lunes, 18 de enero de 2016

La solución

La exposición futurista que se exponía en Madrid esa semana, fue la excusa perfecta para Víctor, quien, a pesar del rechazo de Celia, no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente. Víctor era un hombre con las ideas claras. Él sabía que el "no" de Celia ya lo tenía y buscando el "sí" llamó a su casa para invitarla a ver dicha exposición. Para su sorpresa, Celia aceptó y pensó que si lo había hecho era porque no todo estaba perdido. Él era un hombre positivo por naturaleza y si lo que Celia quería era que hiciera las cosas bien, bien las haría.
Pasearon y se rieron, disfrutaron de la exposición y conversaron sobre lo que esa revolución artística suponía en un ciudad tan clásica como Madrid y, a las puertas de la casa de Celia, una mujer con dos cubos llenos de flores parecía estar esperando a que ambos pasasen por delante. Víctor compró un ramo y se lo regaló a Celia como previo a su confesión. Iba a respetarla, a seguir las tradiciones españolas y por ello les había pedido a sus padres que fueran a conocerla ¡Como si no conocerles fuera lo que le impedía a Celia seguir avanzando!
Entró en casa bloqueada, tanto que a pesar de haber sacado sus libros y de haber intentado estudiar, no lo consiguió. Tenía la cabeza en otra parte, aunque no supo bien donde hasta que Merceditas, tras dar unos cuantos rodeos, le confesó su nerviosismo. Los padres de Raimundo también iban a viajar a Madrid para conocerla, eso era lo que les faltaba para poder pasar tranquilos por el altar, porque conocer a los padres de tu futuro marido, era casi más importante que firmar los papeles que ante la ley y Dios los convertirían en marido y mujer para toda la vida. Celia comprendió en aquel instante lo que Víctor pretendía, toda una vida junto a ella y sintió que no podía hacer aquello, que mentirse a sí misma, aunque doloroso, era soportable, pero no estaba dispuesta a que Víctor cargase con su mentira y mucho menos sus padres que nada tenían que ver en todo aquello. Lo llamó y quedó con él en el Ambigú, aunque Víctor, caballero como pocos, pasó a recogerla por casa en el preciso momento en el que ella salía por la puerta.
Una botella del mejor Oporto fue lo que le pidió a Enrique en la ignorancia del motivo de aquella cita. Él pensaba que Celia quería celebrar la llegada de sus futuros suegros y el pobre no podía estar más equivocado. Lo que Celia necesitaba era confesarle su secreto mejor guardado, tanto, que incluso ella había llegado a dudar si no lo habría perdido entre los muros de aquel laberinto en el que llevaba perdida semanas. Comenzó a buscar las palabras y al parecer no dio con las adecuadas. Después de toda la retahíla de halagos, Víctor concluyó que era feo y su aspecto físico nada tenía que ver en lo que Celia podía o no sentir. Aquel hombre casi apuesto, galante, divertido, amable, atento e inteligente, era perfecto para ella. Ella lo sabía y así se lo hizo saber a él, pero si algo odiaba el Francés eran los rodeos y Celia Silva, llevaba ya demasiado tiempo dando vueltas.
Paró en seco ante la petición de sinceridad, clavó sus ojos en los ojos de Víctor que albergaban la pena previa de quien espera una mala noticia y confesó sus gustos, la dirección en la que iban sus sentimientos e intentó explicarle a aquel hombre que intentaba controlar su rabia a través de una respiración fuerte y acelerada que podía oírse casi desde la barra, que a pesar de que había intentado cambiar el rumbo, su corazón se había negado a seguir sus pasos. A ella le gustaban las mujeres, había intentado que no pero era así y seguiría siendo así el resto de su vida, por muchos Dumas que intentasen mostrarle otro camino, por muchas Franciscas que la empujasen hacia ellos.
