domingo, 25 de septiembre de 2016

Aniversario Aurelia


Celia salió de casa con la excusa de la madre enferma sobre la conciencia. Necesitaba decirle a Aurora la verdad, confesarle que no había cocinado para ella sino para Marina, que la tenían prisionera, que no podía soportarlo más pero que haber involucrado al tío Ricardo no estaba facilitando su arrepentimiento. Lo necesitaba, pero supo al entregarle a Luis, que esperaba abajo, la tartera con la cena que había preparado para ella, que aquella no sería la mejor noche para hacerlo. Aurora le había pedido, con esa sonrisa suya a la que nada podía negarle que, al regresar, en vez de utilizar las llaves, llamase a la puerta y supuso que algo tendría preparado para celebrar el aniversario.

No se equivocaba. Mientras subía las escaleras de la corrala, vio como Aurora cerraba las cortinas del salón y como, tras ellas, la luz brillante del pequeño piso se apagaba dejando paso a la tenue luz que dan las velas, esa que, ilumine lo que ilumine, lo deja todo bañado de amor.

Celia sonrió al ver el reflejo de Aurora pasar por delante de la ventana, les había costado tanto llegar hasta allí que saber que ella estaba al otro lado seguía pareciéndole un sueño. No pudo evitar detenerse para ver si volvía a pasar, no pudo evitar recordar la primera vez que soñó con ella, el rubor que se apoderó de sus mejillas cuando al día siguiente le contó que lo había hecho, el calor que sintió mientras lo hacía frente a aquella ventana en la que Aurora, también adoraba soñar. Aquella mujer era la mujer de su vida, de una vida imperfecta sí, pero de su vida, al fin y al cabo, la única que podía ofrecerle, la misma que Aurora, encantada, estaba más que dispuesta a compartir.

Esperó, pero Aurora no volvió a pasar, supuso que estaría detrás de la puerta esperándola y no quiso alargar esa agonía que se siente cuando la ilusión te invade. La conocía, sabía y había aceptado que era mucho más romántica que ella, pero no por ello se había resignado a no poder sorprenderla y, aunque le había hecho creer que se había olvidado de que hacía un año que Aurora le hizo el mejor regalo que nadie podía haberle hecho jamás, aquel en el que la libertad de hacerla sentir como era venía envuelta en la carne suave de sus labios entregados, no lo había hecho. Con cuidado llamó a la puerta de la casa de Caridad, no quería despertar a los niños y recogió de las manos de aquella mujer que luchaba día a día por seguir adelante con una sonrisa en los labios, una pequeña cajita.

Cuando consiguió esconderlo en los bolsillos de su falda sin que se notase, se plantó delante de la puerta, respiró profundo para dejar tras de sí todos y cada uno de los problemas que le rondaban la mente y llamó con los nudillos con la determinación que da saber que, a partir de ese momento, nada malo puede ocurrir.

Aurora abrió la puerta despacio, tanto que Celia no pudo evitar asomarse por la rendija que tanto se hacía de rogar. Cuando por fin se abrió del todo, una mesa decorada al detalle, la esperaba con la cena humeante encima.

—Sé que la cena la has preparado tú, pero…

Celia no dejó que Aurora terminase aquella frase. Cerró la puerta, se abrazó a su cintura y calló el resto con un beso lento, cómo el primero.

—Es perfecto cariño.

Aurora sonrió, retiró la silla lo justo para que Celia pudiera sentarse y después se sentó delante, cómo aquella vez en el Excélsior, cómo aquella noche en la que el latir de sus corazones puso la banda sonora.

—Hacía mucho tiempo que no teníamos una noche para nosotras y esta, no voy a dejar que nos la robe nadie.

Aurora estaba dispuesta a deshacer el hielo que últimamente cubría la mirada de Celia con halagos, con promesas, con susurros y sonrisas, con todo su ser y ella, ella decidió dejar que lo hiciera, ayudar a que sucediera. Aquella mujer había luchado ya suficiente y, si había una noche en la que se merecía dejar de hacerlo, era aquella, la noche de su aniversario.

Sonrió alzando la copa que Aurora amablemente había llenado de vino y propuso brindar por todo lo vivido, por todo lo que les quedaba por vivir. La enfermera estuvo de acuerdo y tras el trago con el que sellaron el futuro que les aguardaba, propuso añadir otro por todo lo que les quedaba por soñar.

—A veces no podremos vivir como queramos, pero nadie podrá robarnos los sueños.

