martes, 8 de diciembre de 2015

Algo pasa en Cáceres

Cuando don Luis salió de la habitación, Celia intentó deshacerse de la pesadez del día perdiendo la vista en uno de sus preciados libros. Encendió la luz de la lámpara de su mesilla, colocó la almohada sobre el cabecero para utilizarla como respaldo, se arropó hasta el pecho dejando los brazos fuera de la suave ropa de su cama y abrió el libro tirando del pequeño cordel rojo que marcaba cual era la última página que había leído. Sus ojos se movían rápido, de no conocerla me atrevería a decir que no le interesaba lo más mínimo el contenido, pero era la inquietud la que estaba haciendo que pasase por encima de aquellas palabras sin prestarles la atención que merecían. Leyó tres páginas y volvió a colocar el cordel en la página inicial, en el mismo lugar en el que había estado descansando hasta hacía unos minutos. De no haberlo hecho se habría sentido culpable, como si ella misma se estuviera engañando, como si le faltase el respeto a la autora de aquellas palabras, de aquella historia a la que le hubieran faltado tres páginas de no haber sido honesta consigo misma. Dejó el libro en la mesilla de nuevo, apilado sobre otros tres que esperaban con ansía el turno para desvelar sus secretos. Celia Silva, siempre tenía libros pendientes.
Permaneció inmóvil unos segundos. Sentía la boca seca y una aspereza en la garganta que reclamaba un poco de agua fresca desde una tos seca que intentó controlar sin conseguirlo. Se dispuso a levantarse para bajar a la cocina, pero antes de que sus manos pudieran apartar las sábanas y teniendo ya las rodillas dobladas para salir de su refugio, sintió, como si desde dentro de la caja de madera que descansaba sobre el escritorio, la muñeca, a la que algún malnacido le había arrebatado dos de sus sentidos, reclamase su atención. Celia se asustó, se asustó tanto que volvió a arroparse, en esa ocasión hasta introducir bajo la mullida coraza su pequeña nariz, congelada. No podía levantarse, no con aquel pequeño ataúd observándola y a pesar de que hacía años que había degradado la función de la campañilla dorada que hacía compañía a sus lecturas nocturnas a un simple adorno, la cogió y la hizo sonar con efusividad hasta que Merceditas entró en la habitación.
--¿Se encuentra usted bien señorita? --preguntó la pobre mujer con el rostro descompuesto tras haber subido corriendo los tres pisos que las separaban.
--Si, si, discúlpame Merceditas --respondió intentando que todo pareciera normal --. Es solo que tengo un poco de sed y tengo tanto frío en los pies que me ha dado mucha pereza salir de la cama. Siento si te he asustado y molestarte a estas horas para esta tontería de niña malcriada, pero si pudieras hacerme el favor de subirme un vaso de agua...
--¡Por supuesto señorita! Enseguida se lo subo.
--¡Merceditas! --imploró Celia en lo que pretendía ser un susurro --¿Podrías hacerme otro favor antes de irte? ¿Podrías coger esa caja y, sin abrirla --recalcó -- tirarla a la basura? No quiero tenerla cerca.
--¡Por supuesto señorita! Pero es una caja preciosa, seguro que en la cocina le damos alguna utilidad.
--Sin, abrirla Merceditas, y por supuesto sin utilizarla para nada. A la basura, directamente.
Merceditas obedeció sin rechistar, cogió la caja, salió de la habitación y volvió a entrar al cabo de unos minutos con un vaso de agua que amablemente le entregó a Celia obligándola a salir de su improvisado y manido, escondite.
--Gracias Merceditas.
--Si no gusta nada más --respondió esta antes de salir con un gesto que hizo sospechar a Celia que no había logrado llegar hasta la cocina sin abrir la dichosa caja.
--No gracias. Buenas noches.
--Buenas noches señorita.
