sábado, 7 de noviembre de 2015

Morfeo

La mala costumbre de Aurora, que salía huyendo cada vez que sus pensamientos encontrados se alborotaban en su mente, comenzaba a irritar a Celia que, amante como era del diálogo, no comprendía aquella forma de hacerse con la razón. Hastiada y algo confusa, pues no comprendía bien porqué su ofrecimiento había provocado aquella reacción, decidió cenar pronto he irse a la cama a leer un rato. Su hermana Diana había anunciado que no dormiría en casa, el motivo se lo había reservado para ella, pero Celia intuía que, con toda probabilidad, Montaner era su nombre.
Tumbada sobre la cama, ignoraba reiteradamente las palabras que llenaban las páginas de uno de los libros que habían sobrevivido a la criba del Doctor Uribe, en cuya portada, se anunciaba el nombre de su autora favorita. Lo había leído ya tantas veces que podía permitirse el lujo de acariciar con sus ojos unas palabras que en su mente se transformaban en otras completamente diferentes y que sin embargo no perdían su significado. Leía y pensaba en Aurora, en la reacción desmedida ante su ofrecimiento de acompañarla al bautizo de su sobrino. Ella lo había hecho sin mala intención, es más, había puesto en ella toda su buena fe, la misma que añoró en Aurora cuando la ofreció estar presente en la boda de su hermana Francisca. ¡Eran pareja! El mundo no tenía porque saberlo, pero lo eran y las parejas hacen ese tipo de cosas juntas. Se acompañan en los actos familiares, se apoyan cuando las cosas no van del todo bien, se ríen y disfrutan juntas de la vida que tan complicada es por si misma.
Cerró el libro disculpándose con su autora y apagó la luz de la habitación después de lavarse la cara con la esperanza de que la toalla se apoderase de su ceño fruncido. Sabía, que si se dormía con él así, sus sueños no le traerían nada bueno, pero no lo consiguió del todo. Se tumbó boca arriba y se tapó casi hasta la barbilla. Cerró los ojos en un acto de autoconvicción y se concentró para dejar la mente completamente en blanco. No lo consiguió, la seriedad del rostro de Aurora se colaba en su mente y la atravesaba como si viajase sobre una ráfaga de aire llegada del norte. Se dio la vuelta y se colocó boca abajo. Metió la mano derecha por debajo de la almohada y maldijo el enredo con el que el camisón había decidido aprisionar sus piernas. Se quedó de medio lado, observando la línea iluminada que por debajo de la puerta anunciaba que la casa aún seguía despierta. Miró al techo, se destapó y se tapó de nuevo. No sabía nada de Aurora y estaba casi segura de que no tendría noticias suyas hasta que regresase del pueblo. Sacó el brazo izquierdo fuera de la pesada ropa de su cama y en un acto inconsciente comenzó a mordisquear la uña de su pulgar como cuando era una niña. Entre vuelta y vuelta, la maraña de pensamientos que le estaba impidiendo conciliar el sueño fue desenredándose, y agradeció que el gato que jugaba con aquel ovillo no encontrase la misma diversión en las hebras con las que comenzó a tejer de nuevo su cordura. ¡Era normal que Aurora no quisiera arriesgarse a que ella la acompañase! Al fin y al cabo, había sido su propia familia quien la entrego a la suerte de la maldita terapia y comprendió que sería demasiado osado por su parte asistir al bautizo con una acompañante femenina salida de la nada. Si su hermana Francisca, una chica joven, de ciudad, capaz de cantar en un café y de enamorarse de un obrero, era incapaz de entender los sentimientos de su hermana hacía otra mujer y sospechaba de que Aurora era algo más que una amiga para Celia, ¿Qué no pensarían en un pueblo?
Con aquella pregunta rondándole en la cabeza salió de la cama, se tapó con la bata para intentar conservar el calor que había generado y bajó a la cocina a por un vaso de agua que suavizase el nudo que se apoderó de su garganta al imaginarse las reacciones de la familia de Aurora.
--¿Qué hace usted aquí señorita? --preguntó Merceditas al verla descender las escaleras.
--Tengo sed --respondió Celia con el aura preocupada.
--¿No puede dormir? ¿Quiere que la prepare una tisana?
--No. No te preocupes Merceditas. Es solo que sentía la garganta seca.
--Esta bien señorita, pero no ande demasiado por la casa en camisón no vaya usted a coger frío --añadió antes de desaparecer por la puerta que daba acceso a su habitación.
Celia se bebió el vaso de un solo trago y sintió como la ventana de la cocina reclama su presencia ante ella. La noche ya se había apoderado de la ciudad y el cielo se mostraba completamente despejado. Cientos de estrellas anunciaban que la probabilidad de que en breve comenzase a helar era altísima y no pudo evitar estremecerse ante la dentera de imaginar su uña contra el fino hielo. En un acto involuntario, aprovechando el vaho con el que su respiración comenzaba a cubrir el cristal, dibujó un corazón. Miró a través de él y sonrió pensando en Aurora. La crispaba su incapacidad para explicar con claridad los miedos que le controlaban el carácter, pero sintió que más que por sí misma lo hacía para protegerla a ella. Pensando en eso estaba, en que lo único que Aurora intentaba evitar era que pudieran violentarla, insultarla o tacharla de enferma y entregarla, cuando una estrella fugaz cayó del cielo y atravesó aquel corazón acristalado.