Celia se quedó pensativa antes de llevarse la copa a la boca. Los sueños que no se habían cumplido se arremolinaron sobre su mirada como las ánimas que esperan a los que caen en el infierno. Los huecos oscuros de sus rostros inexistentes comenzaron a definirse, pero el calor de las sábanas amadas de la primera vez que hicieron el amor, acudió corriendo a protegerla alejando, de su cabeza a Miguel, a Joaquín, al Doctor Uribe, a Clemente e incluso a Marina, que seguramente, en aquel momento, estaría negándose a probar bocado mientras ella se disponía a comérselo todo. Parpadeó y como si de sus ojos hubiera brotado el polvo mágico de las alas de las hadas, también se olvidó de ella.

Aurora la conocía bien, sabía que, al igual que le estaba pasando a ella, estar celebrando su primer aniversario lo estaba llenando todo de recuerdos. En su caso, Diana, Francisca, Adela, Elisa y Blanca, ocupaban los suyos. Cuando la primera patata llegó a su boca, se vio de pronto en la mesa del comedor de la casa Silva. La primera noche que durmió allí, un inmenso plato lleno de ellas presidía la mesa. De aquella solo Diana conocía su secreto, pero sonriendo entre una y otra, fue pasando de hermana en hermana, de abrazo en abrazo, de aceptación en aceptación. ¡Qué lástima sintió por la partida de Adela!

—Estaba acordándome de tus hermanas… —Celia la miró confundida —No me preguntes porqué, pero el sabor de estas patatas me ha hecho recordar el miedo que tenía a que se enterasen de lo nuestro ¡Quien me iba a decir a mí que las cinco terminarían aceptándolo de este modo!

La maestra asintió divertida para quitarle peso al asentimiento de cabeza con el que intentaba decirle a Aurora, sin decir, ese “te lo dije” que todos odiamos tanto.

—Tienes una familia maravillosa —añadió acariciándole la mano antes de inclinarse sobre la mesa para ayudar a aquella contención con un beso. 

Familia. ¡Como pesó de repente aquella palabra! Ninguna de las dos se libró de lo que pudo haber sido y no fue. Por la cabeza de Celia pasó el cuerpo destrozado de Aurora tendido sobre la cama después de haber dado a luz a un bebé al que los palos de su padre le negaron la posibilidad de recibir todo el amor que ambas tenían para dar. Por la de Aurora, pasó el abrazo que Celia le dio a su vientre cuando sintieron la primera patadita y no pudo evitar imaginar cómo hubieran sido sus noches si todo hubiera salido bien, si en una madrugada insomne, al abrir los ojos, su mujer y su pequeño durmieran tranquilos a su lado. Ambas sintieron que hubiera sido algo parecido a aquel día en el que la pequeña Eugenia se despertó mientras ellas se besaban con ternura, parecido, pero mejor porque aquel bebé sería suyo. Porque entonces sí, serían una familia.

—¿En qué piensas?

Aurora preguntó para romper el silencio triste que se interpuso entre ellas. Sabía que Celia iba a mentir en su respuesta, sabía que ella también lo haría al hacer como que la creía, pero, aunque aquel dolor había dejado una cicatriz difícil de sortear, tenían suficientes momentos buenos como para hacer un puente momentáneo y ambas, supieron cómo construirlo.

—Estaba acordándome de aquella fiesta en el Ambigú. Fue la primera vez que bailamos en público. ¡Anda que no me costó convencerte!

Aurora se rio avergonzada. No por haber bailado con ella, sino por haber estado a punto de no hacerlo.

—¿Cuántas cosas habremos dejado de hacer por el que dirán?

Celia se quedó mirándola, analizando la pregunta, recopilando momentos.

—Creo que menos de las que hubiéramos debido. Hemos estado en un hotel juntas, nos hemos manifestado casi de la mano y huido de la policía. Convocamos una reunión sufragista, conseguimos que cientos de mujeres luchasen por algo que era justo, que era necesario. Nos hemos besado en público, con las manos sí, pero besado al fin y al cabo. Hemos estado detenidas, ¡qué mal lo pasé hasta que te liberaron! y tan libres como para acudir a un local regentado solo por mujeres. ¿Recuerdas aquel día en el que me llevaste al Palacio de Cristal? “Hay paredes que no impiden ver el mundo” me dijiste…

—Ahora te diría que hay paredes que no impiden ver el amor.

—Yo creo que, si hay amor, no hay pared que pueda frenarlo.

Ambas se rieron ante aquel comentario con el que Celia, ayudada por un gesto rápido de la mano, quiso hacer referencia, sin mencionarlos, a todos los impedimentos que habían superado, Aurora, inmediatamente, recordó las paredes de la casa que Clemente convirtió en una prisión, pero, se deshizo de ellas de inmediato. La sonrisa de Celia hizo que todo desapareciera.

