lunes, 2 de noviembre de 2015

Su propio corazón entregado

El timbre de la puerta de la casa Silva sonó inorportuno, como siempre, en el preciso momento en el que Celia se despedía de Petra con un abrazo que importunó a la visita. Aurora había decidido respetar la amistad de ambas, pero aún era temprano para contemplar de nuevo aquella escena, así que tuvo que contener sus celos entre sus dientes apretados. Celia la conocía bien, leía en ella igual que leía sobre las páginas de sus libros, sabía distinguir en su rostro los acentos, las comas e incluso los puntos suspensivos que se dibujaban como una línea en sus afilados pómulos cuando se sentía incómoda. La línea que apreció cuando Petra se despidió de nuevo, que la incomodó ligeramente y sobre la cual sentía una atracción irremediable que tuvo que contener ante la inesperada respuesta de Aurora tras su marcha.
En la pesadumbre que se apoderó de los hombros de Celia pudo intuirse que estaba cansada de tantos celos, de dar explicaciones y sin embargo la de Aurora fue más fuerte. Dejar, como dejó el abrigo sobre la mesa, le hizo darse cuenta que aquellos fantasmas eran superiores a los suyos, a ella misma. Supo que no los podía controlar, que era algo a lo que tenía que darle el tiempo necesario para que desaparecieran solos. Comprendió que otra discusión solo los acrecentaría y optó por acercarse a ella paciente, con la calma que le daba la seguridad en sus sentimientos, como motor de sus pasos, con los ojos enamorados y las palabras precisas.
Aurora estaba enamorada, lo sabía, podía verlo en el brillo que le iluminaba los ojos cada vez que se acercaba. Si Celia sonreía, ella no podía evitar hacer lo mismo. Si le regalaba una caricia discreta, obtenía una respuesta inmediata y cuando se quedaban a solas... Cuando se quedaban a solas conseguía que el mundo desapareciera, que nada más importase, que todo pasase a un segundo plano en el que no tenían cabida y en el que tampoco querían entrar.
Celia se había dado cuenta de que el miedo que atormentaba a Aurora era Petra, la duda de si podía sentir todavía algo hacía ella, la misma duda que ya le había despejado en otra ocasión y que no tuvo inconveniencia en despejar de nuevo. La quería a ella, quería sus manos temblorosas, los movimientos nerviosos de sus piernas cuando como una niña reclamaba palabras de amor que la calmasen, quería incluso, aunque le fastidiase hacerlo, a ese dolor que se apoderaba de ella y que sumía su rostro en una especie de pasado que Celia no alcanzaba a vislumbrar pero del que también se había enamorado. Sin pasado no hubieran sido quienes eran, no se hubieran encontrado en la espesura del camino que hacha en mano Aurora despejó y del cual ahora ella tenía que hacerse cargo. Le encantaba el cabello de Aurora, la forma sutil en que se lo colocaba tras la oreja antes de aceptar los halagos que Celia le regalaba cada vez con más asiduidad y que recibía como si nunca nadie la hubiese hablado de amor. Adoraba su nariz, perfecta a sus ojos y de la que sin embargo ella siempre conseguía sacar algún pero, que Celia no comprendía y que ignoraba con destreza. Su voz la volvía loca. Cada vez que dejaba que sus cuerdas vocales hicieran su trabajo, a Celia se le removía algo por dentro que tardaba minutos en volver a colocarse en su lugar. Sus susurros le erizaban la piel y cuando tenía algo que decir que le entusiasmaba, empleaba una ligera melodía que provocaba las ganas de aplaudir de la escritora. Su entusiasmo ante la vida la tenía fascinada y a pesar de que en los últimos días ella misma se había obcecado en apartarlo, podía verlo aparecer tras cada sonrisa, por pequeña y reprimida que esta fuera. Veneraba su cuerpo. Celia nunca había deseado a nadie, a Petra jamás se la imaginó desnuda, ni se imaginó sus manos acariciándola, ni siquiera se planteó