lunes, 21 de marzo de 2016

Incontrolable

Tal y como el director del periódico le había confirmado a Celia por teléfono la tarde anterior, el periódico de aquel día incluía la crónica sobre la vida de Caridad. Cuando bajó a la calle a por él, los vecinos del barrio rodeaban al mozo que los vendía a voz en grito en el medio de la calle. Muchos no sabían leer, pero a pesar de eso querían tener un ejemplar como recuerdo. Los más afortunados tendrían uno propio, el resto, debería compartirlo con el bloque, pero no por ello tendría menos valor. En Arganzuela nunca un periódico había tenido el privilegio de sobrevivir a las llamas de la lumbre, pero aquel lo haría porque el calor que guardaba entre sus páginas traspasaba la piel y calentaba con esperanza el alma sin necesidad de arder dentro de un bidón de metal, de una gloria o de algún amago de chimenea que no eran más que cuatro ladrillos ennegrecidos.




Cuando Celia regresaba a casa con el suyo entre las manos, se cruzó con Caridad y no dudó un solo instante en invitarla a desayunar para leerle lo que había escrito sobre ella. Las palabras con las que la pluma de Celia había descrito a aquella mujer que escuchaba atenta, eran demasiado complicadas para que pudiera comprenderlas sin problema, pero en el cariño de la voz de la escritora supo adivinar que en ellas había tantos halagos hacia su persona como críticas hacia el lugar al que ella consideraba su hogar y, sin embargo, sintió cómo un nudo de emoción le abrazaba la fortaleza. 
Aurora, que no se cansaba de leer, de escuchar y de sentir aquella crónica tras la que no pudo disimular el cariño en su mirada, estuvo de acuerdo con Celia cuando ésta le dijo a Caridad, que humildemente pidió prestado el periódico a la maestra de sus hijos para que éstos pudieran sentirse orgullosos de su madre, que los niños ya sentían eso por la mujer que día a día luchaba por hacer que sus vidas fueran lo más dignas posibles.




Cuando Caridad se fue, Celia bajó con ella. Tenía que ir a la escuela y de camino a ella y al regresar, varias vecinas la pararon para hacerle ver que se sentían identificadas con lo que había escrito sobre Caridad. Como Aurora no estaba cuando llegó a casa, aprovechó el momento para corregir los cuadernos de sus pequeños y aplicados alumnos. En ello estaba cuando la enfermera regresó, pero no volvía con buenas noticias. Un bebé del barrio había fallecido por un simple resfriado y fue un golpe tan duro para Celia escuchar aquello, que decidió que ya era hora de volver a intentar que todas las mujeres de Arganzuela se unieran para ir a protestar ante el ministerio. Necesitaban una casa de socorro y le dieron igual las amenazas, las consecuencias o las habladurías que pudiera generar encabezar una protesta indigna de su apellido.




Las vecinas, todas, estuvieron de acuerdo con la maestra. Había que hacer algo para evitar que algún otro bebé corriera la suerte del pobre pequeño que sin culpa alguna había muerto. La rabia que sentían les animó a unirse a la manifestación que Celia había organizado ante el ministerio. A ella acudiría uno de los fotógrafos del periódico pues no todos los días un grupo de mujeres se atrevía a pedir audiencia con el secretario de gobernación y menos un grupo de mujeres humildes como las vecinas de Arganzuela y creyó conveniente acudir para cubrir la noticia. Aurora, que a pesar de estar emocionada y feliz con lo que Celia acababa de contarle no podía arriesgarse a que por casualidad la fotografiasen manifestándose al lado de la maestra, decidió que quedarse en casa sería lo mejor.
Aquella noche Celia Silva no consiguió dormir. Estaba nerviosa y caminaba por el piso frotándose las manos mientras visualizaba en su cabeza cómo transcurriría la manifestación, mientras soñaba con que el hombre que la había amenazado, el Secretario de Gobernación, fuera capaz de recapacitar y de recibirla junto a Caridad para poner en marcha la construcción de una casa de socorro en la zona pero, a pesar de haber estado así durante horas, no llegó a imaginar lo que ocurriría la mañana siguiente.