Estaba siendo una velada maravillosa. Tanto que cuando volvieron a mirar el reloj ya eran las doce pasadas. Aurora, se limpió apurada con la servilleta que descansaba sobre sus rodillas y se levantó como un resorte. Comenzó a recoger los platos de la cena impidiendo que su compañera se levantase. Celia la miraba divertida, le encantaba verla pulular de un lado a otro de la casa, le recordaba la primera noche que pasaron juntas allí, en su hogar. Cuando la mesa estuvo recogida y sobre ella solo quedaron las tres velas que adornaban el centro, Aurora levantó el teléfono;

—Sí. Abajo en quince minutos. Gracias.

—¿A quién has llamado? Y… ¿Por qué has quedado abajo?

—Es una sorpresa —respondió Aurora abrazándose a su espalda —. ¡Y no insistas, porque no te lo voy a contar!

Celia sonrió ante la predicción de la mujer que lo inundaba todo con su peculiar aroma, cerró los ojos con el calor de los brazos que le rodeaban y viajó con todo por un pasado antojadizo. El beso con el que se despidieron cuando Aurora se fue a Cáceres, le encogió el estómago. Petra acababa de fallecer y en aquel momento sintió que se quedaba tan sola que el mundo se convirtió en una canica en la que solo cabía ella. ¡Cuánto añoró sus labios! ¡Cuánto su compañía! Sintió que aún lo saboreaba cuando Aurora regresó, cuando le confesó que no podía vivir sin ella. Escuchó de fondo la ovación de un planeta que volvía a recomponerse, que juntaba las piezas como lo hacía ella, que volvió a romperse cuando Clemente las descubrió, cuando Aurora se enfrentó a él provocando con ellos una ira indescriptible que volvió a destruirlo todo y que se ensambló para siempre cuando Velasco se la devolvió, cuando aseguró que, el carcelero, estaba ahora encarcelado. ¡Besos! Por la cabeza de Celia pasaron todos sus besos, los que ya se habían dado y los que les quedaban por disfrutar.

—¿Sabes? —preguntó Celia girando ligeramente la cara para poder mirar a Aurora a los ojos.

—Dime.

—Ya te lo dije una vez, pero volvería a pasar por todo con tal de que este momento volviera a repetirse. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Y lo peor —respondió Aurora cogiendo el testigo de los malos momentos.

—Incluso lo peor es lo mejor sabiendo que me amas.

—Te amo Meine Liebe. Te amo.

Celia se levantó para poder besarla bien. Para susurrarle que ella también lo hacía, para preguntarle a quien había llamado…

—¡Será posible! Eres una chantajista —respondió Aurora entre risas —. Coge el abrigo, ahora mismo lo descubrirás.

El reloj marcaba las doce y media en punto cuando salieron por la puerta de casa. Celia no estaba muy convencida de ir a ninguna parte a aquellas horas, pero confiaba en Aurora y se dejó llevar.

Descendieron las escaleras de la corrala despacio. No querían despertar a nadie y tampoco que nadie les preguntase donde iban dos señoritas a tan intempestivas horas. Celia acarició con discreción el bolsillo de su falda sin darse cuenta de que Aurora estaba haciendo lo mismo con el bolsillo de su abrigo. Cuando abrieron la puerta de la calle, un landó, negro como los dos caballos que inmóviles esperaban órdenes, las esperaba al otro lado.

—Buenas noches señoritas.

El cochero, que no era otro que Fermín, el amigo de Aurora, el que se hizo pasar por novio de Celia para que ésta pudiera librarse de las terapias correctivas del Doctor Uribe, les abrió la puerta con una ligera reverencia. Cuando se hubieron sentado, Fermín ocupó su lugar y azuzó a los dos caballos que, raudos, emprendieron la marcha.

Madrid comenzó a dejarse ver pasados unos minutos. Su silueta quedaba iluminada por el aura amarillenta que mantenía en calma la ciudad. Celia, aprovechando la intimidad del camino de ida, se recostó sobre el hombro de Aurora que la rodeó con el brazo.

—¿De qué te ríes? —preguntó Celia elevando los ojos para poder ver el rostro de Aurora sin tener que moverse.

—Estaba acordándome de todas las veces que me insinué sin que tú te dieras cuenta. Estabas tan obcecada con tus problemas de amor…

—Que no vi que lo tenía delante.

—Creo que me enamoré de ti nada más verte porque no era normal lo que sufría cada vez que te veía regresar a la consulta sabiendo que nada podía hacer por evitar tu sufrimiento.

