miércoles, 21 de diciembre de 2016

El Final que yo le hubiera dado (Parte I)


Los trajes de gala comenzaron a llenar las calles de Madrid en cuanto la noche se apoderó de ellas. El viento frío arrastraba las palabras de la gente con la que se iba encontrando. Su ulular fantasmal, se colaba a través de la ventana entreabierta de Celia haciéndole sentir que a nadie importaba su dolor. Se sentía sola. Más sola que nunca. Todo en cuanto creía había sido pisoteado. Su amor, mancillado.

Sentada en el suelo a los pies de una cama que había dejado de ser suya porque en ella nunca había dormido Aurora, se abrazaba las piernas con la cabeza apoyada sobre las rodillas. A su lado, en una penumbra que no era sino el reflejo de lo cruel que puede llegar a ser la interpretación de la palabra de dios, una biblia intentaba pedirle perdón sin éxito. Celia sabía que ella no tenía la culpa de nada, que solo era un libro más, un libro sin autor que en algún momento cayó en las manos equivocadas. Que, en algún momento indefinido de la historia, pasó a convertirse en la verdad absoluta de cientos de cobardes que temiendo por el frío de su alma habían decidido utilizarlo como escudo, o como lanza. Porque eso pasa con las personas pusilánimes, que de puro miedo atacan, que, de pura impotencia, matan.

A ella le estaba ocurriendo, la estaban matando. La estaba matando imaginar el champán burbujeante corriendo de mesa en mesa, encerrado tras el cristal de una copa que de saber la verdad de quien la sujeta se hubiera roto llenando cualquier manjar de cristales de hipocresía —Porque sí, cuando se brinda, siempre se es un poco hipócrita —. La mataba imaginar las miradas encandiladas en los brindis de los amantes escondidos, juzgados o perseguidos. En los amantes que estarían llorando, por fuera, como ella, o por dentro, porque, aunque no fuera una suerte, sintió que por desgracia no a todo el mundo se le permite llorar con la misma libertad.

Libertad. Lo hubiera dado todo por ella en aquel momento. Por atreverse a deshacer el nudo de su cuerpo y echar a andar hacia Aurora. Coger el lomo de aquel libro que tanto mal le estaba haciendo y abrirse camino a golpes con él hacia su amada. Libertad. Hubiera muerto corriendo hacia ella y, sin embargo, no eran sus pasos los que la acercaban al corazón destrozado.

Madrid estaba desierto. Las cenas habían terminado y las uvas esperaban en las fiestas privadas, ya fueran de ricos, o de pobres, porque el año siempre termina para todos, aunque no todos sean capaces de encontrar la esperanza que se le supone al nuevo. Desierto, pero no vacío, porque Aurora vagaba por ellas en busca del último aliento. No podía irse sin él y sabía quién lo cuidaba, quien se lo entregaría a cambio de nada dándolo todo. ¡Y no! No era el dios de Camilo, porque ese dios no creía en nada que no fuera en él mismo, porque ese dios ofrecía un cielo sin amor, porque dios, ese dios, no era el creador del mundo sino su destrucción y algo que destroza amparándose en un amor hecho al gusto de unos pocos, no la hubiera sujetado hasta la puerta blanca de aquella casa tras la que le esperaba el paraíso que merecía su esfuerzo.

Como si los brazos de Celia fueran una nube acariciada por el sol, Aurora se derrumbó sobre ellos. El cansancio, la fiebre y el frío que atería el cuerpo de la enfermera, hicieron imposible que llegasen más allá de las escaleras. Aurora tenía miedo, miedo del de verdad, del que hace que te tiemble la voz y sala las lágrimas con el alma que se escapa. Celia lloraba impotente. Sentía como el amor de su vida se apagaba. Como la cera de la vela que era su cuerpo tintineaba cada vez que ella respiraba, así que dejó de hacerlo. Dejó de respirar para tenerla unos segundos más, para amarla unos segundos más. Para decirle que todo iba a salir bien, aunque fuera mentira.

Aurora se desvaneció cuando el reloj del salón anunciaba las doce de la noche. La mano que se aferraba al brazo que la sujetaba con fuerza intentando retenerla cayó inerte sobre las escaleras dejando la piel de Celia más desnuda de lo que nunca había estado. La maestra gritó desolada y como si el dios en el que ella creía, ese cuya única función es dar humanidad a los humanos se hubiera puesto de su parte, Doña Rosalía apareció por la puerta de servicio.

—¡Dios Santo señorita! —exclamó mientras dejaba caer el rodillo de madera que había cogido por si los ruidos que escuchaba los habían provocado malhechores —¿Cómo no me ha avisado antes?

—Llame a Cristóbal Rosalía, por favor. Dígale que Aurora está aquí, que se ha desmayado.

—¿Esta viva? —preguntó la mujer tan inoportuna como siempre.

—Creo que sí Rosalía. Llámelo de una vez.

Cristóbal y Blanca llegaron mucho antes de lo que nadie hubiera esperado. Sus respiraciones agitadas atravesaron el umbral de la puerta casi a la vez que Velasco llegaba a ella. El inspector había dejado a Bruna en casa tras explicarle que, si alguien lo necesitaba aquella noche, era su amiga Celia Silva.

No hizo falta que nadie preguntase nada, que nadie dijera nada. Los dos hombres levantaron a Aurora como buenamente pudieron y la subieron a la habitación que Blanca les indicó mientras Rosalía abrazaba a Celia para ayudarla a subir unas escaleras que nunca se habían mostrado tan empinadas.