--¡Que el mundo cambie algún día!
Aquel fue el deseo que Aurora le pidió a la estrella fugaz que atravesó el cielo nada más levantar la persiana de la ventana a la que, de nuevo, necesitaba asomarse. No podía dormir, quería que el mundo cambiase, lo necesitaba. No por ella, ella al fin y al cabo había aprendido a vivir oculta tras la apariencia de ser una mujer más que cumplía con los requisitos mínimos que la sociedad estimaba para ella. Quería que cambiase por Celia, para que pudiera expresar todo lo que llevaba dentro y que tanto bien podía hacerles a las generaciones futuras que se encontrasen ante la misma situación que ella. Sonrió entornando los ojos. Estaba sola y aún así seguía mintiéndose, necesitaba que el mundo cambiase, pero también por ella. Se había acostumbrado a ser quien no era y a veces dudaba de si sabía quién era en realidad, sobre todo cuando estaba vestida y sola.
Anudando con fuerza a su cintura el cordón de la bata, se acercó a la mesita de noche de su lado de la cama. Abrió el primer cajón y rebuscó dentro de él hasta dar con la pitillera de su abuelo. Era una pitillera de plata, con las iniciales grabadas, de la cual se apoderó en un despiste de su padre cuando aquel hombre fuerte y rudo falleció siendo apenas una niña. La acarició con la yema de los dedos antes de abrirla y al hacerlo recordó el aroma de la espuma de afeitar con la que su abuelo se cubría la cara casi por completo cada mañana. Echaba de menos a aquel hombre que, estricto e intransigente con sus hijos, siempre tenía palabras amables para ella y para su abuela. Cogió un cigarrillo y asintió ante la idea de que él, también hacía lo que tenía que hacer.
Aurora no fumaba, pocas mujeres lo hacían, pero cuando el enfrentamiento entre sus pensamientos le levantaba dolor de cabeza, cogía un cigarrillo y lo dejaba encendido entre sus dedos temblorosos. Se arrepentía de haber salido así de la casa de Celia. Al fin y al cabo, tampoco le había explicado lo suficiente acerca de su familia como para que tuviera que entender sin necesidad de recibir explicaciones porqué no era posible que la acompañase al bautizo. Dio una calada profunda al cigarro para encenderlo y se deshizo a manotazos de la nube de humo que le impedía seguir contemplando la noche estrellada. Abrió la ventana a pesar del frío y se apoyó en la balaustrada del balcón buscando la estrella más grande y brillante. Siempre había pensado que en ella descansaba el espíritu de su abuelo, que desde ella la observaba y miraba con cariño, que la escuchaba y comprendía a pesar de no poder responderla. Estaba convencida de que los muertos veían el mundo desde la perspectiva de quién conoce realmente el significado de la palabra libertad. Escuchó el silencio de la ciudad dormida y se perdió entre sus calles imaginando cuantas mujeres habrían pedido el mismo deseo de haber podido observar la misma estrella fugaz. Tenía que contarle a Celia su historia, el porqué no podía presentarla como una amiga, el porque reaccionaba de aquel modo tan infantil y consentido, el porque de sus tormentas. Tenía que darle la oportunidad de ser su calma, de traer con ella la brisa fresca, la suavidad de las caricias que sabía le regalaría comprensiva. Tenía que hacerlo, pero a su vuelta, cuando el cauce de las aguas hubiera recobrado su camino, cuando hubiera comprobado que en aquel recóndito pueblo de Cáceres nada, a su pesar, había cambiado. Apagó el cigarro en la tierra seca de una planta muerta que siempre pensaba en regar y nunca regaba y volvió a la cama en la que todavía podía percibir el aroma del cuerpo desnudo de Celia. Cerró lo ojos y se dejó llevar a un sueño, que sin saberlo, se repetía en el subconsciente de otra insomne que pensando en ella había sucumbido a los placeres de Morfeo.