De un solo trago, como si llevase perdida en un desierto varios días, Celia, vació el vaso de agua. Tan rápido bebió, que necesitó cerrar los ojos y respirar profundo para recuperar el aliento tras la ansiedad de su ingesta, cuando volvió a abrirlos, su habitación, volvía a ser el lugar seguro de siempre, aunque todavía había algo sobre la mesa que le inquietaba lo suficiente como para seguir con su desvelo.
Se levantó y cogió la arrugada carta de Aurora.
--Querida Celia, te echo en falta y en verdad deseo que estés bien...
Incapaz de seguir leyendo, con la rabia que conocer el contenido de las siguientes frases provocaba en ella, volvió a arrugarla entre sus manos y se sentó sobre la cama dejando que la tensión de su mandíbula le arrebatase la cordura un instante, el tiempo que tardó en volver a estirar el papel para seguir con aquella tortura innecesaria que, sin embargo, parecía reclamarla buscando ayuda.
--...Sabes lo importante que fuiste para mí y me gustaría pensar que yo también lo fui para ti.
Un aluvión de imágenes trasportó a Celia a un pasado que añoraba y que entró en aquella habitación como si el presente se hubiera apoderado de él. Con su camisón blanco, su melena suelta cayéndole por los hombros y la carta aún en su mano, Celia fue testigo de excepción del momento en el que Aurora, llena de una vitalidad desbordante, con la mirada encendida y la sonrisa confiada, le explicó, en la consulta del doctor Uribe, sus planes para terminar con aquella terapia que a punto estaba de destruirla. Siguiendo la estela de la capa azul, se detuvo delante del banco de madera en el que la enfermera le confesó su secreto. Volver a escuchar a Aurora diciendo que el hecho de que a ambas les gustasen las mujeres no significaba que estuvieran enfermas, dibujó una sonrisa en Celia que, sin saber bien como, se vio esperando en el Ambigú a un hombre llamado Fermín que, más que dispuesto, se haría pasar por su novio para conseguir el alta medica y poder continuar con una vida que ya creía perdida. Caminando entre sus recuerdos, dio con el momento exacto en el que la sonrisa de Aurora se convirtió en algo más que simple gratitud. Sentadas en la mesa del café, compartiendo unas rosquillas como desayuno, Celia cayó en la cuenta de que aquella mujer con la que compartía mesa su propio yo, la miraba de una forma diferente. En sus ojos, podía verse el brillo de la semilla del amor, en sus gestos, se adivinaba el nerviosismo de quien siente la presencia de alguien desde una necesidad diferente a la de estar acompañado y en su sonrisa... en su sonrisa había tantos besos escondidos que no pudo comprender como la Celia del lazo, la que hasta ese momento se había dirigido a Aurora desde el respeto del usted, permitió que pasase tanto tiempo hasta probar el primero. Mordió sus labios con suavidad al volver a sentir el tacto de los dedos de Aurora sobre ellos y sintió un poco de vergüenza al ver su reacción infantil, ¡Nunca hubiera imaginado que, el alguien al que se refería Aurora cuando le explicaba que una vez hubiera olvidado a Petra podría encontrar quien la hiciera feliz, fuera a ser ella misma!
El camino hasta la primera reunión de sufragistas, lo vivió con el mismo nerviosismo oculto bajo el camisón cuando, oculta tras una esquina, las vio alejarse cogidas del brazo, sonriendo, felices y fuertes, con ganas de cambiar el mundo, de luchar por lo que era justo, de hacerse valer.
--Me encontré con Petra y me pidió disculpas, ya se que no parece gran cosa, pero después de todo lo que ha pasado, a mí me parece un paso gigante.
--Entiendo ¿Por eso me has invitado a la fiesta?
--¿Qué tendrá que ver?
--Bueno, a lo mejor te has dado cuenta de que sigues sintiendo algo por ella.
--Si te he invitado a ti, es porque quiero ir contigo.
--¿Y si las cosas se hubieran arreglado definitivamente entre vosotras dos?
--¿Estás celosa?
--Te he hecho una pregunta.
--Estás celosa...
--¡Que no!
--¡Me encanta!
--¿Ah si?