la idea de que pudiera darle un beso en el cuello alguna vez. Aquel amor había sido idílico y a pesar de que sentía la necesidad de decirle aquello a Aurora, no lo creyó conveniente. Ambas sabían que las cosas idílicas eran como brasas, como las brasas que se cuelan por las rejillas de las chimeneas, que desaparecen, pero siguen ardiendo durante algún tiempo. Veneraba su cuerpo, podía verlo bajo la ropa de Aurora, podía intuir sus clavículas marcadas, la curva de sus pechos, sus pezones erizados. Casi podía acariciar su vientre, la planicie que la llevaba directa hacía su ombligo bien atado y en el que tuvo que detener sus fantasías ante el riesgo de no poder seguir controlando sus manos.
Se acercó a ella, sujetó su brazo con la única intención de frenar los impulsos que su recorrido había despertado y de nuevo le repitió que la quería, en voz alta, con la vidriera familiar como único testigo. Aurora sonrió, sonrió ante sus palabras, ante el roce de sus dedos en su brazo siempre dispuesto. La miró y sonrió de nuevo, el reflejo de la luz que se colaba por aquel escudo pedía a gritos una respuesta que contuviera los mismos sentimientos, pero Aurora se limitó a sonreír, a contonearse como la chiquilla que Celia acababa de ver y a dejar que su mirada lo dijera todo. Aurora quería a Celia ¡Claro que la quería! ¿Cómo no iba a querer a aquella niña de cabello atezado que una y otra vez le había declarado su amor? ¿Cómo no iba a querer a aquellos ojos pardos que le recordaban a los colores del otoño y en los que con cada parpadeo podía sentir el escalofrío que provocan sus vientos? ¿Cómo no iba a querer a aquella mujer en la que Celia se estaba convirtiendo y con la que tantas veces había soñado? La quería, pero no quería decirlo, no quería mostrar el truco del hechizo de la magia que sentía, por lo menos no del modo en que lo hacía todo el mundo. Aurora se sentía diferente, se sentía afortunada, sentía en su interior que Celia se merecía un amor como el de sus libros amados. Un amor que le recordase que la esperanza de las novelas existe de verdad. Celia se merecía algo que nadie tuviera, algo que nunca le hubiera dicho a otra persona, algo único, rescatado para ella del fondo de una vida a la que no volvería y que sin embargo le había enseñado tanto que no podía olvidar. No tenía un te quiero para Celia, porque ella era el te quiero en si. Sabía que Celia lo valoraba, que lo tenía presente, sabía por sus ojos que podía sentirlo, pero no lo tenía, no de momento, no lo necesitaba. No mientras tuviera su Meine Liebe susurrado. El Meine Liebe que hacía años había aprendido y que dejó cerrado con llave en un lugar que creía inaccesible. Aquellas dos palabras, que más que palabras eran su propio corazón entregado y que quedaron expuestas ante el calor que Celia provocó desde su pozo. Desde un pozo en el que ella no encontraba la claridad y desde el que la miró con la intensidad de un rayo de sol que atraviesa desafiante el cristal de una lupa. Aquel calor lo deshizo todo, deshizo la coraza y la armadura y convirtió el sonido del cofre metálico en una melodía calma e intensa que solo podía escuchar cuando respiraban el mismo aire. No iba a decirla un te quiero, no de momento, ella tenía algo mejor, algo de lo que Celia ya se había hecho dueña; su Meine Liebe. Siempre, susurrado...

1 comentario:

  1. Te han visitado las musas sí señora, Magnífico, que sepas que has conseguido quitarme el dolor, la tristeza y la rabia que me ha causado la acción del impresentable de Rodolfo y su odiosa madre.
    Adoro cómo has expresado los sentimientos de ambas, me parece precioso, elegante, apasionado, tierno...
    Aquí me tienes dispuesta a seguir leyendo lo que nos quieras regalar con tanta generosidad y elegancia. Un abrazo. Raquel

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