miércoles, 6 de abril de 2016

Nada que celebrar

El último tranvía de la tarde dejó a Celia en Arganzuela casi a la hora de la cena. Cuando llegó a casa, Aurora la recibió con la mejor de las sonrisas a pesar de haber tenido que estar aguantando a Clemente todo el día. Estaba claro que no pretendía volver a Cáceres y que no pararía hasta conseguir que Aurora se fuera a vivir con él a uno de esos, según él, maravillosos pisos que había estado visitando, pero en aquel momento nada de eso importaba.
La enfermera le pidió a Celia que se sentase en la mesa pero que no se diera la vuelta. Había preparado una cena estupenda y no quería que aquella glotona que husmeaba el aire relamiéndose picase nada antes de poder dejarlo todo sobre la mesa que había preparado para la ocasión.
En realidad no tenían nada que celebrar. La última semana hubieran preferido olvidarla, borrarla de sus cabezas e incluso retroceder en el tiempo para impedir que Clemente diera con la casa de las Silva, para impedir que Merceditas hiciera aquella llamada y, sobre todo, para impedir que Enrique tirase por tierra todos los intentos de Raimundo por deshacerse de ese hombre que, sin saber bien porqué, no le daba ninguna confianza. Desde que el marido de Aurora se presentó en Madrid, todo parecía haberse torcido pero, eso, también pasó a un plano secundario cuando Cristóbal se presentó en la casa de las hermanas para darles la noticia de que a Blanca, que llevaba un par de días ingresada en el hospital, tenían que amputarle un pecho para intentar frenar el cáncer que le habían detectado en él.
Nada estaba saliendo como tenían previsto. Aurora se había convencido de que la felicidad por fin se había acordado de ellas cuando sintieron las primeras patadas del bebé pero, aquella mañana en la que Celia salió de casa con la sonrisa plena de quien se dirige a hacer algo que ama después de haber conseguido que la persona amada vuelva a confiar en que nada ni nadie podría separarlas, el azar quiso ser caprichoso. Los golpes en la puerta hicieron creer a Aurora que la maestra se había olvidado de algo y abrió sin tan siquiera plantearse la posibilidad de que fuera Clemente quien estaba al otro lado. Había estado esperando, escondido bajo el dintel de una de las puertas vecinas, a que Celia saliera de aquella casa en la que le había asegurado vivía sola para comprobar si aquello era cierto pues, la tarde anterior, había visto sobre la mesa de la cocina un sombrero que le había regalado a su esposa y que no tenía porque estar allí de haber sido cierto todo cuanto la señorita Silva le había estado contando.
Bernardo fue la única solución que se le ocurrió a Celia después de que Aurora le contase el encuentro que había tenido con su marido. La mujer, que no sabía si estaba más enfadada que asustada o al contrario, lo llamó para pedirle por favor que fuese a visitarlas porque tenían una consulta urgente que hacerle pero fue Germán quien llamó a la puerta para sorpresa de ambas. Si ya tenían pocas cosas en las que pensar, al cuñado de Celia no se le ocurrió otra solución que intentar hablar con la que el consideraba la hermana más sensata de todas para que mediase entre él y su hermana Adela. A medida que aquel hombre desesperado hablaba, la culpabilidad por haber propuesto que Lorenza fuese a trabajar a su casa iba apoderándose de ambas. Ellas no tenían la culpa de nada de lo que estaba pasando, pero no pudieron evitar sentirse así. Estaban bajas de ánimo, con la cabeza en mil sitios y en ninguno, conteniendo un pánico que ambas comprendían no ayudaba y contra el cual luchaban interna y constantemente procurando que la otra no se diera cuenta sin ser conscientes de que las dos lo sabían perfectamente. Era todo tan contradictorio que incluso casi se alegraron de que Germán recurriera a ellas porque pensar en el demonio de otra persona, aunque fuera egoísta, alejó durante unos minutos a los suyos propios.
La solución de Bernardo, quien sin terminar de creerse lo que aquellas dos mujeres acababan de confesarle reaccionó como el amigo que Celia consideraba que era, no dejó a ninguna de las dos conforme. Pedir la nulidad sin tener nada que argumentar para ello y esperar que se la concedieran, parecía depender mas de un milagro que de el saber hacer del abogado al que a punto estuvieron de secársele los ojos de lo abiertos que se le quedaron cuando Celia confesó ser la persona a la que Aurora amaba. Él iba a intentarlo, a comenzar los trámites cuanto antes y a redactar una petición de nulidad que jugase en favor de Aurora pero estaba difícil y los tres lo sabían perfectamente. Además, para tener aunque fuera la mínima oportunidad de que eso ocurriera, la enfermera tenía que volver con su marido. Si seguía fuera del hogar conyugal se la consideraría una persona fugada y jamás le darían lo que tanto ansiaba tener.
Las opciones eran pocas, pocas por no decir ninguna; o Aurora volvía con Clemente o ambas se fugaban juntas y, por supuesto, la primera opción quedaba descartada por completo. Aurora no podía volver con aquel hombre terco y persuasivo que sonreía con cinismo para ignorar cualquier argumento que fuera en contra de su propósito. Celia, que no parecía estar muy de acuerdo con la opción de huir a otro país como Aurora proponía, terminó accediendo al no conseguir encontrar una solución menos drástica. Huirían juntas, lo prepararían todo para marcharse inmediatamente, solo necesitaban algo de tiempo y la única salida que le quedó a Celia fue mentir a Clemente sobre el embarazo de su esposa para que no se la llevase a Cáceres como pretendía pero, las noticias que llagaban desde el hospital eran cada vez mas desalentadoras y Aurora comprendió que deberían esperar un poco aunque eso implicase seguir soportando a Clemente quien parecía haberse propuesto ser el marido perfecto que nadie le había pedido que fuera.
Aurora, había preparado aquella cena aunque no tenían nada que celebrar porque sabía que Celia seguía preocupada por el estado de su hermana a pesar de que las noticias habían ido mejorando a lo largo del día. La había preparado porque había conseguido que Clemente se fuera a su hotel en Madrid antes de lo que él tenía previsto, porque hacía dos días que las únicas caricias que recibía eran las de ese hombre que parecía no comprender que con ellas, no demostraba amor si no posesión, que no era capaz de comprender que Aurora había vuelto a ser libre y, que en tal caso, si tenía que ser de alguien, era de Celia. De sus manos suaves, de su sonrisa sincera, de esa voz dulce y aterciopelada que le acariciaba el alma con cada te quiero, de su forma de mirarla, de desnudarla, de amarla, tan sincera y pura que a su lado cualquier cosa parecía posible, que le hacía soñar despierta, que nunca meditaba ningún beso y que todo cuanto esperaba de ella era que fuera quien quisiera ser.
Ambas sabían que el futuro era incierto, que nada parecía estar a su favor, que hasta que a Celia no le concedieran el traslado no podrían irse y, que aún concediéndoselo de inmediato, debían esperar a que Blanca estuviera mejor. Sabían que Clemente seguiría insistiendo, que las probabilidades de que desapareciera de sus vidas ahora que sabía donde estaba su mujer eran nulas, que Aurora tendría que fingir haber recapacitado y que Celia tendría que resignarse a ser la amiga que no era. Sabían que en lo idílico de su sueño se habían colado algunos monstruos, que eran poderosos y difíciles de vencer, pero tenían algo a su favor que ellos desconocían; el tiempo las había convertido guerreras y estaban más que dispuestas a despertarse para luchar, a despertarse para ganar y volver a esa quimera en la que nada, ni nadie debería haber interferido.


Adriana Marquina

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