Tras esperar a que dieran las siete, Celia despertó a Aurora con un beso tierno en la mejilla y una caricia en la espalda que hizo que la enfermera ronronease como un gatito mientras remoloneaba bajo las mantas. Había estado sentada a su lado durante al menos media hora, observando cómo dormía, cómo en su placido gesto podía adivinarse la tranquilidad de quien ya no tiene nada que temer y tras despedirse y recibir los mejores deseos de su amada, bajó a la calle a esperar a que las vecinas fueran apareciendo para emprender el viaje hasta el centro de Madrid. Durante el camino, Celia que vio como aquellas mujeres que nunca habían salido del barrio iban quedándose rezagadas entre los edificios, decidió explicarles un poco la ciudad. Ellas estaban encantadas, sabían que el centro era lujoso, que nada tenía que ver con su humilde barrio, pero jamás imaginaron el tamaño que tendrían las aldabas de las puertas de los portales, o la cantidad de carruajes de que disponían en aquella zona. No comprendían cómo podía haber fuentes derrochando agua constantemente, cómo los caballos pisaban suelos más cuidados que los que pisaban ellas o porqué algunos de los niños con los que se cruzaron derrochaban sus obleas de pan de ángel en alimentar a las gordas palomas que los seguían como si fueran perros. Sus hijos apenas tenían comida qué llevarse a la boca y, aquéllos que iban tan bien vestidos, tan limpios y que tenían tan buen aspecto e incluso algún que otro juguete, derrochaban la suya en unos animales que tenían campo en el que alimentarse hasta no poder levantar el vuelo. Aquellas mujeres sintieron entonces la injusticia de la que tanto hablaba la señorita que esperaba a la entrada de una de las casas más grandes que habían visto hasta el momento y comprendieron mientras iban entrando en aquel palacio porqué estaban allí y porqué iban a manifestarse.


Anonadadas, rodeadas de tanto lujo que creyeron encontrarse dentro de un sueño a pesar de que ni en el mejor de ellos habrían podido imaginar una casa como aquélla estaban, cuando aparecieron Merceditas y Raimundo alabando el poder de convocatoria de su señorita. A Celia le sorprendió mucho que la noticia de la manifestación hubiera llegado hasta allí antes incluso que ellas mismas, pero pensó que sería positivo, que la repercusión de la historia de Caridad en el periódico haría posible lo imposible y tras presentar a la protagonista, les pidió a ambos que les dieran algo caliente antes de acudir ante el ministerio mientras ella iba a buscar a Francisca que, apoyada en el tronco de uno de los nogales del jardín, miraba hacia la nada tan concentrada que tuvo que ser Celia con un abrazo cariñoso y por la espalda quien la sacase de su ensimismamiento. Estaba helada de frío y aunque se resistió un poco a entrar en casa su añorada compañera de cuarto consiguió convencerla. Elisa se unió a ellas al poco de entrar, llevaba consigo la página del periódico que narraba la historia que había escrito su hermana y aunque los motivos le daban exactamente igual, estaba orgullosa de Celia, si es que Elisa, podía estar orgullosa de alguien más que de sí misma. Diana también apareció de repente, había salido de la fábrica corriendo en cuanto Merceditas llamó para informarle de que su hermana ya había llegado y se abrazó a ella mientras Salvador refunfuñaba por detrás, no sin razón. Entre las tres se pusieron al día rápidamente, la tensión entre el matrimonio podía palparse en el aire, pero Diana le quitó toda la importancia que Elisa le dio a los problemas de Francisca. Si no hubiera sido por ella, que dejó a un lado sus problemas de adolescente enamorada para intentar ayudar a su hermana, Celia no se habría enterado de lo mal que estaba la situación con Luis y aunque le hubiera encantado quedarse charlando con ellas, tuvo que despedirse, faltaba media hora para que la jornada laboral del secretario comenzase y querían estar en la puerta del ministerio antes de que pudieran entrar sin verlas.