—¿Esta viva Cristóbal? Dime que está viva ¡Por favor! —gritó Celia en lágrimas ahogadas deshaciéndose de los brazos de Rosalía para caer a los pies de la cama sobre la que habían tumbado a Aurora.

—Celia —comenzó a decir el doctor mientras la ayudaba a incorporarse —. Está viva, pero no por mucho tiempo.

—¡Tienes que hacer algo Cristóbal! ¡Tienes que salvarla!

Los puñetazos con los que Celia golpeaba el pecho del doctor, esos con lo que intentaba despertarse del peor sueño de su vida, consiguieron hacer que Aurora suspirase.

—¡Creo que será mejor que las dejemos solas! —sugirió Blanca que intentaba contener las lágrimas que le llenaban los ojos.

Todos asintieron y justo cuando iban a cerrar la puerta de la habitación, un alboroto fuera de lugar llenó el hueco de la escalera, los pasillos y la casa entera. Velasco y Cristóbal fueron los primeros en llegar abajo. Cuando lo hicieron, vieron como Salvador, Ciro, Gabriel y Benjamín, que había llamado al club social temiendo que algo así pudiera ocurrir, intentaban sin éxito frenar a un Camilo enloquecido en cuyos ojos ardía el fuego del infierno que tenía por alma. Blanca y Rosalía contemplaban aterrorizadas la escena a media escalera, casi tanto como Diana y Elisa que subieron para parapetarse en el escudo de un abrazo. Las palabras que salían de la boca de aquel hombre, esas con las que describía a Celia sin darse cuenta de que se estaba describiendo así mismo, sintieron que tenían que hacer algo y lo atragantaron haciendo que perdiera la fuerza, haciendo que sus envestidas cesasen, dejándolo a un par de metros escasos de la barrera que lo separaba de su objetivo.

—Sé que está aquí. La he buscado toda la noche y no puede estar en otro lugar —comenzó a decir encolerizado hediendo a alcohol.  

—Usted lo único que ha hecho ha sido emborracharse en el Ambigú —reprochó Benjamín que lo había seguido hasta allí temiendo que llevase a cabo las amenazas que había dispuesto sobre la barra del local y nadie hubiera recibido su mensaje—. Vergüenza debería darle presentarse así en una casa decente.

—¿Decente? —preguntó con el sarcasmo curvándole el bigote —¡Decente! —rio —En esta casa se consiente el pecado y se da cobijo a una pecadora. ¡Decente dice!

—Ya me está usted cansando con sus insultos…

Gabriel, cansado de escuchar sandeces, tuvo intención de dar un paso adelante para terminar con la charlatanería de Camilo de un puñetazo, pero una mano lo sujetó por detrás. Diana, calmando con la mirada a sus hermanas y a Rosalía, bajó las escaleras abriéndose paso entre los hombres, poniéndose frente al demonio que juzgaba sin mesura. Salvador intentó frenarla, temía que aquel ser sin escrúpulos pudiera hacerla daño, pero Diana conocía muy bien a los hombres como Camilo y con la mirada clavada en sus ojos lo hizo pequeño ante la fortaleza de algo en lo que él jamás había creído, una mujer.

—Aurora Alarcón, su hermana, está en esta casa…

—¡Lo sabía! ¡Maldit…! —Diana lo frenó con un gesto lento y calmado de la mano.

—¡En MÍ casa! Y usted no es bienvenido en ella —Camilo intentó volver a hablar, pero Diana lo silenció de nuevo —. Puede usted gritar todo lo que quiera, referirnos todos los insultos que se le ocurran, nombrar a dios cuantas veces crea necesitar, ampararse en él para que su conciencia no termine matándolo. Porque sé que tiene conciencia, aunque cuando se asome a ella lo único que vea sea podredumbre. Puede quedarse ahí toda la noche si lo desea, pero tenga por seguro que ni usted, ni nadie, va a subir a la habitación en la que mi hermana está intentando que su hermana muera de la manera más digna posible. Así que tiene dos opciones; O sale de aquí por su propia voluntad, o le sacamos nosotros.

La exasperación de Camilo, esa que lo había mantenido hasta ese momento con los puños apretados, hizo que los abriera. Las uñas marcadas en la palma de la mano fueron perfectamente visibles cuando este la levantó.

—Espero que no se le pase por la cabeza tocarle un pelo a mi mujer porque entonces ya le digo yo que su hermana, le sobrevivirá a usted.

—No tienen moral, ni ética… No tienen salvación —farfulló con la saliva de la ira escapándosele por las comisuras de los labios.

—¡Discúlpeme! —interrumpió Blanca descendiendo hasta colocarse al lado de su hermana —De falta de moral y ética, por desgracia, voy servida. Puedo asegurarle que hace un par de semanas hubiera intentado que las personas que están ahora aquí comprendieran su punto de vista. Usted es su hermano. ¡Su hermano por dios! ¿Cómo no iba a tener derecho a decidir sobre el final de la mujer que lleva su sangre?

–Por fin alguien que…

—¡Déjeme terminar! —sentenció Blanca haciendo aún más pequeña la hombría de Camilo —Usted es su hermano y tendría derecho a sujetarle la mano mientras asciende a ese cielo que le dibuja en azul cuando en realidad es negro, negro como su alma. Pero...¿Dónde estaba usted cuando Aurora lo necesitó? ¿Cuándo reclamaba perdón siendo usted quien tendría que habérselo rogado a ella? Ella solo quería morir en paz, agarrar la mano de las dos personas que le quedan en este mundo. La suya y la de mi hermana Celia. Ella quería creer en lo que su dios proclama y usted lo ha ensuciado con sus palabras, con su rencor, con un odio que no consigo comprender.  Si ese dios al que se aferra existiera tal y como lo describe, jamás hubiera creado un ser tan repugnante como usted. Ya ha escuchado a mi hermana. Váyase de aquí o haremos que se vaya.

