domingo, 3 de enero de 2016

Por muy bohemio que sea

La carta de Aurora llegó de improviso y a pesar de que aún le dolía el mensaje de la anterior, comenzó a leerla ilusionada, pero, a medida que fue avanzando, esa ilusión fue transformándose en otro sentimiento diferente que no pudo definir debido a la inesperada llegada de Víctor que interrumpió sus pensamientos y evitó que pudiera pararse a sentir de qué se trataba.

Celia, tardó un buen rato en entrar a la conversación de Dumas que, durante el principio de su paseo, no dejó de insistir en que podía confiar en él, pero no podía, como tampoco podía dejar de pensar en las palabras de Aurora, de imaginarla embarazada del brazo de un marido al que no ponía rostro pero al que se imaginaba mucho más mayor que ella. No podía parar de pensar en si él sabría apreciarla como merecía, si dejaría que aquella voz que tantas veces le había susurrado al oído dijera todo cuanto quisiera decir, si la bondad con la que Aurora lo describía sería cierta o si disfrazaba para ella a un ogro machista y despiadado que dispondría todo a su antojo. Aquel pensamiento que atormentó su mirada, quedó a un lado cuando Víctor comenzó a alargar su talento, su valor y sus escritos, a hablarle de revolución y cuando le confesó que le tachaban de bicho raro, se sintió tan identificada que no pudo evitar entrar al juego de aquel lunático cuyas acciones admiraba casi tanto como temía.
  
El ambiente del Ambigú, distendido y cargado de un humo que olía a inspiración y locura, arrastró a Celia a un mundo que no conocía pero en el que quiso adentrarse de inmediato. Allí se habían reunido todo tipo de artistas; escritores y pintores que saludaban a Víctor como si lo conocieran de toda la vida. Poetas y escultores que para Celia eran lo mismo porque el sentido de sus obras dependía de la forma que les dieran. Ilusionada, entró a un mundo tomado por hombres, admirados por otros hombres y, sin embargo, no sintió que las mujeres allí presentes estuvieran siendo menospreciadas sino amadas desde unos ojos que miraban el mismo mundo que los demás pero que lo veían diferente. Observó y apuntó en su memoria todos los detalles que pudo, los ropajes de los presentes, la posición de sus cuerpos que variaba dependiendo del tema de conversación en el que estuvieran implicados en cada momento, las bebidas que tomaban e incluso cuantos, como ella, apuntaban en sus cuadernos notas con la mano izquierda tiñendo ligeramente los puños de sus camisas.
Cuando Víctor subió al escenario y comenzó a hablar con tanta pasión del Manifiesto futurista, Celia no pudo evitar dejarse llevar por su entusiasmo. Su rostro se iluminó como hacía tiempo y reconoció en aquellas palabras el insomnio febril que describían, sintió la velocidad de aquel coche de carreras e incluso sintió que de verdad el tiempo y el espacio desaparecían tras ella. Imaginó a sus compañeras sufragistas levantando el puño ante varios de los puntos de aquel texto que, a pesar de su radicalidad, sonaba a pasión y sueño. Estaba tan atenta, tan embelesada y absorta por aquellas palabras, que no pudo reaccionar a tiempo ante el osado beso de Víctor.
Nadie había vuelto a besarla desde Aurora y la sensación fue muy diferente. La suavidad de los labios de ella no podía compararse con la aspereza de los de él y el vello del bigote no ayudó a que eso mejorase. No fue desagradable, pero no sintió nada en el estómago y no supo como reaccionar, así que salió de allí rumbo a casa con la sensación de que el rumor de aquel beso pretendía adelantarla.

