miércoles, 30 de marzo de 2016

Tanto fue así

Celia y Aurora se levantaron muy contentas aquella mañana. Desde que las vecinas se acercaron para agradecerles todo lo que habían hecho por el barrio, las cosas parecían ir mejor. Celia había dejado a un lado el engaño de Rodolfo y Aurora había perdido el miedo a que cualquier periódico pudiera querer saber más acerca de la señorita que había organizado las manifestaciones y a que enviasen a algún periodista que quisiera entrometerse demasiado.

Mientras Celia terminaba de prepararse para ir a la escuela, Aurora decidió comenzar a preparar la lista del material médico que necesitaría la nueva casa de socorro, tenía una reunión con los delegados de la Dirección General de Sanidad gracias a que las vecinas habían hablado muy bien de ella y quería tenerlo todo preparado a tiempo. Celia, que había bromeado con el folio sin saber de qué se trataba, se sentó para poder escucharla con más atención aunque, en realidad, lo que quería era poder ver cómo se le iluminaba el rostro preparando aquello, hablando de reuniones, volviendo a ser la mujer segura de sí misma que tan inmensamente feliz le hacía y que durante tantas semanas había echado de menos. Lo único que lamentó fue el lugar que habían escogido para construir la casa de socorro; la casa que decía Aurora estaba completamente en ruinas y tardarían meses en reformarla y dejarla en condiciones pero, al fin y al cabo, eso era lo de menos. Tampoco podían pretender tenerla de la noche a la mañana y, lo más difícil, ya lo habían conseguido.

Mientras Aurora soñaba con poder volver de una vez a ejercer su profesión y Celia expresaba las ganas que tenía ella de llegar al colegio después de todo el revuelo de la semana, la enfermera sintió cómo el bebé se movía en su interior y, fue tal el sobresalto, que no pudo evitar levantarse de la silla repentinamente y asustar a Celia sin querer al hacerlo. Pero, cuando le pidió que pusiera las manos sobre su vientre, el sobresalto, el susto y con ellos la confusión del momento, desaparecieron para dar paso a la felicidad más plena y absoluta que pueda sentir una mujer. El bebé se estaba moviendo y su barriga hacía semanas que había empezado a notársele pero, aquella patadita, hizo aún más real el embarazo y con él, la vida. Una vida que con fuerza había decidido hacerse notar de repente y, el hecho de que Celia pudiera estar a su lado, que pudiera poner sus manos al lado de las suyas sobre su vientre para sentirlo juntas, verla emocionada y poder emocionarse con ella, confirmaba que, todo cuanto había sufrido, que todos los miedos contra los que había luchado y que todo lo que había dejado atrás, había merecido cada segundo porque, sin ellos, el momento que ahora estaba viviendo no lo hubiera podido vivir y para ella, que supo nada más ver a Celia en aquella sala de espera que si la felicidad necesita aferrarse a otro corazón para existir ese corazón tenía que ser el suyo, poder vivir ese milagro junto a ella, era un milagro en sí mismo. La miraba y no podía dejar de sonreír, ninguna podía dejar de hacerlo: Aurora porque sentía que Celia sería una gran madre para su hijo a pesar de que legalmente nunca podría serlo y Celia porque sentía que Aurora sería una gran madre para ese bebé que a ella no podría llamarla mamá pero al que estaba segura querría como si de verdad fuera suyo. Eran una familia. Ellas dos y el pequeño, o la pequeña, porque, a pesar de lo que Aurora había escrito en una de aquellas horrendas cartas que le escribió a Celia, a las dos les daba igual que fuera un niño o una niña con tal de que lo que viniera, viniera sano y fuerte.

Con una sonrisa salieron de casa y con una sonrisa volvieron juntas después de que Aurora decidiera pasar por la escuela a recoger a Celia. La reunión había durado un poco menos de lo esperado y le hacía ilusión ir a recoger a su novia al trabajo aunque, a ojos del mundo, simplemente pasase a recoger a su amiga.

Al minuto escaso de haber atravesado el umbral de la puerta y sin que a Celia le diera apenas tiempo de quitarse el abrigo, el teléfono comenzó a sonar. En verdad llevaba haciéndolo toda la mañana, pero ninguna de las dos podía saberlo por lo que Celia descolgó completamente ajena a que, aquel soniquete, era en realidad el aviso previo a la mayor tormenta que ni ella, ni Aurora hubieran vivido jamás. Merceditas era la que estaba al otro lado de la línea. Hablaba pausada, la mujer tampoco sabía lo suficiente como para no hacerlo pero, el rostro de Celia, palideció al escuchar lo que la doncella tenía que decir. Su tono de voz se agrietó ante el anuncio de que el marido de Aurora estaba en la ciudad y con él lo hicieron las paredes de aquella casa que pareció venírsele encima de repente. Aurora la conocía bien, sabía que la voz al otro lado del teléfono no estaba informando de buenas noticias y en el momento en el que le preguntó a Celia a quién no podía darle Merceditas la dirección de su casa, antes incluso de que la maestra respondiera, ella ya intuía, aunque se negaba a creerlo, quién podría haber preguntado.

