambas. Ellas no tenían la culpa de nada de lo que estaba pasando, pero no pudieron evitar sentirse así. Estaban bajas de ánimo, con la cabeza en mil sitios y en ninguno, conteniendo un pánico que ambas comprendían no ayudaba y contra el cual luchaban interna y constantemente procurando que la otra no se diera cuenta sin ser conscientes de que las dos lo sabían perfectamente. Era todo tan contradictorio que incluso casi se alegraron de que Germán recurriera a ellas porque pensar en el demonio de otra persona, aunque fuera egoísta, alejó durante unos minutos a los suyos propios.
La solución de Bernardo, quien sin terminar de creerse lo que aquellas dos mujeres acababan de confesarle reaccionó como el amigo que Celia consideraba que era, no dejó a ninguna de las dos conforme. Pedir la nulidad sin tener nada que argumentar para ello y esperar que se la concedieran, parecía depender mas de un milagro que de el saber hacer del abogado al que a punto estuvieron de secársele los ojos de lo abiertos que se le quedaron cuando Celia confesó ser la persona a la que Aurora amaba. Él iba a intentarlo, a comenzar los trámites cuanto antes y a redactar una petición de nulidad que jugase en favor de Aurora pero estaba difícil y los tres lo sabían perfectamente. Además, para tener aunque fuera la mínima oportunidad de que eso ocurriera, la enfermera tenía que volver con su marido. Si seguía fuera del hogar conyugal se la consideraría una persona fugada y jamás le darían lo que tanto ansiaba tener.
Las opciones eran pocas, pocas por no decir ninguna; o Aurora volvía con Clemente o ambas se fugaban juntas y, por supuesto, la primera opción quedaba descartada por completo. Aurora no podía volver con aquel hombre terco y persuasivo que sonreía con cinismo para ignorar cualquier argumento que fuera en contra de su propósito. Celia, que no parecía estar muy de acuerdo con la opción de huir a otro país como Aurora proponía, terminó accediendo al no conseguir encontrar una solución menos drástica. Huirían juntas, lo prepararían todo para marcharse inmediatamente, solo necesitaban algo de tiempo y la única salida que le quedó a Celia fue mentir a Clemente sobre el embarazo de su esposa para que no se la llevase a Cáceres como pretendía pero, las noticias que llagaban desde el hospital eran cada vez mas desalentadoras y Aurora comprendió que deberían esperar un poco aunque eso implicase seguir soportando a Clemente quien parecía haberse propuesto ser el marido perfecto que nadie le había pedido que fuera.
Aurora, había preparado aquella cena aunque no tenían nada que celebrar porque sabía que Celia seguía preocupada por el estado de su hermana a pesar de que las noticias habían ido mejorando a lo largo del día. La había preparado porque había conseguido que Clemente se fuera a su hotel en Madrid antes de lo que él tenía previsto, porque hacía dos días que las únicas caricias que recibía eran las de ese hombre que parecía no comprender que con ellas, no demostraba amor si no posesión, que no era capaz de comprender que Aurora había vuelto a ser libre y, que en tal caso, si tenía que ser de alguien, era de Celia. De sus manos suaves, de su sonrisa sincera, de esa voz dulce y aterciopelada que le acariciaba el alma con cada te quiero, de su forma de mirarla, de desnudarla, de amarla, tan sincera y pura que a su lado cualquier cosa parecía posible, que le hacía soñar despierta, que nunca meditaba ningún beso y que todo cuanto esperaba de ella era que fuera quien quisiera ser.
Ambas sabían que el futuro era incierto, que nada parecía estar a su favor, que hasta que a Celia no le concedieran el traslado no podrían irse y, que aún concediéndoselo de inmediato, debían esperar a que Blanca estuviera mejor. Sabían que Clemente seguiría insistiendo, que las probabilidades de que desapareciera de sus vidas ahora que sabía donde estaba su mujer eran nulas, que Aurora tendría que fingir haber recapacitado y que Celia tendría que resignarse a ser la amiga que no era. Sabían que en lo idílico de su sueño se habían colado algunos monstruos, que eran poderosos y difíciles de vencer, pero tenían algo a su favor que ellos desconocían; el tiempo las había convertido guerreras y estaban más que dispuestas a despertarse para luchar, a despertarse para ganar y volver a esa quimera en la que nada, ni nadie debería haber interferido.


Adriana Marquina