lunes, 25 de enero de 2016

Harta

Celia, tenía la extraña sensación de que haberle pedido a su hermana Diana que se deshiciera de las cartas de Aurora, había provocado en su mundo interior y en el exterior también, el efecto contrario al que esperaba conseguir con aquel paso adelante que dio sin mirar atrás.


A excepción de Diana, con la que había hablado en un par de ocasiones de Aurora, hacía meses que nadie preguntaba por ella. A nadie parecía importarle que se hubiera ido a cientos de Kilómetros, que se hubiera casado o que estuviera esperando un bebé. Sus hermanas y Merceditas habían estado muy ocupadas procurando que Celia correspondiera a Dumas, incluso a Rosalía, que a pesar de verlo como un loco descarado, le había parecido un pretendiente adecuado. Nadie, excepto ella, había caído en la cuenta de que Aurora ya no estaba y ahora que Víctor se había marchado, ahora que había conseguido convencerse de que seguir adelante sin ella era lo único que podía hacer, ahora, parecía que todos recordaban a la enfermera y sentían la necesidad de hacérselo saber; Que si que maja era la señorita Aurora. Que si cuanto se notaba que la quería mucho. Que si ella a usted también la apreciaba. Que si que feliz estará junto a su marido mientras esperan que nazca su bebé. Que si, que si, que si... Estaba harta de tantos "que si", harta de que a todo el mundo le hubiera dado ahora por acordarse de ella, harta de que nadie se diera cuenta de que cada vez que la mencionaban ella sufría por los planes que hicieron y que no podrían hacer. Unos planes arriesgados, casi absurdos teniendo en cuenta lo idílico del momento en que pretendían llevarlos a cabo, pero ese momento había llegado y Celia necesitaba descartar el pequeño porcentaje de esperanza que aún guardaba en su interior.


Daba igual lo que Diana le había dicho, daba igual si tenía razón o no, lo único que necesitaba era confirmar de una vez por todas que Aurora de verdad era feliz, que de verdad había conseguido olvidarla, que no le importaba si había conseguido su sueño de ser maestra, ese por el que tanto le animó a luchar. Necesitaba confirmar una vez más si era verdad que Aurora se había entregado a una sociedad que solo aceptaba a quienes se dejaban arrastrar por sus castrantes normas estandarizadas.
Esperaba con ansiedad una nueva carta que diera por terminada su historia. Ya había recibido varias pero no confiaba en ellas y cuando en el impasse de esa espera vio al hermano de Aurora sentado en el Ambigú, sintió que en él encontraría la respuesta a sus dudas. Dudó si acercarse y perdió la oportunidad, así que al día siguiente decidió esperarlo allí, sentada, como si el encuentro en caso de producirse hubiera sido casual. Tardaba y le preguntó a Antonia por él, sin demasiado énfasis pero sin dejar detalle y después siguió esperando alentada por las palabras de la dueña pero, lo único que consiguió es que Enrique sintiera lástima por ella y se negase a cobrarle la consumición que había alargado por vergüenza.


Se pasó la noche pensando, buscando una solución que cuando parecía hallar se escapa en el duermevela de su cansancio y se despertó con la sensación de que aunque consiguiera hablar con Camilo, este no le diría la verdad. Conocía la historia de Aurora, sabía que su familia había sido quien la había obligado a someterse a la terapia, sabía que si había acabado en Madrid lo había hecho huyendo de ellos, excusándose en un trabajo que lo único que le permitía hacer era escribir alguna carta de vez en cuando pero por el cual le era imposible viajar con asiduidad a aquel pueblo que después de verla nacer giró la cara en una dirección completamente contraria a ella. Sabía que mentía a su hermano, que llevaba a Fermín a tomar el café de vez en cuando para que su cuñada, charlatana y cotilla como buena señora de una alta sociedad a la que no pertenecía pero en la que había decidido camuflarse, confirmase en las llamadas a sus suegros la curación de su hija. Lo sabía todo de ella, o casi todo, porque la creía incapaz de mentir y sin embargo cada vez que releía aquellas cartas descubría un nuevo matiz que le hacía desconfiar de nuevo de su contenido.


Cuando la luz del sol de invierno, esa que alumbra pero no calienta y que cuando calienta no quita el frío, comenzó a colarse por las rendijas de la pesada persiana de madera, Celia saltó de la cama con la mente tan en blanco que cuando consiguió darse cuenta de lo que había estado haciendo, ya tenía la maleta preparada encima de la cama.
Había decidido irse a Cáceres, hacer realidad las palabras de su última carta; Acudiría en busca de Aurora y haría lo que fuera necesario para ayudarla a escapar de aquella vida en la que no creía pero con la que estaba dispuesta a cargar en caso de que aquellas cartas no mintieran. Huiría con ella si esa fuera la única forma de separarla de un marido que por mucho que se esforzase no podría hacerla feliz porque no era mujer y a Aurora, como a ella, le gustaban las mujeres por mucho que tuvieran que esconderlo. Se haría cargo junto a ella de ese bebé que, en caso de ser real, no tendría más remedio que huir con ellas, que crecería sin un padre, pero rodeado de un amor que le enseñarían a apreciar y valorar a pesar de que tuviera que ocultarlo fuera del hogar que crearían para él. Era una locura, pero estaba harta y había decidido que haría lo que fuera necesario, se enfrentaría a la familia de Aurora y a la suya. A Diana si quisiera impedirlo y a Blanca o Francisca si decidieran volver a someterla a aquella terapia a la que ya no le tenía miedo y a la que de tener que volver lo haría por haberse vuelto loca. Se sentía fuerte, capaz de sortear cuantos obstáculos se encontrase en aquel viaje, pero antes de emprenderlo tenía que asegurarse de que Aurora vivía en la dirección a la que había estado enviando las cartas que le habían sido devueltas así que, escondió la bolsa, se arregló como debían arreglarse las señoritas que son prisioneras de un apellido y se dirigió al Ambigú con la intención de esperar lo que fuera necesario al hermano de Aurora, que al parecer, tiempo para conocer a la profesora de su hija no había tenido, pero sí para pasar las tardes de bar en bar leyendo periódicos y tomando chatos.

Adriana Marquina

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