martes, 10 de noviembre de 2015

El centro del Paraiso (Edén)

--Señorita, comprenderá que no puedo permitir que se encierre usted sola ahí adentro.
--Doña Rosalía, no se preocupe, solo voy a darme un baño, lo necesito.
La bañera, a punto de rebosar, esperaba a Celia con su agua completamente en calma. Fue difícil convencer a doña Rosalía de que preparase aquel baño, las reticencias del ama de llaves eran justificadas, pero a pesar de que era cierto que estaba cansada y que añoraba a Aurora, tenía claro que no volvería a intentar terminar con sus problemas de aquella horrible manera.
El ruido de los pestillos contra la puerta, retumbó en sus oídos encogiéndole ligeramente el corazón que casi recurrió a la taquicardia para hacerle saber a su dueña que estaba más vivo que nunca.
--No te preocupes --susurró posando la palma de su mano sobre él --. Vamos a olvidarnos del mundo, pero te prometo que esta vez, solo será por un rato.
Aquellas palabras lo calmaron, le devolvieron su ritmo habitual, puede que incluso lo ralentizasen ligeramente. Despacio, para no alterarlo de nuevo, dejó caer la bata sobre la silla del tocador, después el camisón y a pesar de que sentía que no debía hacerlo, se giró ligeramente hacía el espejo para ver en su espalda las cicatrices que lejos de cumplir el propósito del doctor Uribe, habían comenzado a convertirse en el orgullo que, feliz, asomaba a su sonrisa ladeada.
Se acercó despacio a la bañera y a pesar de aquel orgullo, sintió como si algo la frenase, como si algo estuviera arrancando poco a poco la convicción con la que había cruzado aquella puerta. Se asomó dentro para verse a si misma cubierta por el rancio olor rojo de la sangre y recordó entonces que no había vuelto a bañarse allí. La punzada que sintió en sus muñecas le recordó cruelmente el porqué. Cerró los puños, tan fuerte que sintió como sus propias uñas se clavaban en la frágil piel de la palma de sus manos, apretó los dientes y dejó que su mandíbula convencida le mostrase a aquel reflejo la fuerza de aquella nueva Celia que aún no conocía. Introdujo el pie derecho en la bañera dispuesta a presentarse, tan despacio que su imagen derrumbada se aferró a él con desesperanza. Después, introdujo el izquierdo, y respiró profundo buscando en la blancura del techo la fuerza para sentarse sobre aquella Celia muerta que abrasada en su propio infierno aún no se había enterado que seguía viva. Se sentó fundiendo los pedazos de su alma y sonrió ante la proeza que acababa de realizar. Destensó el cuerpo, miró a su alrededor y no vio a nadie, tranquilizó de nuevo a su corazón acelerado y se apoyó en el respaldo de la bañera prometiéndole que aquella horrible visión no volvería a molestarlos. Se deslizó hasta que la transparente caricia la cubrió por completo y se dio cuenta de que en la profundidad de aquella realidad, no se escuchaba nada, ni sus propios pensamientos, ni el aviso de sus pulmones agobiados. Nada y sin embargo pudo sentirlo todo. Sintió la esperanza cuando vio a Aurora cruzar la puerta de aquella consulta y sintió su abrazo fuerte. Sintió cada mirada furtiva y volvió a enamorarse en el banco donde confesó se entregaría a sus manos. Esperó unos segundos más  y entonces se impulsó de nuevo al mundo, rompiendo la densa nube de cenizas en la que se había convertido el agua y de la que resurgió como el ave Fénix resurge de entre las suyas propias. Podría con todo, lo supo en la primera bocanada de aire con la que insufló la vida a sus nuevas alas y en un déjà vu hacia aquellos recuerdos no pudo evitar regalarse aquellas caricias que tanto añoraba. Cerró los ojos, acarició su vientre aún agitado y en un ataque de pudor que no detuvo sus caricias, se cubrió los pechos con el brazo. Mordió su labio añorando el de Aurora, ahogó sus gemidos en la garganta y dejó que aquel agua tan cambiante la llevase en su vaivén hasta el mismo centro del edén en el que tantas veces había creído morir y en el que tantas veces deseaba volver a hacerlo.