Aprovechando que todas las mujeres estaban en la cocina y que la puerta de servicio estaba mejor orientada hacia el ministerio que la principal, Celia bajó a la cocina para anunciar que el momento había llegado. Desde las escaleras, como la líder que Aurora veía en ella, les insufló ánimos con las siguientes palabras:




Amigas, el momento ha llegado, el camino ha sido largo y sé que esta zona de la ciudad hace que os sintáis pequeñas, pero tenéis los corazones mucho más grandes de lo que puede tenerlo cualquiera que habite una de estas casas tan lujosas y con ellos como aval, conseguiremos que ese hombre nos reciba, que nos escuche y que comprenda que lo que hemos venido a pedir no es un antojo sino una necesidad a la que debe darle prioridad absoluta. Estad tranquilas porque todo va a salir bien, porque el amor lo puede todo y esto, lo hacemos por amor. Por el amor a vuestros hijos, a vuestros maridos, a vuestros ancianos y por el amor que deberíais teneros a vosotras mismas y que os han arrebatado tan injustamente.


Emocionadas, con las pancartas en alto y ese corazón que acababa de acariciar la señorita Silva en el puño, salieron de casa en dirección al ministerio pero lo que se encontraron al llegar no fue lo prometido. Allí había muchísima gente, la mayoría eran mozos, porteros, criadas e incluso algún que otro señorito que en un acto de rebeldía había decidido dejar a un lado el estatus para unirse a la causa. Había mucha gente, casi tanta como policía y aunque ninguno de los presentes tenía intención de causar problemas, en cuanto comenzaron a oírse las primeras reivindicaciones ésta comenzó a repartir porrazos y golpes a todo aquel que se cruzaba en su camino. Celia intentó poner paz pero no pudo y en cuanto vio que Caridad y el resto de mujeres que habían ido con ella hasta allí huían despavoridas, decidió que irse con ellas sería lo mejor. Ya que les había fallado, qué menos que acompañarlas de vuelta al barrio.


Aurora esperaba ansiosa la llegada de Celia, pero se sorprendió al verla de vuelta tan temprano y supo nada más acercarse que algo no había ido bien, lo que no alcanzaba a comprender era el qué, ya que la maestra acababa de decirle que había mucha más gente de la esperada y eso, para ella, era en sí mismo motivo de éxito. Cuando consiguió explicarle lo ocurrido, Aurora comprendió porqué esa mujer que había salido de casa dispuesta a comerse el mundo, había vuelto a ella como si hubiera sido el mundo la que se la había comido a ella. Estaba indignada, triste, decepcionada consigo misma y nada de lo que la enfermera decía conseguía consolarle. Sabía que aquellas mujeres que probablemente estuvieran en sus casas maldiciendo el momento en que decidieron abandonar la tranquilidad de las mismas, no volverían a escucharla, que no volverían a confiar en su palabra, sabía que las había fallado, que nada de lo que les habían prometido iba a cumplirse y decidió meterse a la cama, olvidarse del mundo, llorar esa pena con la que cayó rendida y que al día siguiente, nada más abrir el periódico, se convirtió en rabia. En esa rabia que provoca la mentira, esa que te hace apretar la mandíbula, que va recorriéndote el cuerpo como un escalofrío lento y que hace que sientas que el mundo no es más que un nido de hipócritas y mentirosos que venderían a su madre con tal de salvaguardar ese ego que evita que, al mirarse en el espejo, vean en el reflejo la basura de sus almas oscuras perfumadas con alguna loción tan empalagosa como sus sonrisas de diablo angelical. Celia sentía rabia, tanta que casi no pudo seguir leyendo, tanta que Aurora no sabía bien qué decir o qué hacer además de estar a su lado, de escucharla y de negar con la cabeza las falacias que el periodista que firmaba el artículo había inventado, probablemente, por un par de pesetas extras cuya ligereza ni siquiera le atormentaría el sueño.


Enrabietada, con los puños apretados y la cabeza gacha, Celia se dirigió a la escuela. No tenía muy claro cómo mirar a todos aquellos niños a los que había fallado sin ellos saberlo, pero consiguió dejar todo eso en la puerta y fue tan bien la clase, que se olvidó de recogerlo al salir para regresar a casa. Llegaba contenta, deseosa de contarle a Aurora una anécdota muy divertida que le había pasado con uno de los niños, pero al entrar en casa se topó de frente con Rodolfo y la preocupación hizo que se olvidase de ella por completo. Apurada preguntó por su hermana, pero su cuñado no estaba allí por Blanca sino por la propia Celia. Había decidido acercarse hasta el barrio, visitarlo y comprobar por si mismo si las condiciones de vida que describía la escritora en sus crónicas eran de verdad tan lamentables. Rodolfo, que no se sorprendió ante la franqueza de Celia cuando ésta le confirmó que no era su cuñado preferido, les prometió que, en caso de salir elegido en las futuras elecciones, la casa de socorro ansiada, sería un sueño hecho realidad, aunque para ello, la Silva tenía que acudir con él a uno de los mítines que tenía previstos para el día siguiente. Con su presencia, la repercusión del discurso sería mayor y a ambas mujeres les pareció una idea maravillosa.