La puerta del Rey se abrió para ellas como si las maravillas que albergaba en su interior las estuvieran esperando. Miraron a su alrededor y sonrieron al no ver a nadie. No se escuchaba nada, tal vez el ruido lejano del agua de las fuentes que adornaban los diferentes pasillos del jardín botánico del que se sentían dueñas y el batir de las hojas de los árboles que, mecidas por el viento, creaban para ellas la banda sonora de aquel sueño. Se miraron y se cogieron de la mano. Nunca se habían cogido de la mano en la calle y un suspiro de gozo se escapó de sus gargantas antes de comenzar a pasear bajo las frondosas copas que hacían las funciones de cielo. Una ardilla juguetona atravesó corriendo el pasillo custodiado por bojes perfectamente podados. Celia intentó acercase a ella, pensaba que tratándose de un sueño, aquella pequeña criatura dejaría que sus manos suaves le mostrasen con cariño la ternura que su pelaje rojizo despertaba en ella, pero no fue así y huyó trepando a un árbol bajo la atenta mirada de Aurora que reía ante la ingenuidad de su amada.
--¡No te rías de mí! --dijo Celia cogiéndose de nuevo de su mano.
--No me río. Sonrío que es diferente.
--Te estabas riendo.
--Bueno si, un poquito --admitió --¿Acaso pensabas que iba a dejar que la cogieras?
--La verdad es que sí --respondió mientras se adentraban entre los rosales cuyo aroma inundaba el aire.
Aurora se soltó de la mano de Celia y explicándole que era más fácil coger algo cuando ese algo permanece inmóvil, se adentro entre los rosales y arrancó para ella la rosa más roja que encontró.
--¿Es para mí? --preguntó Celia.
--¿Para quién si no? Ten cuidado de no pincharte, las rosas son preciosas, pero saben como defenderse --añadió guiñándole un ojo.
Con los pétalos de la rosa cubriéndole la nariz llegaron caminando hasta el estanque de Linneo. Sobre el manto verde de hierba recién cortada que lo rodeaba, una manta de cuadros y una cesta de mimbre esperaba su llegada. Ninguna de las dos preguntó si había sido la otra la que había preparado aquella sorpresa, simplemente se descalzaron y corrieron hasta ella apoderándose del frescor de aquel suelo aterciopelado. Se sentaron y Celia, más impaciente, sacó una botella de champán de la cesta y esperó a que Aurora consiguiera abrirla con las copas en la mano.
--¿Por qué vamos a brindar? --preguntó Celia al escuchar el estallido del tapón que disparado cayó en medio del estanque asustando a los nenúfares.
--No lo sé. Esto ha sido idea tuya así que deberías se tu la que haga los honores.
--Yo no lo he preparado --respondió sorprendida.
--Yo tampoco.
Ambas se miraron extrañadas y a pesar de no tener la respuesta a la pregunta que se acababa de plantear en sus cabezas, decidieron levantar sus copas y brindar por la soledad que las permitía estar tan bien acompañadas.
Parpadearon y el champán, la manta y el estanque desaparecieron. En su lugar, una playa calma con un precioso amanecer al fondo las observaba como si ellas fueran la maravilla. Corrieron hacía la orilla y mojaron sus pies en aquel agua mansa que en un alarde de grandeza mojó sus vestidos sin piedad. Se rieron y persiguieron y en aquella persecución cayeron al suelo en un abrazo húmedo y sincero que sellaron con un beso tan apasionado que hasta el sol detuvo su ascenso.


-- Quiero pasar la vida contigo --susurró Aurora refugiándose en su propia humedad al abrir los ojos y ver la maleta preparada a los pies de la cama.
-- No quiero que la vida pase sin ti --respondió Celia desperezándose mientras se preguntaba de donde había salido la rosa roja que descansaba sobre su libro.

1 comentario:

  1. Ay qué desazón tienen ambas, qué ganas de estar juntas y de gritar a los cuatro vientos que se aman. Poderse acompañar a cualquier evento familiar... Pero no, una sociedad tan estricta, tan cerrada, provinciana.. No lo hace posible..
    Incluso Francisca, una mujer tan abierta para algunas cosas, se escandaliza y advierte a Celia por su "amistad" con Aurora.. Algo que aún en la actualidad es harto difícil dependiendo de las familias. y el círculo de amistades que tengas...
    Aurora, con esos nervios que le entran por el miedo a que les descubran, no es capaz de atemperarse y decir, mi amor, si yo quiero llevarte conmigo no a Cáceres... Al fin del mundo y pasar mi vida entera contigo...
    Quizá teme que la insistencia de su amada le haga ceder, y no puede en esos momentos.

    Ojalá ese sueño tan hermoso le tengan también y su reencuentro sea feliz,
    Tengo el convencimiento de que lograrán a pesar de las vicisitudes sacar su amor adelante, y conseguir incluso compartir casa.

    Un abrazo y millones de gracias por tu relato. Raquel

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