martes, 15 de marzo de 2016

El más lujoso de los palacios

El director del periódico se puso en contacto con Celia a primera hora de la mañana. El artículo que la maestra había escrito sobre la vida de Caridad le había gustado, pero no creía que fuera algo que mereciera la pena publicar. Era una historia de tantas, una paja más en el pajar de la desgracia y la repercusión que podría tener iba a ser casi nula. La gente adinerada de Madrid no se detendría a leerlo, a ellos les daba igual que el marido de Caridad hubiera muerto por no tener un médico en el barrio, a ellos, mientras tuvieran a tiempo sus mandados, mientras la leña les llegase antes del duro invierno o las verduras fueran frescas, todo les daba igual. La historia de aquella mujer era nada y como tal quedaría.
Celia estaba decepcionada, confiaba en que lo publicasen, en que aquella voz que se dejaba la piel día a día tuviera cabida entre las páginas de aquel periódico que cada mañana descansaba sobre las bandejas de plata en la que se servían los desayunos. Confiaba en que entre sorbo y sorbo de café recién hecho o de zumo bien exprimido, alguien se escandalizase leyendo cómo aquella mujer había tenido que enterrar a dos de sus hijos, a su marido, su esperanza, su ilusión y su propia vida entre la miseria de aquel barrio que se había resignado a ser el nido de ratas de aquella ciudad que alardeaba de grandeza.
Aurora no daba crédito ¿Cómo era posible que a nadie le interesase aquella historia? Entonces cayó en la cuenta de que tal vez ese era el problema, que la historia de Caridad era solo eso, una historia y le propuso a Celia que contase la de todas, la de cada una de las madres de Arganzuela que día a día veían morir a sus hijos, a sus maridos e incluso a sus propias amigas a causa de enfermedades que podían curarse con una simple medicina o de heridas que dejarían de infectarse si un médico las tratase a tiempo. A Celia le pareció una buena idea, pero no podría estar presente para intentar convencer a Caridad de que hablase con el resto de mujeres, tenía que ir a clase, la educación era lo que le daría a ese barrio el futuro ansiado, pero Aurora se ofreció a intentarlo por sí misma, sabía que no sería sencillo, pero la energía que sentía, las ganas que tenía de mejorar el mundo, de luchar por él, la empujaban hacia aquella idea sin miedo alguno.
Caridad comprendía lo que querían hacer las únicas personas que habían hecho algo más que cuidar de sus hijos por ella, comprendía la necesidad de que hubiera una casa de socorro en Arganzuela e incluso comprendió que al periódico no le interesase su vida, pero no estaba segura de que el resto de mujeres fueran a acceder a contar sus historias. Eran mujeres pobres, pero eso no impedía que tuvieran dignidad y contarle sus penurias a Celia para que ésta se las contase a todo Madrid, le pareció algo imposible de conseguir.
Para sorpresa de Aurora, que tras hablar con Caridad había casi perdido la esperanza de conseguir que se unieran a la lucha, todas las vecinas de la corrala y alguna que otra de las corralas aledañas, se presentaron poco antes de la hora de comer en su casa. Ninguna había puesto pega alguna a contar su historia, al contrario, estaban agradecidas de que alguien quisiera hacer algo por ellas y estaban más que dispuestas a colaborar y a luchar porque el futuro de aquel barrio que parecía haberse borrado de los mapas de los grandes despachos, volviera a aparecer en ellos.
Cuando Celia regresó a casa de la escuela y vio en casa a todas las mujeres, olvidó todo el cansancio acumulado que llevaba en un instante. Ayudó a Aurora a terminar de repartir los platos del arroz que había preparado y después se sentó en su butaca para ir apuntando todo cuanto, una a una, le fueron contando.
La historia de Caridad era muy triste, pero sin duda no era la más triste de todas, ni la más dura tampoco. Celia escribía con el corazón en la mano y contenía como podía las lágrimas que, el reflejo de aquellas almas desoladas frente a ella, provocaban a la suya. Encogida y resignada la sentía mientras que la fuerza de su pluma se afanaba por conseguir darle a cada una el lugar que merecía tener, que su valentía se había ganado.
No fue sencillo, estuvo muchas horas escuchando penurias, consolando a las portadoras de las mismas, poniéndose en su piel para comprender mejor qué era lo que ocurría realmente en las casas de aquellas mujeres cuyo único pecado había sido nacer pobres. Pero, cuando terminó de escribir, cuando terminó de leerle a Aurora aquel artículo que era mucho más que eso, que era la desesperanza pura mecida por la esperanza más humilde, comprendió por la cara de la enfermera, que había dado en el clavo, que de nuevo su pluma había conseguido alzar el vuelo, un vuelo al que según ella le faltaba altura y que, sin embargo, a ojos de la mujer que tenía delante y que la miraba, si es que eso era posible, un poco más enamorada, estaba, sencillamente, perfecto.
La noche se había echado sobre la ciudad hacía ya horas cuando ambas decidieron que ya era momento de acostarse, si por Aurora hubiera sido se hubieran ido a la cama nada más terminar de cenar, pero Celia necesitaba dejar la mente en blanco antes de hacerlo, necesitaba leer algo que no hubiera escrito ella, hablar de los niños, de sus hermanas, de lo que fuera con tal de dejar de darle vueltas a las palabras que había dejado dentro de la carpeta que descansaba sobre la mesita de café y que parecían reclamar su presencia constantemente. Aurora no comprendía bien porqué siempre tenía que encontrarle pegas a sus escritos, porqué a pesar de sentir que estaban perfectos siempre creía que podía mejorarlos, pero ella también se obsesionaba con sus pacientes cuando los tenía y cuando Celia fue a coger la carpeta para echarle un último vistazo, posó su mano sobre ella, cogió las de la maestra y se levantó guiándola hasta la cama que, aquella noche sí, era para ellas.
En camisón, con la luna cuidando de que nadie ni nada se interpusiera entre sus cuerpos, se acostaron entre las sábanas, se acurrucaron la una en la otra y dejaron que la fortaleza de su corazón guiase sus manos, en apariencia frágiles, por los rincones de la piel ajena. Aquel barrio era pobre y las casas humildes, pero al amor no le importa la calidad de las sábanas, ni si la lámpara que ilumina el lecho es de cristal, al amor, lo único que le importa es que el alma sea sincera, que sea pura, que no sienta miedo y las almas de aquellas dos mujeres que en silencio comenzaron a amarse, eran tan sinceras, tan puras y tan valientes que, mientras hacían el amor, la sencillez de aquella habitación, se trasformó en el más lujoso de los palacios.


Adriana Marquina

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