lunes, 15 de febrero de 2016

Nuestro hogar

La noche en aquel piso de Arganzuela pasó mucho más rápido de lo que Celia o Aurora hubieran deseado. Cuando se acostaron parecía todo lo contrario, el piso era pequeño y a través de las paredes se escuchaban los ruidos de todo el patio de vecinos. Las puertas parecían pesar mucho más de lo que pesaban y se cerraban provocando un estruendo al que suponían podrían acostumbrarse pero que por el momento les sobresaltaba sin remedio. A Celia, porque no estaba acostumbrada a tanto barullo nocturno, a Aurora, porque le daba la sensación de que alguien había entrado en casa.
El frío que se colaba por las ventanas tampoco ayudaba demasiado y a pesar de que habían encendido la lumbre para calentar la estancia, tuvieron que pasar un buen rato acurrucadas bajo las sábanas para coger el calor necesario para dormir. Hubieran hecho el amor sin dudarlo, pero el susurro confesor de quien se siente seguro se apoderó de sus gargantas y la oscuridad actuó como cómplice de unos ojos que sin verse se escuchaban. Ambas se mecieron con el calor de un cuerpo que, por muy vestido que pudiera estar, estaba completamente desnudo y se dejaron llevar al sueño profundo y repentino que da el cansancio. La mudanza había sido dura, llevar todo lo necesario a aquel piso para hacer de él un hogar en tan poco tiempo, las había dejado agotadas, pero de eso no se dieron cuenta hasta que el sol de la mañana comenzó a colarse por la ventana con la persiana rota que tendrían que arreglar de inmediato si no querían despertarse cada día cuando despertasen los gallos.
--El olor a café hace que esto parezca un hogar de verdad ¿a que sí?
--Es que esto, es un hogar de verdad Aurora. Nuestro hogar.
La enfermera no pudo evitar sonreír ante aquellas palabras y mirando a su alrededor olvidó que su leche manchada de café aún ardía aunque, quemarse la lengua, le sirvió para darse cuenta de que no estaba soñando, de que por fin habían conseguido burlar al mundo y que la afirmación de Celia era tan real como que por fin tenían un lugar en el que ser ellas mismas.


Después de desayunar, Celia preparó y repasó una y otra vez todo lo que necesitaba llevarse. Ella estaba nerviosa, pero Aurora parecía estarlo aún más. ¡Quien le hubiera dicho a Celia que tendría que ser ella quien calmase a Aurora alguna vez! pero la entendía y a pesar de lo reiterativo de sus miedos que, con el cariño que Celia le mostraba a cada sonrisa habían pasado ser solo dudas, volvió a tranquilizarla de nuevo. Le explicó de nuevo que todo lo que les rodeaba era real, que al fin podían estar juntas, que en la calle serían quienes debían ser pero que entre las paredes de esa humilde casa serían ellas, ellas y su mundo.
--No dejes que el miedo te ponga las cadenas que tú me enseñaste a romper.
Aurora se reconoció en esa frase y también supo reconocer, con esa pesadez que te invade cuando sabes que llevas tiempo sin ser capaz de avanzar al ritmo que quisieras, que Celia y su paciencia estaban sacándola de la cueva en la que se había metido. Dijo que lo intentaría, pero en la sonrisa y en el amor de Celia la palabra intentar ya no tenía cabida y le aseguró con una seguridad en la mirada por la que Aurora hubiera creído en elefantes voladores, que lo conseguiría. Y así, sonrientes y seguras, por lo menos en ese instante, se dieron el primer beso de despedida que en vez de causar tristeza, provocó alegría.


Cuando se sentó para continuar escribiendo a su hermano pensó que entre terminar la carta y organizar un poco las cajas el día se le pasaría pronto, pero para cuando terminó de comer ya había hecho, más o menos, todo lo que se había propuesto y decidió tumbarse un rato sobre la cama. Entre vuelta y vuelta mirando al techo, pensando en lo que tenía, en lo que había dejado atrás, en lo que había perdido aun antes de aquello, en como justificarían el embarazo cuando empezase a notarse, en que le diría a su familia si llegaban a descubrirla y mil posibilidades más, se quedó dormida. Tanto que ni siquiera escuchó la puerta cuando Celia regresó de la escuela.


La visión de Aurora sobre aquella cama, su cama, hizo que Celia se detuviera antes de acercarse a ella. El día no había ido como esperaba, la escuela estaba en un estado lamentable, las goteras lo habían inundado todo y sería imposible dar clase allí, pero nada de eso importó porque aquella estampa le lleno el cuerpo de esa paz que da el corazón tranquilo, ese corazón que al fin puede expandirse porque el sueño por el que permanecía en tensión se ha hecho realidad. Aurora estaba preciosa y se acercó para poder despertarla con las caricias que el cariño había preparado en sus manos, pero al acariciarle el cabello se dio cuenta de que la paz que parecía albergar su cuerpo no se correspondía con la de su mente y que una pesadilla estaba atacando a su amada. Quiso despertarla con cuidado, pero Aurora se asustó al sentir el pequeño zarandeo y reaccionó bruscamente, sin querer, pero asustando ligeramente a Celia que no pudo evitar preocuparse y preguntar que estaba siendo tan horrible como para hacerla reaccionar así. De nuevo el miedo, pero no el de siempre si no el que podría venir, el "y si" que atormenta sin piedad y que a pesar de haber salido de un sueño Aurora parecía estar palpando. Celia volvió a tranquilizarla y comprendió que si aquella pesadilla había alterado tanto a Aurora había sido porque la enfermera tenía miedo por ella, porque pudiera pasarle algo malo por su culpa y para que dejase de preocuparse la alentó a seguir con la carta que aún no había terminado y que descansaba visible sobre la mesa mientras ella preparaba algo para cenar.


Así lo hicieron, Aurora terminó de explicarle a Camilo que se encontraba bien, que era feliz y que sentía mucho lo que había hecho pero que no necesitaba que siguieran buscándola, mientras, Celia preparó un caldito caliente y una tortilla francesa. Huevos y algún hueso, era lo único que les había dado tiempo a comprar el día anterior, pero aquella humilde cena fue mejor que cualquier manjar que hubieran podido degustar por separado. Se miraban y sonreían, no les hacía falta hablar para que la una supiera que la otra estaba feliz y viceversa. Se amaban y lo sentían y con ese sentimiento comenzaron a divagar del como organizarían las clases, de que era lo que les iban a enseñar a aquellos niños que no solo irían a aprender si no que también ayudarían, porque Aurora no quería quedarse sola y Celia no quería salir de aquella casa.

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