—Sus lecciones de moral no me conmueven… Sé quién es, todo Madrid lo sabe. Otra pecadora más, una furcia indigna que se rindió al placer en los brazos del hermano de su marido…

—¡Cállese ya hombre! ¡Cállese! ¿No ve que está haciendo el ridículo? ¿Qué lo que intenta es inútil? ¿Qué no vamos a dejarle pasar?

—¡Déjalo Cristóbal! —musitó Elisa desde la escalera.

—¡Vaya, la hermanita que faltaba! ¡Que irónico que no haya nada más inútil que una mujer que no puede darle a su marido descendencia! ¡A su marido tullido!

La carcajada que se escapó de la garganta de Camilo y que hizo que cerrase los ojos por un instante, impidió que viera que Elisa, al igual que había hecho Diana con Salvador, contuviera a Ciro y se pusiera ante él.

—Puede que a mi marido le falte una pierna —comenzó a decir Elisa con su peculiar sonrisa —, pero al menos tiene corazón, cosa que no puede decirse de usted. En cuanto a lo que a mí respecta, solo tengo una cosa que decirle; Yo no podré darle a mi marido descendencia, pero le aseguro que, si pudiera hacerlo, le daría cinco Auroras antes que un solo Camilo.

—Pienso denunciarlos a todos… —amenazó conteniéndose como pudo —¡A todos! ¿Me oyen?

—No estoy muy seguro de la credibilidad que pueda tener la denuncia de un hombre borracho que ha entrado a la fuerza en una casa decente y que ha amenazado reiterativamente a un agente de policía.

—Eso es una calumnia, yo no le he amenazado.

—Aquí cuento nueve testigos que, seguro, pueden dar fe de lo contrario —dijo Velasco acariciándose el bigote con el dedo índice.

—¡Esto no va a quedarse así!

—¡Claro que no! —confirmó Rosalía colocándose junto a las hermanas —Usted ha irrumpido en esta casa como si fuera un animal, ha insultado a los amigos de su hija, a quienes la han protegido y ayudado —Benjamín y Ciro agacharon la cabeza sintiendo que a ellos no les correspondía el mérito de esas palabras —. A quienes ella escogió, por encima de todo lo que usted representa, como su familia, porque sí señor Camilo, la familia puede escogerse y aunque no pueda creerlo la sangre se comparte más allá de las venas que la trasportan. Estas personas llevan un poco de la sangre de su hermana, incluso yo que no entiendo como dos mujeres pueden llegar a amarse, así lo siento, porque su hermana es una gran persona, una gran mujer que nació para servir a los demás, sí, pero a los demás que ella fue escogiendo. Usted no ha sido más que una deuda, de esas que su dios —se santiguó pidiéndole perdón al suyo —, impone, pero en esta casa nadie le debe nada, por no deberle no se le debe ni el respeto que se le está teniendo. Antes de que lo diga usted; sé que en mí solo ve una simple ama de llaves, pero no se deje llevar por mi uniforme porque las arrugas que me marcan la piel llevan en cada pliegue la vida de las hermanas Silva, son mis hijas, Celia es mi hija y no voy a consentir que el amor de su vida se muera en unos brazos que no son los suyos —Rosalía pasó al lado de Camilo y abrió la puerta de la calle —. Nuestro lugar está en esta casa, si quiere sentarse con nosotros a esperar el momento en el que Celia descienda esas escaleras hundida porque el alma de su hermana estará ascendiendo en la dirección contraria, puede quedarse, si no, puede usted marcharse por donde ha venido…

Camilo respiró profundo, los miró con el mayor de sus desprecios y sin decir palabra salió por la puerta con el dedo índice en alto lleno de un nuevo arsenal de amenazas que no se atrevió a pronunciar pues, los pasos de las tres hermanas, lo empujaban fuera con las miradas desafiantes.

—¡Caballero! —reclamó Rosalía antes de cerrar la puerta —¡Ojalá se encuentre de camino a casa con ese dios al que tanta estima tiene!

Adriana Marquina

lunes, 19 de diciembre de 2016

Argentina, segunda parte


La primera noche que Celia y Aurora pasaron en su nuevo hogar, hubiera podido caerse el cielo parte a parte sin que ninguna de las dos se hubiese dado cuenta. Estaban tan cansadas del viaje, tan relajadas por el baño y tan nerviosas a la vez por ver que tenía que ofrecerles aquel maravilloso país, que sus cabezas no pudieron con la presión y cayeron en un sueño tan profundo que, de no haber sido porque el teléfono sonó a mediodía, habrían empalmado una noche con otra.

Tras recuperarse del sobresalto inicial, pues aún no conocían bien el departamento y ni siquiera se habían planteado recibir llamadas, Celia le explicó a Aurora que Cecilia, la amiga de Carmen que junto a su esposo Matías las recogió el día anterior al desembarcar, había concertado una cita para esa misma tarde con el director de un periódico local. Al parecer, estaban buscando a una mujer joven que relatase con perspectiva el estilo de vida de la mujer argentina y cuando les comunicaron que una conocida de Carmen de Burgos acababa de llegar a la ciudad desde España, no dudaron en querer conocerla.

La alegría de Aurora fue mayúscula. Celia tuvo que sentarse porque la prontitud de la suerte le dio vértigo, pero había llegado hasta allí dispuesta a comerse el mundo que intentaba comérsela a ella y con ayuda de Aurora recopiló todos los artículos que había escrito en Madrid para que supieran desde el principio a qué clase de pluma se enfrentaban.