--Si, es la primera vez que alguien siente celos por mí, conozco muy bien esa sensación de polillas en el estómago.
--Así que te gusta que yo lo pase mal por tu culpa.
--Me fascina.
Revivir aquel momento, desde la imparcialidad de ser una espectadora más, le permitió deleitarse con las muecas de Aurora que, sin poder controlarlo, se deshacía en amor y sin moverse de la farola en la que se había apoyado para contemplar aquella escena en su banco, fue testigo de la primera vez que Aurora tuvo que frenarle los pies a su idílica sensación de libertad. Era una locura pretender hacer lo mismo que Francisca iba a hacer con Gabriel, pero se conformó, como la inocente Celia que alegre recibía la caricia prudente de Aurora, con aquel Meine Liebe susurrado que erizó sus respectivos vellos y que les aceleró a ambas, el corazón. Celia, la Celia del presente, supo en ese preciso instante, que solo Aurora era capaz de conseguir alterarla de aquella manera, en pasado y en presente al mismo tiempo.
Desde uno de los sillones de la habitación del Excélsior, sumida en la intimidad de la luz tenue, observó como Aurora deshacía el lazo que cerraba la camisa de una Celia temblorosa en la que la vergüenza le impidió reconocerse. En silencio, sin apenas pestañear para no interrumpir aquel momento, se deleitó en las manos que desabrochaban los botones de su camisa, en como dejaban que su falda cayera al suelo y en como, aquella mujer cuyo aroma purificaba el aire, le enseñaba a acariciar y besar el cuerpo de otra mujer desnuda. Fue tal el rubor que sintió en las mejillas, que decidió que ya había visto suficiente y aunque con cautela atravesó la habitación, el ruido que provocó al traspasar aquella puerta que debía devolverla a su habitación de nuevo, sonó tan estrepitoso que asustó a la niña que acababa de dejar tras de sí y que a punto estaba de entregar su inocencia a las manos de aquella mujer a la que, en aquel momento, le habría confiado su propia vida.
--Esta carta no puede ser de Aurora --susurró apretando los dientes al verse de nuevo sola sobre su cama --. La Aurora que yo conocí, la que cogió aquel tren rumbo a Cáceres, la que rota en llanto me juró que no me olvidaría. Ella nunca me hubiera escrito estas palabras --una inquietud incontrolable provocó que Celia comenzase a dar vueltas por la habitación mientras continuaba hablando, como si pretendiera que alguien le diera la razón a aquella corazonada que comenzaba a alterarle el alma, sin ser consciente de que nadie estaba escuchando aquellas elucubraciones --. Ella nunca hubiera sido tan cruel. ¿Relatarme esas intimidades? ¡No! Ella no hubiera hecho eso, no por voluntad propia, no sabiendo el daño que me harían sus palabras, no después de haber recibido mi última carta. Algo no va bien -- dijo mientras intentaba devolverle a la carta su lisura original para comprobar de nuevo que la letra era la letra de Aurora --, alguien ha tenido que obligarla, que dictársela, que cambiar la original por esta. Algo no va bien --repitió --. Algo pasa en Cáceres y yo pienso averiguar el que.

Adriana Marquina

1 comentario:

  1. Pues sí eres adivina querida escritora, porque todo eso lo he pensado yo, claro y como soy una bocazas, ya lo comprobaste ayer, he puesto varios mensajes para que no quepan dudas.
    Te agradezco en lo mas profundo que rescates a Celia y con ella a nosotras del dolor de esa carta nada creíble, porque como dices, es muy cruel decirle a alguien que amas y con quien has compartido tanto, que estar con un hombre al final no es tan desagradable y que incluso es atento hasta en lo íntimo.
    Te decía que rescatas a Celia del dolor atroz al sentir esas palabras de Aurora, y reflexionar sospechando que las escribió como si alguien le hubiera obligado a plasmar los pensamientos ajenos en el papel.
    Un abrazo

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