Rodolfo se fue prometiendo enviar un coche al día siguiente para que su cuñada no tuviera que andar perdiendo el tiempo entre caminatas y sonriente se fue de allí con una de esas sonrisas que Celia odiaba y que sin embargo él sabía perfectamente cuándo y dónde dejar salir.


Celia y Aurora se quedaron entusiasmadas, se abrazaron entre saltos de alegría y, la enfermera, con las manos de Celia en las suyas y los ojos clavados en el brillo de los de ella, le dijo que ahí estaba el milagro que esperaban, que se convenciera de una vez que su lucha sí que había servido para algo, que estaba tan orgullosa de ella que no sabía bien cómo gestionar tanta emoción y que tenía unas ganas tremendas de volver a disfrutar del positivismo que había activado esa sonrisa de la que cada día se enamoraba un poco más. Aurora quiso continuar hablando, pero Celia le rodeó melosa la cintura y la besó una y otra vez hasta que llegaron a la habitación. La inercia de sus cuerpos las tumbó sobre la cama. Una cama que pareció alegrarse de que la normalidad hubiera vuelto a ella, que añoraba el amor que esas dos mujeres eran capaces de profesarse, que había olvidado el tacto de sus cuerpos desnudos y que decidió recibirlos con la tela de las sábanas caliente. Era la hora de comer, pero Celia y Aurora no tenían hambre de comida, tenían hambre de ellas mismas, de sus bocas, de sus cuellos, de sus pechos erizados, de sus miradas rendidas y de sus gemidos. Tenían hambre de amor, de tranquilidad, de tener la casa para ellas solas y una buena noticia que celebrar. Tenían hambre de vida y en la vida que día a día seguía creciendo en el interior de Aurora se detuvo Celia en el recorrido obligado de su piel.
--Vas a tener una buena vida. Te lo prometo.
Y con esa promesa enloqueció a Aurora que observaba la escena recostada sobre la almohada, porque, Celia no podría ser nunca su madre y sin embargo nunca dejaría de serlo.
--¿Por qué sonríes así? --preguntó Celia al levantar de nuevo la cabeza con intención de seguir bajando.
--Porque te quiero --susurró Aurora.


En un acto de maldad propio del amor más puro, guió su mano hasta los labios de Aurora y evitó que siguiera hablando besándola como si fuera la primera vez que lo hacía. Perdida en ella, dentro de ella, dejó que pasara la hora de comer, que desapareciera el mundo, que la enfermera también utilizase sus manos para provocar a unos labios que le regalaron con pasión el sudor del cuerpo entero. Juntas se dejaron ir sin moverse de aquella cama que sonreía ante aquel amor que muy pocos parecían comprender y que para ella era la mejor recompensa a su aburrido trabajo.
Pasaron el resto de la tarde bajo aquellas sábanas y cuando la noche se echó sobre Arganzuela, salieron de ellas para cenar algo rápido y volver antes de que perdieran su calor. Ambas mujeres habían comenzado a comprender que los buenos momentos en aquel lugar duraban poco y tenían que aprovechar aquel porque los sueños bonitos se desvanecen si en mitad de la noche te despiertas y tardas mucho en regresar a ellos y ellas necesitaban ese sueño, necesitaban el tacto de esa piel suave que sólo aparece cuando el amor se hace con amor, cuando la caricia del después es pura y la sonrisa sincera, cuando la mirada está desnuda y el corazón abrigado. Necesitaban regresar a su calor y dejar que las asfixiase y morir en él si es que él lo consideraba necesario o vivir en él si éste decidiera parar el tiempo. Y es que el calor del amor a veces es incontrolable, tanto que no importa si te mata o te revive porque ¿qué le importa al volcán a dónde va su lava si es ella quién le hace ser quien es?






Adriana Marquina

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