—¿Y bien? ¿Le ha gustado lo que ha leído? —preguntó Aurora según vio a Celia entrar por la puerta.

—¡Les ha encantado cariño! —respondió entusiasmada colgándose de su cuello — Me han dado una semana para conocer un poco el barrio y escribir una crónica en la que se compare la participación social de la mujer de aquí con la de España así que, si estás lista, nos vamos de paseo.

Aurora no dudó un instante. Se vistió su mejor sonrisa, su felicidad y el orgullo que sentía por la mujer que no podía dejar de sonreír y acompañó a Celia en sus primeras impresiones.

El artículo fue un éxito. La forma de escribir de Celia, directa y sin remilgos, encandiló al señor Mansilla y esté le concedió una columna social que se publicaba, en principio, una vez por semana pero que, dada la repercusión que tenían las palabras de la escritora, pronto pasaron a ser dos.

En una de las columnas, a Celia se le ocurrió explicar la importancia que tenían en la sociedad las enfermeras. Con ayuda de Aurora, elaboraron una lista de las tareas que llevaban a cabo, no solo como profesionales, si no como personas que, en muchas ocasiones, debían actuar como familiares y amigas de los enfermos que, por una u otra causa, no recibían visitas de nadie. La exactitud con la que describió los sentimientos que Aurora le fue detallando, hizo que la jefa de enfermeras de uno de los hospitales de la zona, se interesase en saber por qué conocía tan bien su profesión. Cuando Celia le comentó que su amiga era enfermera, esta no dudó en ofrecerle un puesto junto a su equipo.

—¡Y pensar que en un principio no quería venir…! –comentó la enfermera un día en el que la felicidad de haber ayudado con éxito en una operación complicada le iluminaba la mirada de manera especial.

—¡Llevamos aquí más de medio año cariño! No deberías pensar en eso. Tuviste dudas, es normal, yo también las tenía, pero ahora estamos aquí y somos felices. Las dos tenemos un buen trabajo y hemos hecho muy buenos amigos que saben quiénes somos y que nos respetan, deja que la vida nos sonría tranquila —respondió Celia sentándose sobre sus rodillas, rodeándole el cuello y besándola los labios sin miedo a que nadie pudiera descubrirlas.

Aurora sonrió asintiendo, Celia tenía razón, así que dejó de lado aquel pensamiento y se levantó tras ella. La sujetó la mano para que no se alejase demasiado y se la llevó entre carcajadas y pereza fingida hasta la habitación. La cama, bastante más grande que la que habían dejado en Arganzuela y mucho más agradecida, las esperaba. Se desprendieron de la ropa poco a poco, como la primera vez que iban a verse desnudas, como si nunca hubieran tocado la piel que aparecía ante sus brillantes ojos. Ambas pensaban que sentirse así, tenía que ser cosa del clima, de la altitud o de la comida, pues desde que habían llegado a Argentina les invadía esa misma sensación cada vez que hacían el amor, pero en realidad eran sus almas aprendiendo que el miedo a amarse ya no existía. Porque sí, llevaban allí bastante tiempo, pero nada comparable al tiempo que arrastraban.

Acostadas sobre la colcha, Aurora volvió a contar a besos los centímetros que separaban el cuello de Celia de su ombligo. En nada había variado la distancia y, sin embargo, a ella siempre le gustaba añadir algún beso más. Tenía la teoría de que; aunque el camino siempre fuera el mismo, continuamente había algo bello que descubrir en él. Celia, mientras tanto, contenía la respiración esperando el siguiente paso, la siguiente caricia, confiando en que las manos de su amante se perdieran entre sus piernas con el mismo cariño con el que lo estaban haciendo por sus pechos. Deseando que volviera a hacer que tocase el cielo para después corresponderla con el trocito que en su lengua tenía reservado para ella. Se amaban, se amaban más que nunca porque la vida comenzaba a amarlas también y cuando la vida te ama todo es nuevo, todo está por descubrir, aunque lo conozcas de memoria.

Los meses siguieron pasando. La vida siguió sonriéndoles. La jefa de enfermeras que había contratado a Aurora tuvo que marcharse de la ciudad porque a su marido le había surgido una oportunidad laboral que no pudo desaprovechar y decidió que la profesionalidad con la que trabajaba aquella mujer que en apenas unos meses se había ganado el cariño y respeto de médicos, pacientes y compañeras, sería la mejor para hacerse cargo del puesto que dejaba. Celia por su parte, había conseguido que le publicasen un artículo bastante controvertido sobre el sufragio femenino y, al contrario de lo que esperaba, tuvo tan buena aceptación que un periódico de tirada nacional se interesó de inmediato por ella, ya no como columnista, sino como periodista y la mandaban a cubrir eventos en los que no solo disfrutaba, sino en los que, además, aprendía.

Argentina estaba siendo muy generosa con ellas. El trabajo les iba bien y el futuro se presentaba a diario envuelto en un papel brillante con un lazo que daba gusto deshacer. Los contactos que Celia hacía como periodista les abrían las puertas a eventos de los que no podrían haber disfrutado de otra manera y algunas de las personas a las que Aurora había cuidado habían pasado a ser buenos amigos. Podían permitirse el lujo de salir de casa a menudo. Siempre que los horarios de la enfermera se lo permitían acudían al teatro, a la opera o a cenar a casa de alguien cuando no, acudían a cenar a la suya. Habían decorado el departamento a su gusto e incluso habían comprado cilindros de fonógrafo con distintas melodías. Adoraban hacer las labores de casa escuchando música, aunque esta se repitiera una y otra vez.