—No pienses en eso ahora.

—El día que me confesaste que no podías más, que te derrumbaste sobre mi… aquel día te hubiera cogido en brazos y…

Celia no dejó que Aurora continuase hablando, se incorporó, la besó y desvió su atención al vacío de una ciudad que parecía existir solo para ellas. Apenas había gente por las calles. Algún que otro borracho perdido seguido por el buen sereno que se aseguraba de que el señor llegase a casa sano y salvo. Madrid parecía una ciudad fantasma y la luna, en cuarto menguante, parecía sonreír en el cielo ante su llegada.

Fermín detuvo el coche pasados unos minutos, descendió y colocó la escalerilla para que ambas pudieran bajar de él sin problema. Aurora bajó primero y le tendió la mano a Celia para que le fuera más sencillo. Cuando la maestra levantó la vista, su rostro se iluminó casi tanto como las farolas que adornaban el paseo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con la entonación ilusionada.

—No podíamos celebrar nuestro aniversario sin sentarnos en nuestro banco —comenzó a decir Aurora mientras se dirigían a él —. ¿No crees?

Celia asintió con la cabeza y se sentó en su sitio. Aurora hizo lo mismo después de indicarle a Fermín que las avisase si veía acercase a alguien, por aquel lugar de noche, no solía transitar nadie, pero la enfermera hacía tiempo que había escarmentado con respecto a la suerte.

—Aquí te confesé que a mi también me gustaban las mujeres…

—Aquí fue donde me enseñaste a comprender que no estamos enfermas…

—Donde me hiciste celarme de tu amiga…

—Donde quise besarte hasta que se nos secasen los labios…

—Pero no podías…

—¡Ya! Pero ahora sí que puedo.

La sensación de libertad que les dio el hecho de estar besándose en plena calle, invadió sus cuerpos y se apoderó de cada uno de los poros de su piel. Era como un sueño hecho realidad. De nuevo uno en el que solo estaban ellas, bueno, y Fermín, que vigilaba discreto concediéndoles la intimidad que necesitaban, pero uno más que borrar de la lista de sueños por cumplir, aunque no de la de sueños que lograr. Hacer eso a plena luz del día aún seguía siendo impensable, pero ambas estaban convencidas de que más mujeres lucharían por ello. Aurora porque, aunque la vida le hubiera llevado por otros derroteros, aún sentía dentro el espíritu sufragista, Celia, porque desde que conoció a Carmen de Burgos, dejó de sentir que sus ideales de libertad eran inalcanzables.

Un carraspeo de Fermín anunció que iba siendo hora de irse. Cogidas de la mano volvieron a subir al coche y mecidas por el traqueteo del empedrado se alejaron de allí con la sensación de haber dejado en la madera de aquel banco la impronta del amor libre.

El sonido de los cascos de los caballos cesó cuando el repicar de las campanas de las iglesias cercanas anunciaron las dos de la madrugada. Fermín, volvió a apearse, volvió a colocar la escalerilla y volvió a tender la mano a Aurora para que ésta después hiciera lo mismo con Celia.

—¿Tienes la llave? —preguntó la enfermera.

Fermín no respondió, metió la mano en el bolsillo y extendió el brazo para entregársela a Aurora.

—¿Es la que te pedí?

—Esa misma. Me he asegurado de que lo tuvieran todo preparado. Pasadlo bien.

Celia los miraba sin comprender bien qué era lo que se traían entre manos, pero, tras despedirse de aquel hombre que tanto había hecho por ellas y después de que él retirase el coche, todo tomó sentido.

La fachada del Excélsior apareció ante ellas para deleite de Aurora y sorpresa de Celia. Hacía mucho que no volvían al hotel que fue testigo de sus primeros encuentros. Mucho que no pisaban aquella habitación en la que habían conseguido crear un mundo propio. La habitación número veintiuno. Su lujosa libertad.

Tal y como Fermín había dicho, todo estaba preparado. Cuando abrieron la puerta, un camino de pétalos de rosas las llevó hasta una mesa iluminada por las velas de un candelabro plateado que se reflejaba en las copas de champán que esperaban el brindis que hiciera que se sintieran útiles. Se quitaron los abrigos, dejaron los sombreros sobre ellos, se desprendieron de los zapatos y descorcharon la botella que esperaba ansiosa en una cubitera de pie.

—¿Por qué vamos a brindar?

—Por nosotras Celia, por nosotras. Porque este año no sea el último, porque pase lo que pase, sé que me amarás siempre, porque espero que tú también lo sepas. Eres mi amor, mi vida entera y aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento…

—No pienses en eso ahora cariño.