Sus peores presagios llegaron al escuchar el "a tu marido" que a Celia casi se le atragantó. Aurora entró en pánico, tanto que de repente volvió a convertirse en la niña asustada que lo único que quiere es llorar en un rincón, tanto que parecía faltarle el aire, que sintió por un momento que había dejado de sentirse el corazón. Pero su corazón estaba delante de ella, intentando calmarla a pesar de estar teniendo el mismo miedo, intentando apaciguar a los demonios que intentaban apoderarse del alma de Aurora como una jauría de lobos hambrientos. Celia intentaba ser fuerte, ser valiente, ser lo que no sentía que era y sin embargo obligándose a serlo por ella. Mientras intentaba pensar, Aurora, que era incapaz de hacerlo, imaginaba cómo sería el momento en el que él la encontrase porque, de lo único que estaba segura, era de que si Clemente se había empeñado en encontrarla, terminaría por hacerlo. Conocía a su marido, era un hombre obstinado que no se conformaría con la respuesta de una criada, que movería cielo y tierra si era necesario para encontrar una pista que pudiera llevarle hasta la mujer que había huido llevándose consigo su descendencia.

A Celia, que tenía una musa para cada ocasión y a la de los momentos de pánico parecía dársele bien su trabajo, se le ocurrió una idea; si lo que quería Clemente era una pista del paradero de su esposa, eso le darían.


Tras despedirse de Aurora y repetirle, como había hecho durante toda la noche, ya que ambas fueron incapaces de conciliar el sueño, que se tranquilizase, que ella la iba a cuidar, a proteger y que iba a asegurarse de que todo fuese bien, salió de casa para acudir al encuentro con Clemente.

Cuando llegó a la esquina de su antigua calle, se detuvo un momento, respiró profundo y se aseguró de tener todo el plan que había ideado durante el trayecto claro. Una vez hecho, comenzó a andar en dirección a la terraza del café en el que se habían citado, pero le temblaban tanto las piernas, que por un momento pensó que no llegaría hasta el hombre apuesto y solitario que miraba en todas direcciones y que no podía ser otro que el marido de la mujer de la que ella estaba perdidamente enamorada.
Llegó, se presentó y se sentó como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para hablar con él cuando en realidad hubiera deseado poder salir corriendo de allí. Aquel hombre no parecía mala persona, pero pudo ver en su mirada la obstinación de la que Aurora le había hablado y por un momento tuvo la sensación de que podía leerla el pensamiento y es que, Clemente, era una de esas personas que parecen ver dentro de ti cuando, en realidad, sólo son capaces de ver dentro de sí mismos.

Las preguntas que Celia tuvo que responder no distaban mucho de las que ella había imaginado y tenía las respuestas preparadas, lo único que le faltaba era la excusa para poder sacar la carta del bolso y ésta llegó cuando aquel hombre insinuó que Aurora se había vuelto loca.

Querida Celia:
Siento haberme ido de Madrid sin despedirme de ti pero necesito dejarlo todo atrás. La vida a la que me entregué no estaba haciéndome feliz. Bien es cierto que mi marido me cuidaba y que tal vez no se merezca esto, pero no podía seguir teniendo una vida tan vacía en un pueblo tan lleno de nada.
Espero que ahora que eres maestra puedas cumplir todos tus sueños. Yo intentaré hacer lo mismo en estas islas, o en otras, quién sabe lo que puede esperarme ahora que por fin soy libre.
Un cordial saludo.
Aurora.

Celia, que por fin había conseguido tranquilizarse un poco mientras Clemente leía la carta que la noche anterior había ayudado a escribir a Aurora, esperaba ver en el rostro de aquel hombre que, sin haber hecho nada excepcional, le provocaba un respeto inexplicable, un gesto que aliviase la tenacidad que parecía moverlo. Ese gesto creyó verlo en cuanto terminó de leer la carta en la que Aurora no decía nada y en la que sin embargo ambas habían querido decirlo todo. Volvió a repetirle que ella tampoco sabía nada más de su esposa y todo parecía ir bien hasta que Raimundo, inoportuno como siempre, apareció haciendo alarde de su charlatanería. Hablando sin parar estaba cuando sintió que, la reacción del hombre que acompañaba a la señorita era demasiado desmesurada como para no estar metiendo la pata por lo que decidió que sería mejor seguirle la corriente a Celia que, rápidamente y sin saber muy bien cómo, volvió a hacerse con el control de la situación.

De regreso a Arganzuela Celia ya no sentía el temblor de las rodillas, ni el corazón acelerado, ni tan siquiera la sequedad que se había apoderado de su garganta, es más, andaba todo lo rápido que podía para llegar a casa cuanto antes. Estaba segura de que Aurora estaría hecha un ovillo en algún rincón, llorando y temblando como una niña y necesitaba tenderle esa mano que ya tenía preparada, abrazarla y susurrarla que todo había salido bien, que había espantado la tormenta, que las grietas de aquella casa habían vuelto a cerrarse, que el techo seguía en su sitio, que la quería y que nunca dejaría que nada ni nadie la apartase de ella. Todos sus sentidos estaban puestos en Aurora, tanto fue así, que el olor a hierba húmeda no llamó su atención, que no se percató de la oscuridad que se había apoderado del cielo en apenas unos segundos, que no escuchó los truenos en la lejanía. La tormenta se le echaba encima sin saberlo porque, por no sentir, ni siquiera sintió que el viento se interponía en su camino de una manera feroz o, que la lágrima salada que le atravesaba el rostro, era la caricia traicionera de esa primera gota que nunca asusta y que sin embargo, nunca viene sola.

Adriana Marquina 

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