Todo era maravilloso. Estaban encantadas. De vez en cuando Celia podía permitirse el lujo de poner una conferencia a Madrid para hablar con sus hermanas, aunque era más habitual que les escribiera cartas contándoles como era aquel país, invitándolas a ir, plasmando en ellas sus deseos de volver a verlas. En noviembre, cuando ya llevaban allí casi un año, recibieron una carta de casa Silva. Diana había pensado que quizá podrían reunirse todas de nuevo para celebrar las fiestas de Navidad pero, a pesar de las ganas que tenía de volver a verlas, la respuesta que tuvo que enviar de vuelta, fue negativa. ¡Ninguna de las dos podía ausentarse del trabajo tanto tiempo! Dos meses era pedir demasiado para lo bien que se había portado todo el mundo con ellas. A finales de ese mismo mes, como si el mar que habían conocido en su viaje hasta allí se hubiera elevado por encima de sus cabezas y se hubiera desplomado de repente, una fortísima tormenta sorprendió a toda la ciudad. Los destrozos ocasionados fueron muy importantes, pero sin duda las zonas más afectadas fueron las pequeñas poblaciones de alrededor ya que, como sucedía en Madrid con Arganzuela, parecían haber sido olvidadas. De la noche a la mañana, sus callejuelas se convirtieron en un lodazal por el que resultaba casi imposible desplazarse. Los escasos recursos de que disponían fueron arrastrados por el agua que desbordaba de los riachuelos junto a los que se habían construido las humildes casas. Las huertas quedaron arrasadas y encontrar agua potable en la zona se convirtió en una tarea casi imposible.

Celia, que se había enterado de la situación que estaba viviendo parte de la población porque la madre de uno de sus compañeros seguía viviendo en una de las zonas afectadas, le dedicó al gravísimo problema un artículo en el periódico con intención de conseguir voluntarios que pudieran ayudar a los afectados fuera de la manera que fuera. Su artículo conmovió al médico para el que trabajaba Aurora y decidió habilitar una planta del hospital para los enfermos que llegasen desde allí. Como no podía ser de otra forma, también pidió voluntarios que quisieran ayudarle a organizar todo el trabajo que había que hacer y evidentemente Aurora, no dudó en ser uno de ellos. Estuvo días curando heridas, alimentando a aquellos que ya de por sí estaban a falta de alimento, cambiando cuñas, sábanas y limpiando vómitos. Muchos de los enfermos se habían visto en la necesidad de rescatar víveres del lodo o de cocinar como bien habían podido a los animales muertos que encontraban en él. Fue un desastre que nadie esperaba, que desbordó a todo el mundo, que se llevó por delante a muchas personas y que necesitó de mucho trabajo, mucho más del que Aurora pudo soportar. A los tres días comenzó a encontrarse mal. Al principio pensaba que era el cansancio que estaba pudiendo con ella, pero se equivocaba. Aconsejada por su compañero y amigo se fue a casa, para él ya había hecho más que suficiente y se merecía descansar al menos un día para poder continuar, pero al llegar a casa, supo que algo más grave le ocurría.

Las pruebas lo confirmaron, apenas se habían dado un par de casos más en el hospital y ya los tenían aislados, pero la mala suerte no se aleja de las personas buenas durante mucho tiempo y a Celia y Aurora ya les había dado demasiada tregua. Aurora, se había contagiado de cólera, casualmente fue la enfermera que se hizo cargo de los dos pacientes antes de que obtuvieran un diagnostico fiable y como hacía muchos años que aquella enfermedad no se daba en aquel país, a nadie se le ocurrió pensar que los síntomas que presentaban fueran provocados por la mortal bacteria.

Celia, escribió a sus hermanas en cuanto supo de la afección que padecía Aurora. Se estaba enamorando de aquel país, pero no podía dejar a la mujer a la que amaba en un lugar en el que, bajo su punto de vista, los tratamientos y conocimientos estaban mucho menos avanzados que en España. Movió cielo y tierra para conseguir dos pasajes de vuelta, para conseguir que las autoridades dejasen viajar a una mujer en el estado en el que se encontraba Aurora, para que Cristóbal lo tuviera todo preparado en Madrid y el capitán del barco dispusiera para ellas un camarote grande, limpio y con alimento y agua potable suficiente para aguantar todo el viaje. Se dejó la piel en ello. La piel y todo lo que habían conseguido ahorrar. Celia estaba dispuesta a todo y de todo hizo para mantenerla consciente durante la travesía de vuelta. Durante una travesía en la que los delfines no saltaron delante del barco, en la que las ballenas azules no se asomaron a saludar a los pasajeros que sanos se aferraban a la barandilla esperando a los monstruos de los que les habían hablado. Una travesía en la que las puestas de sol y los atardeceres fueron oscuros, en la que las estrellas no brillaron, en la que, sin embargo, los deseos cubrieron por completo el agua del mar.

 Adriana Marquina

jueves, 15 de diciembre de 2016

Argentina, primera parte

Un año es mucho tiempo, aunque pase en tan solo un día.