Víctor, no se escandalizó ante aquella confesión. Él venía de la ciudad de la libertad y del amor y entendía que precisamente el amor no entiende de leyes ni convencionalismos, si lo hiciera, no sería amor, al menos no verdadero. Pero la humillación que sintió le nubló el juicio y se sintió una peonza en manos de aquella mujer que lo miraba con el miedo de quien busca palabras que justifiquen algo que no se puede justificar porque lo hecho no es una mala acción o una mentira. Aún así intentó hacerlo, le explicó que para ella él no había sido un juguete, que simplemente tenía que intentar quererle porque se suponía que eso era lo que tenía que hacer, pero Víctor no quiso escucharla. De pronto le sobraron sus palabras, sus miradas, la tez de su rostro que en contraste con el azabache de su cabello rizado parecía porcelana. Le sobraron sus manos, la pequeña nariz que tan graciosa le resultaba y cada una de las muecas que de memoria había ido aprendiendo día a día. Le sobraba Celia porque se había sentido humillado, le sobraba tanto que decidió coger el Oporto con el que ya no había nada que celebrar y llevárselo con la intención de olvidar junto a él a la mujer que sabía no podría olvidar.
Celia se quedó paralizada ante la atenta mirada de Enrique que no comprendía que era lo que había ocurrido. Se disculpó y mantuvo la compostura mientras salía de allí, una vez en la calle aceleró el paso hasta llegar a la seguridad de su habitación, esa que dependiendo de como la oyera subir las escaleras, la recibía de una u otra manera. En aquella ocasión la recibió con los brazos abiertos de una amiga que está dispuesta a quedarse a tu lado mientras mueves y remueves, ordenas y desordenas, ríes, lloras, callas o gritas. Eso hizo Celia. Se pasó toda la noche rebuscando entre sus papeles, escribiendo cosas sin sentido, estudiando cosas con sentido pero que no lograba entender, no podía concentrarse. Pensó que al confesarse a Víctor se sentiría más libre, pero lo que no sabía es que a veces la libertad puede pesar más que una losa. Bajo ella estaba cuando Diana entró en la habitación. En su rostro se apreciaba la preocupación de quien lo está pasando mal por un ser querido, de quien no ha dormido buscando algo que no ha encontrado, en sus palabras, la calmada preocupación de quien se siente responsable de una familia y en sus ojos... Los ojos de Diana leían a Celia mejor que nadie y supo en cuanto la miró que algo no iba del todo bien. Cogió su armadura de hermana mayor, cubrió sus sentimientos que podían esperar y se sentó ante la pequeña Celia que confesó casi de inmediato lo ocurrido el día anterior en el Ambigú. Diana tenía ese don, pero temió por su hermana, por la reacción que podría tener ese hombre al que apenas conocían y aunque comprendió que necesitase hacer aquello, no entendió que en su egoísmo no se parase a pensar que algo podría salir mal.  Diana acababa de plantear la posibilidad de que Dumas decidiera denunciarla, pero a pesar de que en el rostro de Celia se dibujó la duda, consiguió convencer a su hermana de que todo saldría bien, de que Víctor no era una mala persona.
Convencer a su hermana había sido relativamente sencillo, pero a pesar de que estuvo el resto de la mañana intentando hacer lo mismo para consigo, no lo consiguió. Estaba cansada de darle vueltas a un problema cuya solución no estaba en ella y cuando Merceditas entró en la habitación anunciando una visita, dejó salir la angustia que le carcomía. Dio lo mismo, Merceditas no tuvo tiempo de sentirse ofendida porque Víctor Dumas, el encantador y bohemio poeta que había viajado desde París para conquistar un imposible, estaba en la puerta de la habitación con la mirada limpia de quien se ha confundido y no necesita más que pedir perdón.
Víctor cerró la puerta, para sorpresa de ambos nadie la volvió a abrir. Se sentó sobre la cama que hacía pareja con la de Celia y se disculpó por su rabieta de hombre despechado. El rostro de Celia mostraba su miedo, un miedo que Víctor intentó calmar y del que ella se desprendió con un miedo diferente que apestaba a pasado y en el que, aquel hombre, se adentró como se adentran los verdaderos amigos, sin permiso y sin reparo. Fue sincero y en esa sinceridad expresó su pena y tras ella la solución. Una solución tan lejana y hermosa como tentadora. Una solución que haría liviana la losa de la libertad que ahora dolía. Una solución con nombre de posibilidades, de infinitas vidas, de sueños alcanzables. París, el destino para el que Celia creía haber nacido se presentaba ante ella de la mano de un loco que al parecer quería volverla loca a ella también. 

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