–…lo superaremos y seguiremos cumpliendo sueños.

Las burbujas de aquel licor recorrieron sus gargantas una y otra vez. Cambiaban cada nuevo brindis por una prenda de ropa, cada trago por un beso, por una sonrisa y cuando ya no quedó nada en la botella, abrieron la cama y se fundieron en un beso que hizo que el somier crujiera de puro placer al sentir de nuevo su peso.

—¿Recuerdas que fue aquí donde te prometí que “las siguientes” serían mejores? —Celia asintió mientras levantaba la cadera para que Aurora pudiera deshacerse de la única prenda de ropa que quedaba sobre su piel —. ¿Me equivocaba? 

El “no” de Celia no fue contundente, la lengua de Aurora perdiéndose bajo su vientre lo convirtió en un gemido acallado. La enfermera subía y bajaba las manos por los costados de la maestra. Se detenía en sus pechos y volvía a descender para aferrarse a una cadera que no podía dejar de balancearse. De arriba abajo, despacio, marcando un ritmo que Aurora conocía bien, un ritmo que a veces variaba para arrebatarle un gemido inesperado, para que aquella mujer se deshiciera en su boca como se deshace una onza de chocolate. Los puños cerrados de Celia aprisionaban la sábana, pero, cuando Aurora comenzó a ascender hacia el ombligo, cuando sin avisar se abrió paso entre los labios de la mujer que se entregaba, la liberó para aferrarse a su espalda, para sujetarle la cabeza mientras sus lenguas se fundían, para después perderla entre sus vientres y llegar hasta el manantial contenido que más tarde, también saciaría su sed.

—¿Puede haber un lugar en el que me sienta más segura que sobre tu cuerpo desnudo?

—No es mi cuerpo si no mi alma la que queda desnuda ante ti amor.

—¿Puede entonces haber un lugar en el que me sienta más segura que sobre tu alma desnuda?

El abrazo jocoso con el que retozaron de un lado a otro de la cama lo terminó Aurora de repente, con el dedo en alto y los ojos tan abiertos que Celia pudo ver en ellos el reflejo de las velas que ya empezaban a consumirse.

—¿De qué te has acordado? –preguntó divertida.

—De que tengo algo para ti —respondió mientras se enroscaba en una de las sábanas en dirección a la silla donde había dejado el abrigo.

—Yo también tengo algo para ti —añadió Celia, solo que ella no necesitó levantarse, su falda había caído justo a los pies del lecho.

Se sentaron la una frente a la otra, al borde de la cama. Aurora, con la sábana, parecía una diosa griega y Celia, que había decidido cubrirse con la colcha, blanca también, no se quedaba atrás. Estaban preciosas, el blanco puro de aquellas telas, la rojiza luz de las velas, los cabellos cayendo por sus espaldas y el aroma a amor de la habitación, hicieron que ambas se quedasen inmóviles durante unos segundos. El tiempo que tardaron en deleitarse con la imagen que tenían delante, esa que, estaban seguras, ni el mejor de los mejores pintores, podría haber retratado.

—¿A la de tres? —preguntó Aurora con las manos a la espalda al ver que Celia tampoco se atrevía a ser la primera.

¿Por qué nos dará siempre tanto miedo que nuestros regalos no sean lo suficientemente buenos? ¿Qué no estén a la altura del que lo va a recibir? ¿Cuándo comprenderemos que lo importante no es el “que” sino el “quien”?

—Una…

—Dos…

—¡Y tres!

Dos cajitas exactamente iguales aparecieron en las palmas de sus respectivas manos. Ambas se miraron incrédulas, negando con la cabeza, sin dar crédito a esa coincidencia que, tras el beso agradecido, lo fue aún más. Mirándose, sonriendo de puro amor se intercambiaron las cajas. Al abrirlas, sus ojos se encontraron de nuevo, en ellos se había quedado grabado el brillo del colgante que aguardaba inquieto asirse al cuello que le correspondía. El de Aurora era un corazón de oro con una “C” grabada, el de Celia, era exactamente igual, pero con una “A”. ¡No podían creerse lo que estaban viendo! Lo que había sucedido. Ambas habían tenido la misma idea, ambas habían decidido, volver a entregarse el corazón.
Adriana Marquina

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Impresiones La piedra Oscura

¿Sabéis eso que pasa cuando ves algo y de pronto se nos antoja? Pues yo aún sigo saboreando la mandarina de Sebastián. No como alimento en sí, sino como la resignación que a mi parecer reflejan los restos de pieles que resecos y olvidados descansan a sus pies esperando la frescura de la piel que aún viva está a punto de caer. Pero olvidemos la fruta y centrémonos en la carne. En la de Rafael Rodríguez Rapún que, al igual que la de esa mandarina, está a punto de caer sobre los restos olvidados.