Con los abrazos aun latiéndoles en la piel, Celia y Aurora embarcaron rumbo a un destino incierto. Carmen de Burgos había dispuesto todo lo necesario para que, a su llegada a Argentina, no tuvieran nada de lo que preocuparse. Madrid se había despedido de la peor manera posible. La boda de Elisa había sido una balsa en el mar agitado en el que se había convertido la ciudad, pero el recuerdo de las piedras cayendo a su alrededor las persiguió hasta la pasarela por la que accedieron al barco. Una vez dentro, cuando ya habían conseguido encontrar el camarote que las correspondía, un cuchitril con dos camas, un lavabo, una bombilla solitaria y un pequeño ojo de buey en el que apenas les cabía el rostro, el miedo a lo desconocido lo borró todo de golpe. Se miraron, sabían que tenerse la una a la otra era lo único que la vida les había dejado, todo lo demás desapareció con la gran nube de humo de la chimenea anunciando que el barco zarparía de inmediato. Ya no había marcha atrás y decidieron subir a la cubierta para despedir con la mirada la tierra de un país ingrato lleno de prejuicios.

Cabizbajas recorrieron el laberinto de pasillos abarrotados de gente. De gente que no las conocía de nada, que no sabía sus nombres, que desconocía su historia, que no podía juzgarlas porque para ellos no había nada que juzgar. Entre empujones, perdones y un sinfín de olores nada agradables, consiguieron llegar hasta la barandilla. Celia nunca había viajado en barco, había leído sobre lo que se sentía surcando el mar, pero por norma general la imaginación no alcanza a la realidad y entre el vaivén y el miedo, su rostro se quedó sin color. Aurora se dio cuenta de que se estaba mareando. Sujetó su mano y le agradeció el gesto a un amable caballero que al verlas acercarse a la bancada en la que estaba sentado les cedió el sitio. La sirena ensordecedora levantó las manos de quienes creían reconocer a sus familiares, la de los que estaban a bordo y la de los que permanecían en el muelle contemplando el espectáculo. Fuera triste para ellos, o alegre, porque la gente a veces también se aleja por voluntad propia.

El mareo de Celia fue disminuyendo y cuando se sintió con fuerzas para caminar por el suelo inmóvil de un barco a merced del mar, quiso regresar a la barandilla. El olor a sal y a madera mojada invadió sus pulmones. Los últimos rayos de sol que pintaban de naranja el cielo se colaron por sus ojos haciéndola comprender que cuando volviera a salir, ya nada sería lo mismo. Aurora lo intuyó y, con discreción aprendida, rozó su mano para que sintiera que de verdad creía en las palabras que iba a decirle a continuación.

—Nos va a ir bien, ya lo verás.

No se equivocó. Argentina las recibió con los brazos abiertos a pesar de que el viaje había hecho estragos en ellas. Se sentían sucias, hambrientas y sedientas, pero vivas. Más vivas que nunca. En los más de treinta días que duró la travesía, sus ojos habían visto cosas increíbles, cosas de las que no habían oído hablar jamás y de las que tampoco habían leído, supongo que porque las letras que las hacían existir no habían llegado a sus manos. Una de esas cosas, provocó en el barco un revuelo enorme. Ellas estaban en el camarote cuando comenzaron a escuchar el jaleo. Había pasado una semana, y aunque el mar abierto era una maravilla digna de admirar, subir a la cubierta y ver solo agua, les provocaba una extraña sensación de cautiverio de la que se deshacían desprendiéndose de la ropa —Estoy segura de que nadie se había refugiado tanto en el amor como lo hicieron ellas de camino a su libertad —. Cuando los gritos de algunas mujeres que asustadas buscaban refugio tras las puertas de sus compartimentos las obligaron a vestirse, el primer pensamiento de ambas fue que algo horrible estaba ocurriendo, que el barco se hundía, que la desgracia del Titanic volvía a repetirse, pero se equivocaban. Cuando consiguieron hacerse hueco entre el tumulto de gente que se asomaba a estribor, no pudieron evitar unirse al clamor general. La cola de una enorme ballena azul, para la gran mayoría un monstruo, desaparecía bajo el agua al lado de un lomo brillante en el que de haber sido posible hubieran podido subirse al menos cincuenta hombres.

—Tus hermanas no van a creerte cuando les escribas contándoles esto —dijo Aurora emocionada, como si la compañía de aquel animal acabase de hacerle comprender que incluso donde parece no haber nada es posible la vida.    

—Nos va a ir bien — afirmó Celia atreviéndose por fin a creer las palabras que la enfermera le había susurrado el primer día.

Las siguientes semanas no fueron muy diferentes. Paseaban, tras desayunar lo poco que podían darles, por la cubierta a la espera de que los divertidos delfines que abrían la estela del barco saltasen para saludarlas. Cuando lo hacían bajaban al camarote y se acurrucaban la una en la otra hasta la hora de comer. Añoraban a las personas que habían dejado atrás y Celia decidió comenzar a escribir un diario relatando como era la luna cuando podía brillar sin que algún edificio eclipsase su belleza. Como era el cielo cuando ninguna luz artificial le robaba a las estrellas el protagonismo. A las miles de estrellas que lo cubrían. Ninguna de las dos sabía que podían ser tantas, que tantas eran fugaces, que al mar podían lanzarse tantos deseos.

Una tormenta bastante fuerte se cruzó en su camino unos días antes de llegar. El barco se balanceaba tanto que agradecieron la escasez de mobiliario. Nada era capaz de permanecer en su lugar mucho tiempo, ni siquiera ellas mismas que, cuando intentaban ponerse en pie, terminaban revolcadas por el suelo. A través del cristal empavonado del ojo de buey se colaba el reflejo de los relámpagos y el ruido ensordecedor de los truenos hacía que aquello pareciera el fin del mundo. Todo estaba oscuro, todo menos la espuma de las olas que rompían a su alrededor.

—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como la que dejamos atrás —dijo Aurora cuando Celia consiguió por fin sentarse a su lado.