El viaje fue largo. Mucho más largo de lo que Aurora recordaba. El traqueteo del vagón sobre las vías parecía el segundero de un reloj estropeado que la alejaba de una ciudad en constante movimiento y que la acercaba hasta aquel pueblo donde todo, como temía, seguía como siempre. La estación, un edificio de un verde desconchado que terminó con la esperanza, la recibió con su banco astillado y aquel reloj forjado en hierro que recordaba de cuando era una niña y que seguía marcando la misma hora que entonces. Allí no pasaba el tiempo, por lo menos no para bien.
Aurora permaneció inmóvil unos minutos, intentaba coger fuerzas para levantar aquella maleta que había ido aumentando de peso kilómetro a kilómetro y se preguntó cuantos trenes habrían dejado pasar los dos ancianos que, sentados sobre una piedra que había cedido hasta amoldarse a ellos, seguían, apoyados sobre sus cayados ya inútiles, la estela del humo blanquecino y denso como la niebla que comenzaba a alejarse y que se perdió tras la loma del pequeño montículo desde el que vio construir las vías de futuro sobre las que se acababa de escapar su presente.
Las piedras de las casas observaban desconcertadas su caminar, cansado y tan pesado, que tres niños lo utilizaron como carretera para sus valiosas bolas de rodamiento. Aurora los miró compasiva y de no haber sido porque no ansiaba más que llegar a la casa de su madre y encerrarse en su vieja habitación, les habría explicado que fuera de las lindes de aquel pueblo había una vida entera que sería suya si encontraban el valor para cruzarlas. El mismo que encontró ella, el mismo que la faltaba en ese momento para volver. Saludó, por compromiso y una a una, a todas las ancianas del pueblo que, en sus ojos velados de bruja, reconocieron un pesar del que tuvo la necesidad de huir.
Los besos, los abrazos, las caras de felicidad ante su llegada, los comentarios acerca de su delgadez, de su palidez, de sus ojos cansados y de su sonrisa triste, fueron sucediéndose de brazo en brazo y de beso en beso. El olor a madera quemada de la casa se impregnó en su ropa de inmediato y la humedad de sus paredes se apoderó de su cuerpo entumeciéndolo al instante. Las pastas que su madre tenía preparadas y que de niña adoraba, se convirtieron en una masa densa dentro de su boca seca y el café amargo revolvió su estómago anudado. Su anciana abuela reclamó su presencia desde la butaca de la que jamás se levantaba y cogiendo sus manos con delicada fuerza, la hizo partícipe de una sonrisa sabia que escondía las palabras que no se podían decir.
--¿Dónde esta mi hermana? Me muero de ganas por conocer a mi sobrino --preguntó al fin.
--Hasta mañana me temo que será imposible, han tenido que acercarse a Cáceres, los padres de tu cuñado están muy mayores y no podrán asistir al bautizo así que han decidido ir a verlos antes --respondió su madre tirando por tierra la esperanza de que en el aroma de la piel de aquel bebé encontraría el motivo por el cual no salir corriendo --. Te he preparado la habitación. ¿Por qué no subes a descansar un rato? Yo te aviso cuando llegue la hora de cenar.
Aurora aceptó gustosa la invitación. Subió las escaleras arrastrando la maleta y se encerró en aquel cuarto que más que un cuarto parecía la celda de una prisión; una cama pequeña, un armario desnudo, una mesilla vacía y un crucifijo condenatorio, la observaban dejando claro que aquel no era su lugar.
Cerró la puerta por dentro, deshizo la maleta, se desvistió y dejó que el peso de la ropa de aquella cama aprisionase su pecho desnudo. Cerró los ojos y recordó la estrella de la noche anterior. Sonrió ante la ironía que el cielo de aquel lugar planteaba; En Madrid, ver una estrella fugaz era un deseo en sí y allí que abundaban, la gente no creía ni siquiera en la posibilidad de su existencia.
La vida, ajena como aquella cama, se le presentaba tan imposible que decidió cerrar los ojos y regresar a Madrid. Abrió de nuevo la puerta de aquella consulta, nerviosa, con la ilusión de quién no sabe que es lo que hay al otro lado pero confía en ese temblor que anuncia que será algo bueno. Volvió a ver a Celia, volvió a enamorarse de sus ojos vacíos y volvió a sujetarla entre sus brazos hasta que la tuvo desnuda en el hotel. Volvió a sus labios, a sus manos, a su pelo suelto cayéndole sobre los hombros, a la calma blanca de las sábanas cálidas. Volvió a Madrid y el cristo del crucifijo se tapó los ojos horrorizado al intuir como su mano buscaba en su propio ser el amor entregado de Celia, su adorable inocencia, su tierna torpeza, sus ahogados gemidos, la exquisita vergüenza que se apoderó de sus ojos, por aquel entonces, ya llenos de ella misma y que convirtieron aquella celda, en el mismo centro del paraíso.

9 comentarios:

  1. Ay madre del amor hermoso. Solo puedo decirte GRACIAS,
    Mezcla de tristeza y ternura me despierta, esa añoranza y dejar que sus mentes se engañen permitiendo que crean estar juntas, a pesar de los kilómetros que las separan.
    No me sale comentario que te haga justicia, pero llevo un par de días poco propicios por asuntos personales y la serie tampoco ayuda mucho.
    Disculpa mi torpeza. Un beso. Raquel

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  2. Vaya don de las palabras tienes hija mía. Ha sido precioso. Espero con ansia que sea viernes para saber lo que pasa en la serie y cómo lo vas a describir tú. Perfecto, como siempre jeje :D Un beso

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    1. Muchas gracias. Yo también espero al viernes, aunque temblando la verdad ajajja

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    2. Puff lo que nos espera, y no solo el viernes ... en fin espero con ansia volver a leer más relatos :) un besazo

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  3. Nunca he comentado en ningún relato pero hoy me animo.
    Muchas gracias,de verdad que tienes un talento con las palabras q cada frase enamora y te traslada a la situación. Muchas gracias por compartir tu talento y crear este universo paralelo,sigue así artista ;)

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