En apariencia, “La piedra oscura” puede parecer la historia de una noche de guerra más, pero no es sólo eso ya que, en ella, se vislumbra la inocencia de una culpabilidad que martiriza independientemente del bando en el que ésta se halle. Rapún arrastra, además de las heridas físicas que lo mantienen postrado en la cama de ese hospital que más que un hospital es una cárcel, el peso de no haber estado donde hubiera debido estar cuando reclamaban con el corazón en la mano su presencia y Sebastián, carga sobre sus hombros con el miedo que lo llevó a alejarse del cuerpo de su madre muerta mientras en su cabeza sigue escuchando el sonido de los platillos con los que sin saberlo recibió a sus asesinos.

Nacho Sánchez y su protocolo, hicieron que me riera, no lo voy a negar, pero no de alegría sino más bien por la ternura que su soldado desprende, por sus miradas, sus movimientos, su forma de transmitir que sabe cómo ha llegado hasta allí pero que en realidad no entiende nada. Y es que: ¿Cómo puede un niño comprender que en cuestión de minutos la felicidad de su hogar se transforme en un infierno? ¿Qué sus rescatadores le obliguen a cambiar esos platillos por un fusil? ¿Que su libertad se deba al encarcelamiento de otros? Porque… él no es el prisionero ¿verdad?
Esa fue una de las preguntas que como un eco lejano retumbaba en mi cabeza a medida que la obra avanzaba. ¿Quién era el prisionero? ¿Quién el herido? Daniel Grao consigue que su personaje rezume ese aire de libertad que da la vida vivida, aunque la muerte esté cerca, aunque hubieras querido hacer más, aunque debas resignarte a escuchar el mar a través de las paredes de una celda mientras que, el miedo de Sebastián por no haber vivido lo inunda todo desde el momento en el que descubre la carta de Federico, esa que tampoco comprende del todo, pero de cuyas palabras, a mi parecer, se apropia para no sentirse tan solo.

Solo, esa es la clave. La soledad. Esa de la que Sebastián va desprendiéndose a medida que Rapún va cuestionando todo en cuanto le han obligado a creer, incluido el Dios al que se aferra cuando siente que ya no puede más. Esa que hace que el muchacho — a él no le gusta que lo llamen así, supongo que por el sentido despectivo que le darán a la palabra sus superiores —, comience a escuchar, a sentir o a hablar cuando tiene completamente prohibido hacerlo porque, ese hombre que será ajusticiado sin justicia alguna, pasa poco a poco y antes de que salga el sol, a ser lo más parecido a un amigo que ha tenido jamás.

No quiero desvelaros mucho más. Primero; porque ni siquiera sé si lo estoy haciendo bien y segundo; porque sería una lástima que, al sentaros en vuestra butaca, que al vestiros con la camisa ajironada que os espera en ella, ya supierais demasiado.

Rafael Rodríguez Rapún es un gran desconocido al que sin duda fue un placer conocer, no por lo que él representa, aunque sí, todo esto transcurre en una noche de guerra amenizada por el ruido de las bombas que caen a lo lejos, si no por lo que siente, por cómo siente, por cómo desaparece ante un Lorca al que no vemos y al que sin embargo sentimos en cada palabra que pronuncia. Sebastián, por su parte, es una de esas voces que vale más por lo que calla que por lo que habla, no porque tenga información, sino precisamente, por lo contrario. Es una voz que te llega en los silencios de la incertidumbre que lo atormenta y que golpea con ella la inocencia que todos llevamos dentro cada vez que se esconde, cada vez que se hace el fuerte, cada vez que se pierde en quien podía haber sido, en quien no es y en quien sueña ser.

La Piedra Oscura hizo que me levantase del asiento para aplaudir, pero ahora tengo dudas de a quien aplaudía. Esa es una de las razones por las que me encanta la manera en que Pablo Messiez dirige, y es que no sé si aplaudí la actuación, si aplaudí el diálogo, su ausencia, a la luz, la sombra, o a la lógica ilógica de todo cuanto ambos representan. No sé si aplaudí a Rafael, si aplaudí a Sebastián o si aplaudí ese “nadie puede desaparecer del todo” del final en el que sentí que aún llevaba los pies húmedos. Lo que sí sé es que volvería a hacerlo, que volvería a sentarme delante de ellos mientras el fantasma de Federico García Lorca me eriza la piel ¿O es que acaso pensáis que no fue capaz de escapar de esa cuneta de la que parece no acordarse nadie?

