jueves, 15 de octubre de 2015

Hay paredes que no impiden ver el mundo

Las miradas que el hombre de la barra dedicaba a Aurora comenzaron a resultarle algo incómodas. Comprendía los motivos que la llevaban a aceptar ese tipo de invitaciones, igual que comprendía las palabras con las que se los explicó, pero aun así no podía evitar que las suyas le quemasen dentro. Se sentía fuerte, segura de sí misma, tenía ganas de gritar, de gritarle a aquel señor, a Enrique y al mundo que amaba a aquella mujer, que la amaba y que no estaba dispuesta a que ningún hombre se creyera con el derecho de invitarla a un café con doble sentido, que no estaba dispuesta a dar pie a habladurías que la relacionasen con Dumas, que no estaba dispuesta a renunciar a su felicidad cuando no hubiera cuatro paredes protegiéndola.
--Celia. Nos vamos cuando quieras --dijo Aurora al ver en su mandíbula la tensión de la rabia a punto de estallar --. Conozco un lugar que te va a encantar.
--¿Dónde vamos a ir a estar horas? --preguntó Celia algo más apática de lo que Aurora esperaba.
--A un lugar en el que dejes de darle vueltas a la cabeza, en el que puedas comprobar que no todo en nuestras vidas se reducirá a mentiras, a encierros o a apariencias. A un lugar en el que puedas comprobar que hay paredes que no impiden ver el mundo.
Aquellas palabras consiguieron despertar por completo la curiosidad de Celia. Ella estaba segura de que conocía bien Madrid. Era una paseante nata, había recorrido sus calles desde que era una niña y se había permitido el lujo de volar sobre ellas sumergida en las páginas de sus novelas. Desde el Madrid de los Austrias hasta su Madrid actual había admirado las creaciones de los artistas que había parido y a los que su ciudad había adoptado. Estaba segura de que nunca había estado en el lugar que Aurora había descrito y sin embargo paso a paso fue descubriendo que, de nuevo, se equivocaba.
--¿Dejarías que te cubriera los ojos con mi pañuelo? --preguntó antes de que el cochero con el que Aurora había estado hablando un par de minutos abriera la puerta y se dispusiera a ayudarlas a subir.
--Si digo que si quiero que sea tu mano quien me lleve.
--Mi mano te ayudará y mi voz te guiará, pero serás tú quien decida si ir o no --respondió cubriendo sus ojos con cuidado.
El coche de caballos estuvo un rato en marcha y Celia permaneció todo el trayecto en silencio, con la sonrisa en los labios y el resto de sus sentidos atentos a todo cuanto creían percibir. Sus oídos estaban inundados por el sonido de los cascos de los caballos contra el suelo empedrado de las calles. Aurora jugaba divertida con sus dedos, los acariciaba con tanta ternura que por un momento dudó si era la piel de sus manos la que sentía o si estaba dejando que su pañuelo de seda cayera una y otra vez sobre ellos. La imagen de las chimeneas humeantes se asentó en su cabeza. El olor a madera quemada llegaba hasta ella con el recuerdo de sus hermanas sentadas a los pies de la butaca desde la que su madre les había contado cientos de historias cuando eran unas niñas y el del aceite de los candiles que había vistos colgados del coche entraba en su nariz cuando los baches parecían insorteables. Averiguó que el frío también tenía aroma propio y decidió que el pañuelo que cubría sus ojos jamás regresaría con la dueña de la piel que le daba vida.
--Veo que vas encantada con mi pañuelo.
--Mí, pañuelo querrás decir --respondió Celia sonriente, palpando con sus manos el aire hasta que dio con la mano de Aurora que no tuvo tiempo de protestar al comprobar que el cochero comenzaba a parar.
--Ya casi hemos llegado. Espérame aquí un segundo.
Aurora bajo del coche y a pesar de que la curiosidad llamó con contundencia a sus tentaciones, no se quitó el pañuelo si no que esperó paciente a que volviera a subir y el coche volviera a arrancar. En aquella ocasión el paseo a penas duro unos minutos.
Bajó del coche con la ayuda prometida y confió en que las manos que la sujetaban se deshicieran de una vez por todas del pañuelo, pero guiada por aquella voz penetrante y confiada, tuvo que andar unos cuantos pasos hasta sentir la caricia de la tela deslizarse por su rostro para llegar al cuello en el que su dueña la dejaría abandonada.
Los ojos de Celia se vieron golpeados por la luz del atardecer y no tuvo mas remedio que guiarlos hacía el suelo en un intento de recuperar la vista que tanto necesitaba. Los achinó para deleite de Aurora y volvió a abrirlos despacio. Ante ella, en el agua de un lago que conocía de memoria, el reflejo de su propio ser apareció acompañado por otro ser que la observaba desde ella con la sonrisa nacarada de la que se había enamorado.
Aurora sujetó sus hombros para guiar el giro y poder colocarse detrás de Celia que con los ojos abiertos, ya de par en par, se encontró de frente con el reflejo dorado de aquel sol, que cansado, comenzaba a retirarse deslizándose sobre la imponente fachada del Palacio de Cristal del Retiro. Tras él, al otro lado, las copas verde esperanza de los arboles se erigían protectoras de aquella obra de arte a la que supo, jamás podría volver a mirar sin el recuerdo de los ojos de Aurora a su espalda abrazándola discretamente.
-- He aquí un lugar en el que hay paredes que no impiden ver el mundo --dijo esperando la reacción de Celia que al girarse la descubrió mordiéndose el labio.
--Me encanta y cuando haces eso...me dan ganas de arrancártelos --dijo recostándose sobre ella ligeramente, dejando su oído a la altura de su boca.
--Precisamente lo hago para evitar terminar arrancándote los tuyos.
Se miraron cómplices, deseando y soñando con aquella posibilidad y antes de que ninguna decidiera moverse Celia rogó;
--Aurora, dímelo de nuevo.
--Meine Liebe --repitió obediente dejando que el aire caliente de su susurro recorriera como un escalofrío el cuerpo de Celia.

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