—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como para impedir que te bese — contestó Celia sujetándole el rostro para controlar el balanceo y poder hacerlo.

Efectivamente la tormenta cesó y cuando el sol volvió a brillar su luz iluminaba la tierra prometida a lo lejos. Sonrientes se despidieron de los delfines que se alejaron tan felices como habían llegado, del camarote que ya no olía a podredumbre sino a amor y de la barandilla a la que se habían aferrado día tras día para grabar en sus memorias la belleza infinita de un mundo que sabían grande pero que había resultado ser inmenso. Cuando desembarcaron, una pareja muy amable les esperaba en el muelle, llevaban en las manos un cartón en el que habían escrito sus apellidos, uno debajo del otro. Ninguna de las dos pudo contener las lágrimas al verlo. Aurora miró a Celia y Celia respondió que sí con la mirada, que se casaría con ella, que lo haría cada vez que se lo pidiera, aunque lo más cerca que estarían de cumplirlo sería aquel cartel. Un cartel que se quedaron con la excusa del recuerdo y que colgaron de la pared del departamento que Carmen de Burgos había alquilado para ellas hasta que encontrasen un trabajo que pudiera permitirles vivir por ellas mismas. No era gran cosa, pero no les importó cuando vieron que tenía aseo propio, que tenía bañera, que del grifo salía agua caliente y que las ventanas, daban a ninguna parte.

Se despidieron de sus nuevos amigos y, mientras Aurora deshacía las maletas, Celia preparó un baño. Un baño de agua ardiendo en el que vertió un botecito de sales y una pequeña pastilla de jabón que, a modo de bienvenida, formaban parte de una cestita en la que había todo lo necesario para el aseo personal de dos señoritas a las que el mundo sonreía por fin. Cuando lo tuvo todo preparado, se introdujo dentro de la nube de espuma que se había creado y llamó a Aurora con voz insinuante. Al contrario de lo que esperaba, la respuesta no fue inmediata, pero cuando el cuerpo desnudo de la enfermera apareció bajo el marco de la puerta, lo hizo acompañado de una dulce melodía.

—¿De dónde sale esa música? —preguntó Celia mientras Aurora se sentaba con cuidado de no quemarse entre sus piernas.

—Tenemos un fonógrafo —respondió con la sonrisa de la niña que llevaba dentro y que había rescatado ante el descubrimiento.

—Estando juntas, lo tenemos todo.

Los labios de Aurora buscaron los de la maestra al comprender que ese “todo”, era el simple hecho de que estaban juntas. Se besaron y el pecho de Celia se convirtió en el mejor respaldo que la espalda cansada de la enfermera podría haber encontrado. Estaban en Argentina, al otro lado del mundo. Al otro lado de un mundo que les estaba ofreciendo otra oportunidad. Una que no iban a desaprovechar, una que hizo que el sabor de sus besos supiera a algo que habían creído probar y que, sin embargo, nunca habían probado en realidad. Sus besos, supieron a libertad.
Adriana Marquina

domingo, 11 de diciembre de 2016

Impresiones de Todo el Tiempo del Mundo

Once de la noche de un viernes que podría ser otro de tantos pero que no lo ha sido.

Madrid, el vagón del metro lleno y yo que me he andado viva, observo desde mi asiento a quienes me acompañan en un viaje que va en la misma dirección pero que lleva destinos diferentes. Si no físicos, mentales, porque miro y me miran, o no y de las veinte personas que puedo contar seguro que ninguna está pensando lo mismo.

Las paradas van pasando y el vagón comienza a vaciarse, despacio, como el aire que se ha quedado en mis pulmones al salir de ver “Todo el tiempo del mundo”, porque es una obra que te deja así, como con mucho aire contenido dentro que necesitas soltar poco a poco para asegurarte de lo que has vivido, no lo vas a olvidar. Como decía, el vagón se vacía y a tres paradas de la mía apenas quedamos seis o siete personas. Me centro en una, podría haber elegido a cualquiera, pero la anciana que se sienta frente a mí, a la derecha, llama mi atención de manera especial. Le calculo unos ochenta años, aunque teniendo en cuenta que Madrid es una ciudad agotadora, quizá tenga alguno menos. Me pregunto de donde vendrá y concluyo que ni lo sé ni me importa, porque sus ojos cansados hacen que desee qué, vaya donde vaya, llegue ya.

Iba a decir que he sentido lástima, pero es mentira, esa no es la palabra adecuada para describir el sentimiento y si algo he aprendido esta noche, es que las palabras son muy importantes a pesar de que las cosas sigan existiendo si no las utilizamos, así que diré, que me ha provocado una ternura extraña. Extraña porque la miraba preguntándome cuantas cosas habrá olvidado y cuantas habrá inventado para llenar esos vacíos con los que no podemos vivir. Me preguntaba si ella también arrastraría un secreto y si alguien se atreverá a preguntárselo antes de que sea demasiado tarde. Me preguntaba cuántos fantasmas la visitarán, cuantos reconstruirán al final del día su historia. Para ella, porque los fantasmas nunca se comparten, aunque den el mismo miedo. La miraba y he sentido el dolor de sus huesudas manos cuando con cariño las ha liberado de los guantes de cuero que las cubrían. Le he mirado los zapatos, no he podido evitarlo. Iba cómoda. Me ha consolado. Estaba a punto de preguntarme si ya le habría tocado nacer, cuando de pronto, como si el mundo quisiera responder cualquiera de mis dudas, ha sacado su Samsung Galaxy del bolso y se ha puesto a mirar los mensajes de WhatsApp. Ha sido curioso, me ha descolocado, pero en ese momento he comprendido que; a lo largo de la vida, todos nacemos más de una vez. A veces por nosotros mismos, otras por los demás y otras porque el mundo nos obliga, porque no nos quedan más narices, porque, aunque no sepamos donde va, no podemos bajarnos del autobús que nos lleva.