Adriana Marquina

domingo, 11 de septiembre de 2016

Vulnerables

A veces, cuando estamos enfadados o no entendemos el porqué de los actos de los demás, decimos muchas cosas que ni pensamos, ni sentimos de verdad y en Arganzuela, en los últimos días, se habían dicho demasiadas.

Aurora se había negado una y otra vez a responder a las preguntas de Celia. Ésta, por su parte, había entrado en el bucle de la desconfianza y el sabor amargo que le dejaba en el paladar hacia imposible que al mirar a la enfermera no sintiera que la estaba traicionando. La coartada que le había proporcionado a Marina seguramente la dejase en libertad mas pronto que tarde y para Celia eso suponía aceptar que de nuevo, tanto ellas como sus hermanas, estarían en peligro.

Estaba enfadada, tanto que salió de casa sin tan siquiera despedirse, dejando tras el portazo a una Aurora destrozada a la que no volvió a ver hasta que tuvo que acudir con Velasco al hospital. Gabriel le había pegado una buena tunda y aunque ambas sabían que no era el momento ni el lugar, la tensión hizo que Aurora tomase la determinación de echar a la maestra de la sala mientras curaba las heridas del inspector.

Celia no entendía nada. Sabía de sobra que Aurora mentía. Que la noche en que Carolina fue asesinada no estuvo con Marina pero, los motivos se le escapaban igual que sentía cómo se le escapaba la fe ciega que hasta el momento las había mantenido unidas. Igual que se le escapó la esperanza de que el testimonio de Elisa fuera suficiente para que el Juez declarase culpable a Marina cuando Velasco le comunicó que su hermana no solo se había retractado de su declaración si no que, además, parecía convencida de que de verdad había intentado salvarle la vida.

Hablar con la pequeña no sirvió para nada. La nueva actitud de Elisa, basada en el perdón, la bondad y el amor. Basada, básicamente en todo cuanto la joven postulante había pisoteado durante toda su vida, había hecho imposible el entendimiento entre ambas pero Celia, comprendía el dolor que las consecuencias del ataque podía haber dejado en ella y contuvo la dureza con la que le hubiera recriminado que estuviera protegiendo a quien lo había provocado.

Dadas las nuevas circunstancias, el balance de lo que tenían en contra de la mujer que a pesar de llevar días encerrada en el calabozo no había desfallecido lo más mínimo, era poco alentador. Lo único que les quedaba era la huella parcial que habían encontrado junto al cuerpo de Germán y con ella, poco podían hacer.

Al hecho de que Aurora siguiera sin querer dar marcha atrás con su decisión de ser la coartada de Marina y de que Elisa no fuera a acusarla de intento de asesinato, tuvieron que sumarle la desaparición del informe. Velasco no lo había echado en falta pero se dio cuenta de que no lo tenía mientras reunía lo necesario para un juicio que, sin él, definitivamente estaba más que perdido.

Celia, en un intento desesperado, decidió bajar a hablar con la detenida. Sabía que las probabilidades de que ésta dijese algo que la relacionase con el robo eran escasas pero, la insinuación de que había sido Aurora quien lo había hecho por ella la pilló desprevenida y fue más que suficiente para que Celia, que había intentado por todos los medios aguantar el tipo, perdiera los nervios.

Al contrario de lo que la maestra esperaba, Aurora mantuvo su testimonio frente al Juez. Confiaba en que haberla echado de casa después de que la enfermera confirmase con su negativa que había sido ella quien había robado el informe psiquiátrico de Marina de la comisaría, hubiera servido para hacerla cambiar de opinión pero no fue así. Velasco se había acercado hasta Arganzuela para comunicarle que era muy probable que no tardando mucho la asesina quedase en libertad lo que, a pesar del dolor que le provocaba, hizo que Celia se reafirmase en la decisión que había tomado. No reconocía a Aurora aunque, si se paraba a pensar, que prefería no hacerlo, tampoco se reconocía a sí misma. Marina estaba acabando con ellas, con la relación por la que tanto habían luchado y, dado que Aurora no parecía tener intenciones de volver a casa por su propia voluntad, cosa que por otra parte comprendía, decidió hacerle llegar una nota. Dura, sí, pero necesaria para hacer que regresase, para agotar la última gota de la última gota de esperanza que le quedaba aunque tuviera que hacerlo a gritos, aunque para llegar a ella tuviera que fingir que no le importaba lo más mínimo dejarla en la calle permanentemente.