La conversación con Francisca sobre lo ocurrido en el Ambigú, le dejó a Celia más dudas de las que ya tenía. Verla tan entusiasmada ante la confesión del beso, tan insistente e interesada por conocer lo que sentía o lo que pretendía hacer a continuación y la sensación de incomprensión que se quedó en ella cuando esta se fue, le hicieron añorar no haber mantenido tal charla con Diana. Diana la comprendía muy bien, pero desde que había recuperado la fábrica estaba más ausente y era difícil coincidir con ella. Echó en falta sus consejos y su abrazo, un abrazo que despejaba dudas o que al menos las calmaba. Tal vez si hubiera hablado con ella no hubiera necesitado escribir aquella carta, una carta que a pesar de querer nunca mandaría y que rompió al finalizar sin saber que las cartas que no se envían llegan incluso antes que las que sí. Es como si algo las llevase hasta el destinatario, como si una corazonada se apoderase de esa persona y sintiera que la necesitan o que la echan de menos. Quizás, Aurora estuviera en Cáceres, sentada frente a la chimenea, o quizá paseando y algo dentro de ella le hiciera detenerse, posar su mano sobre el corazón acelerado sin motivo aparente y suspirar por no poder ir hasta Madrid a abrazar a la niña asustada que, tumbada aún sobre su cama, con el pelo suelto y el camisón blanco acariciándole la piel, no podía dejar de mirar los trozos rasgados de la carta que acababa de escribir para ella y que había decido romper. La miraba como si ante ella, un puzle de sentimientos se le ofreciera imposible. Las frases habían quedado divididas, las palabras que había escogido para confesarse ya no tenían sentido, ni siquiera la tinta de su pluma parecía estar a salvo. Su falso negro, ese negro que al secarse difumina a su alrededor un tono verdoso que recuerda al moho que bordea las páginas de los libros abandonados a su suerte en algún lugar húmedo, desaparecía ante sus ojos inmóviles. Si su cerebro no hubiese estado en ese momento prácticamente apagado, seguramente hubiera pensado que la pobre tinta, tal vez, podría haberse sentido ofendida al saberse desperdiciada, pero no lo pensó porque, simplemente, se había entregado a una parálisis temporal parecida a la que se siente cuando a veces te despiertas sin despertarte del todo e impide que muevas un solo músculo.
Permaneció así unos minutos, más de los que pasaron en realidad, escuchando los sonidos de una casa que se le venía encima y cuando al fin consiguió reaccionar, recogió los trozos de la carta y los guardó junto a la foto de Aurora entre las solapas de aquel libro que no había vuelto a leer. Aurora tenía razón, tal vez lo mejor era olvidarse, tal vez de ese modo ambas podrían seguir con sus vidas y encontrar su lugar en el mundo, pero Celia tenía la sensación de que ese lugar estaba junto a ella y algo le decía que a pesar de las palabras escritas en su última carta, Aurora también lo creía, porque, cuando tienes un vínculo tan fuerte con una persona, dejarla de lado es difícil. Difícil porque implica dejar una parte de ti de lado, una parte de ti que ni tú conocías. Una parte que te faltaba y que esa persona complementa, una parte que no vuelve, que no cualquiera puede ofrecerte porque una vez que lo descubres y lo entregas, ya pertenece a ella y nadie, por muy bohemio o futurista que sea, por muy soñador o muchos arrebatos que tenga o por mucho amor que te describa o demuestre, nadie, puede sustituirlo.
Víctor Dumas era así, un soñador divertido y nada convencional al que la sociedad había metido en el saco de los bichos raros como a ella y ella, que valoraba la amistad de aquel extravagante francés sin acento y que había estado convencida de que perduraría en el tiempo, dudaba ahora de si con su amistad, lo único que buscaba era un algo más que estaba casi segura no podría ofrecerle. Se sentía mal, mal porque besarse en público implicaba muchas mas cosas de las que Víctor podía imaginar y le dolió reconocer que si Aurora hubiera sentido un arrebato como aquel, hubiera implicado cosas completamente diferentes. En vez de unirlas les hubiera separado, la gente, en vez de admirarlo, lo hubiera odiado y las consecuencias hubieran sido terribles para ambas.

Celia estaba tumbada sobre su cama, pensando en todo eso cuando le sobrevino el sueño. En él, vio como unas manos que le eran familiares, abrían el libro y recogían los pedazos. Con la suave caricia de las yemas de sus dedos que fue pasando por el borde dentado de los cuatro trozos, la carta quedó reconstruida. Sentada al borde de la cama, con ella entre las manos y una lágrima recorriendo su mejilla aterciopelada, la persona que obró el milagro, se quedó observando como dormía en un silencio reconocible. Celia sabía que era ella, que había vuelto de Cáceres para mecer sus sueños, para calmar su ansiedad, para hacer que entendiera que esas cartas que había mandado terminando con todo, no eran más que un escudo necesario para poder seguir adelante. Intuir aquello le dolía, desde tan adentro, que se había perdido buscando la fuente de aquel sentimiento amargo en el que la duda acerca de la verdad de aquellas palabras que estaba segura Aurora escribía pensando en protegerla, cada vez parecía más clara. Celia, seguía sin reconocer en ellas a la mujer de la que seguía estando enamorada. Aurora, la Aurora que ella conocía, no hubiera preferido un niño porque una niña lo hubiera tenido mas difícil, sino que hubiera enseñado a esa niña a luchar para conseguir sus sueños, a no dejarse absorber por la sociedad, a aparentar lo que la gente pedía pero a ser lo que ella quisiera. La Aurora que Celia conocía no hubiera tenido miedo y sin embargo sus palabras lo transmitían. Si hubiera sido posible despertar de ese sueño, Celia hubiera cogido a Aurora de la mano, le hubiera besado los labios despacio y mirándola a los ojos le hubiera pedido huir de allí, dejar a un lado Madrid, Cáceres y cualquier ciudad en la que estar juntas y ser felices nunca hubiera sido posible. A Celia le hubiera dado igual no tener nada, ella era feliz solo con su presencia, pero no pudo despertarse para decírselo, para espantar aquel miedo y vio como Aurora se levantaba y guardaba la carta de nuevo junto a su foto en el libro, una foto que hacía días que Celia no miraba porque no podía soportar ver los labios que, estampados tras ella, regalaban un beso que ya no le pertenecía. Ella sabía lo que sentía y aún así no podía evitar dudar que hacer respecto a Víctor porque él, podría hacerla feliz o al menos acercarse a ese estado idílico que todo el mundo anhela, darle una vida como la que parecía tener Aurora, sin preocupaciones ni problemas, sin tener que esconderse, pero Celia no era así. Ella no estaba dispuesta a ceder ante eso, ella no se conformaba, ella no estaba dispuesta a casarse con un hombre al que no amaba porque hacerlo con una mujer no estuviera permitido. Ella era una mujer luchadora, que a pesar de las consecuencias siempre se enfrentaba a todo con valor y aun estando segura de que si lo hiciera todo sería más simple, no se veía capaz de agachar la cabeza para dejarse arrastrar por la corriente de una ciudad abarrotada de personas que por ser quienes no eran, estaban destinadas a secarse.

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