Y os preguntaréis que tiene que ver una anciana y su móvil con lo que venía a contaros que no es sino lo maravillosa e imprescindible que me ha parecido la última obra en la que se ha adentrado Pablo Messiez. Pues nada, o todo, porque quizás me dé demasiado respeto hablar del señor Flores sabiendo que es su nieto quien le ha devuelto parte de la vida que los silencios, el miedo o el tiempo le robaron. Me da respeto hablar de él y sin embargo, lo imagino alabando el trabajo bien hecho asomado cuan espía que no quiere ser descubierto al escaparate de esa zapatería en la que yo era el espejo. Un espejo enorme lleno de más espejos que, como yo, estoy casi segura tampoco sabían iban a serlo. Pero no corramos, al fin y al cabo, tenemos todo el tiempo del mundo ¿no?

Lo bueno que tiene no vivir en Madrid, es que tengo que viajar para regresar a casa y conducir siempre me ayuda a procesar lo vivido y, en esta ocasión, viví tanto en tan poco tiempo que tenía mucho material que pasar por el filtro. Lo malo es que se me mezclan los tiempos al escribir. Os explico, lo anterior lo escribí al llegar al hotel siendo un presente que hoy es pasado, y lo que leeréis a continuación, es un presente pasado pensado con previsión de ser futuro.  

El viernes tuve el placer de encontrarme la zapatería del Señor Flores abierta, a punto de cerrar, pero abierta. Nené ordenando, preparándolo todo para cerrar e irse a casa. No sé por qué, pero me dio la sensación de que su cadera se movía al compás de la satisfacción que da saber quién eres, quien fuiste y quien serás, aunque al final seas en lo que los demás recuerdan de ti, sin ser. Flores, sencillamente parecía esperar terminarlo, pero siempre hay cenicientas infelices que no saben cómo caminar por el suelo de los mortales y necesitan despertar a cada paso los fantasmas de los demás para que los demás no vean los suyos.

Cinco minutos de obra y ya me tenía ganada, me tuvo, me tiene, me tendrá. Y no por el maravilloso decorado, ni por los actores que formaban parte de él como si de verdad se hubieran dedicado a vestir los pies de los demás toda la vida, a desvelar secretos. Tampoco lo hizo el texto, aún no le había dado tiempo. Lo hizo un detalle, uno de tantos diría. Lo hizo un zapato, marrón, de señora, porque la zapatería Flores, era para señoras, es, será. Mecido por las manos expertas de un hombre que más adelante se mostraría sentimentalmente inexperto, calzó el pie desnudo como si llevase esperándolo desde que la piel sintió la horma y entonces recordé porque estaba sentada dentro de la zapatería, porque Pablo Messiez, estaba detrás de ella. Detrás del número treinta y siete que lo desencadena todo y del cuarenta y cuatro desubicado, de cada detalle cuidado. De la hilera de zapatos de mujer a los que el hombre respeta con el corazón en la suela. Del charco que no trae vida porque vida solo hay una, en el que se refleja la posibilidad de un nuevo futuro que depende del presente hayas sido, o no, consciente del pasado.

La obra avanzaba. El desconcierto también. En Flores y en mí, porque es una buena pregunta la que le hace a Nené haciéndosela a sí mismo: Si algo me pasa a mí y nadie más lo ve, ¿ha pasado? Y es que en "Todo el Tiempo del Mundo", el pasado, el presente y el futuro, coinciden al cierre de una zapatería llena de tiempos en la que el tiempo es lo que menos importa porque lo que importa son las palabras, que parecen nada pero lo son todo cuando no se dicen, cuando no se dejan decir, cuando no se quieren escuchar porque no sabemos si las vamos a poder asimilar. Pero hay algo curioso en todo esto. A mí, me pasa algo curioso. Que quizá no exista porque solo me pasa a mí, o quizá sí porque en un mundo lleno de personas no puedo ser la única que amando las palabras las odia cuando no consigue ordenarlas para que digan lo que quiero que digan, lo que quiero decir, lo que quiero que quede dicho. Y es que mi pluma se acobarda ante la de Pablo, porque juega con ellas a su antojo, las coge, las mastica, les da forma y las regala a bocas que, como el zapato que yo pensaba nada más sería atrezo, se ajustan a ellas como si les pertenecieran.

Y ahora, que será vuestro ahora cuando leáis esto pero que ya será mi antes siendo mi después, voy a ir cerrando, porque no quiero aburriros, porque si hay algo que no sea la obra, es aburrida. Pero antes quiero pedirle a María Morales que le diga a Nené que si algún día Flores deja de besarla me llame, porque guardo los silencios incómodos en una ternura infinita sin tiempo. Felicidades por la vida que le das a cada vestido que vistió, que viste y que vestirá. A Mikele Urroz, Iñigo Rodríguez Claro, Rebeca Hernando, Javier Lara, Carlota Gaviño y José Juan Rodríguez, los desconocidos que ya no lo son, solo puedo agradecerles los minutos en los que me hicieron encontrar de golpe todas las edades juntas, porque ahora, ayer, mañana, algo está más claro. Así que me voy a gritar, a pararme en mi grito sabiendo que podré salir de él porque ayer, regresando hoy a casa mientras escribo esto, me he dado cuenta de que Venecia no es mi fantasma.
Adriana Marquina