Celia, que sabía perfectamente que Aurora aún seguía dentro de casa, entró fingiendo que no esperaba verla y confiando en lo desesperado de su plan, volvió a recriminarle lo que con su declaración había conseguido y fue tan duro para Aurora sentir cómo Celia le arrancaba de las manos la maleta y tan duro para Celia abrir la puerta sabiendo que si aquella mujer salía ya no volvería a entrar, que el mundo decidió pararse para las dos un segundo. El segundo en el que Aurora, sabiendo cumplido el pacto que mantendría alejado al diablo de ellas, decidió por fin contarle toda la verdad.

Las lágrimas impotentes de Aurora, calaron el hombro de la camisa de Celia mientras ésta la abrazaba con la fuerza con la que se abraza a quien se creía perdido. Sabía que tenía que haber algún motivo de peso para que la enfermera hubiera estado dispuesta incluso a asumir el fin de su relación, pero no se le había pasado por la cabeza que Marina pudiera haber ordenado desde la celda su asesinato en caso de que Aurora siguiera negándose a colaborar.

El sentimiento de culpa de ambas las mantuvo el resto de la tarde entre besos y abrazos. Entre "perdones", "lo sientos" y miradas apenadas que intentaban recuperar el brillo que habían ido perdiendo con el miedo a perderse.

Se acostaron con la idea de recuperar el cariño perdido pero les fue imposible. Aurora estaba metida en un buen lio. Ambas lo sabían pero cuando Velasco se lo confirmó la salida se alejó aún más de ellas. Sí decidía cambiar su testimonio el Juez podría acusarla de perjurio y entonces sería ella a quien tendrían que ir a visitar a la celda. Estaban entre la espada y la pared. La asesina estaba libre y Aurora podría acabar presa, para evitarlo, trazaron un plan en el que, para su desgracia, Marina no cayó. Y no solo no cayó si no que, además, se permitió el lujo de presentarse en Arganzuela para devolverle a Aurora la ropa que le había prestado con la prepotencia que le caracterizaba, con la seguridad que le daba saber que si alguna de las dos decidía hacer algo en su contra, la caída, la haría acompañada.

La casa se quedó helada cuando Celia cerró la puerta. Como si la sombra de Marina se hubiera apoderado de cada rincón. Ambas sabían que tenía razón, pero se negaron a que la red de la vileza las atrapase, a que el ansia de venganza oscureciera sus corazones, a que ese ser que no sabía lo que era el amor, les robase el que tanto les había costado conseguir. Se negaron y aunque tenían muchas cosas que hablar y mucho que pensar, decidieron no pensar más que en ellas. Adelantándose a la noche que comenzaba a reclamar su momento, cerraron todas las cortinas de la casa, necesitaban amarse, se necesitaban y convencidas de que el amor puede acabar con todo, aunque solo sea durante unos minutos, se desnudaron sin prisa para recuperar de golpe el calor que les pertenecía.

Cerraron los ojos para borrar con sus besos la imagen distorsionada con la que la desconfianza había cubierto el maravilloso lienzo de su historia y entraron en la habitación para volver a colocarlo en el lugar que le correspondía, el cabecero de la cama que las recibió como si nada hubiera ocurrido. El colchón se amoldó a sus cuerpos que eran uno. Las sábanas se empaparon con el perfume del sudor que ama, del sudor que perdona, de ese que resbala por la piel como un grito desesperado cuando se hace el amor con premura. Y es que en sus caricias tensas se notaba que se habían echado de menos. Las manos subían por las piernas, bajaban por el vientre, se amarraban a la cadera, al costado. Perdida en el centro de la maraña del deseo, Celia luchaba como podía contra el filo de unas uñas que ansiaban desquitarse de la rabia que le había atenazado el cuerpo durante días contra la espalda de Aurora mientras que, la culpa que había martirizado a la enfermera, no solo hubiera estado dispuesta a asumir ese castigo si no que lo esperaba con anhelo. Se mordieron los labios, el lóbulo de la oreja, el cuello tenso que adivinaba que el camino del próximo beso pasaba por encima del pecho. Daba igual del de quien porque llegó un momento en el que se habían enredado de tal manera que subir o bajar llevaba al mismo lugar. Y en él perdieron sus bocas y labio a labio terminaron con cualquier reproche, con toda la rabia, con el miedo, el pasado, el presente y el futuro. Con el frío y el calor. Con el bien y el mal. La luz y la oscuridad. Perdidas entre sus piernas, aprisionadas por ellas, terminaron con todo, incluso con ellas mismas porque, una vez más, la dura realidad les había obligado a ser más fuertes que la vida aunque, en ese momento en el que se amaban sin mesura, fueran conscientes de que eran completamente vulnerables a la muerte.

Adriana Marquina