sábado, 26 de marzo de 2016

Nubes de tormenta

El coche con el que Celia se topó nada más salir a la calle después de haber escuchado el claxon que anunciaba que ya la estaban esperando, era tan lujoso que no pudo evitar sentirse algo incómoda al subirse a él porque, a pesar de haber vivido siempre rodeada de lujos, viviendo en Arganzuela se había dado cuenta de que la felicidad no se esconde dentro de las cosas materiales y aquel Cadillac recién llegado de Barcelona, no solamente no la hizo feliz sino que disparó en ella algunas alertas con las que no contaba y que, sin embargo, ignoró por puro nerviosismo.

Para su sorpresa, el camino hasta la casa de los Loygorri apenas duró un cuarto de hora y agradeció profundamente no haber tenido que ir andando, pero hubiera preferido que el trayecto fuese algo más largo para haber podido repasar mejor todo cuanto quería decir en el mitin. Estaba nerviosa, tanto que no se dio cuenta de lo arrugados que había dejado los guantes de tanto estrujarlos entre las manos y nerviosa entró a aquella lujosa casa en la que esperaban Rodolfo, Doña Dolores y su hermana Blanca. Ninguna de las dos esperaba la presencia de la otra, aunque a Celia en realidad no le sorprendió en absoluto que Blanca estuviera allí, sabía lo importante que eran las apariencias para los Loygorri y el hecho de que su hermana hubiera conseguido poder vivir con Cristóbal seguramente tuviera como condición aquel precio. La tensión no tardó demasiado en aparecer, el comentario que Dolores de Loygorri lanzó acerca de la escasa comunicación que parecían tener las hermanas Silva, alertó a Celia, quien, a pesar de las explicaciones que Rodolfo intentaba darle a Blanca tras el ataque con el que insinuó que no veía correcto que utilizase a su hermana para sus fines políticos, no pudo evitar sentir que algo no estaba yendo bien, pero apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la suegra de su hermana se la llevase con la excusa de terminar de arreglarse y, para cuando quiso darse cuenta, ya fue demasiado tarde. Sin saber bien cómo, en un abrir y cerrar de ojos, lo que tardaron los cuatro en bajarse del coche y acceder al recinto donde tendría lugar el mitin, Celia se vio rodeada de hombres que alababan las virtudes de Rodolfo mientras veía impotente cómo su hermana pisoteaba su propia dignidad con cada sonrisa forzada que le alegraba el rostro pero le entristecía la mirada.

Después de los saludos, de los apretones de manos y las cientos de presentaciones a las que tuvo que someterse sin que a nadie pareciera importarle lo más mínimo su presencia y justo antes de que la prensa pudiera acceder al lugar, Celia consiguió distinguir entre los asistentes a un grupo de vecinos que se había desplazado hasta allí con intención de apoyar a la mujer que tanto estaba haciendo por ellos. Los sonrió como si en ellos acabase de encontrar el valor que creía haber perdido, las palabras que parecía haber olvidado y el valor que tanta altanería había amedrentado. Sonrió y se disponía a acercarse a saludar cuando vio cómo varios agentes, con Rodolfo a la cabeza, se dirigían hacía ellos porra en mano y los echaban de allí como si fueran ratas. Celia no daba crédito a lo que acababa de presenciar y menos aún a las excusas que Rodolfo utilizó para explicarle por qué los había echado de allí, pero su vaso de paciencia terminó de llenarse cuando, con la prensa ya dentro de la sala, a su cuñado se le llenó la boca hablando de la situación de Arganzuela, de las pésimas condiciones en las que vivían los habitantes del barrio, en lo necesario que era una casa de socorro allí y en prometer, casi con la mano en el pecho y lágrimas en los ojos, que él solucionaría aquello, que si salía elegido pondría todo de su parte por favorecer a los más desfavorecidos, a los mismos desfavorecidos a los que acababa de echar de allí porque no daban buena imagen. Hipocresía, la más descarada y rastrera que Celia había visto jamás, la misma hipocresía con la que cargó al acercarse al atril, la que tuvo que tragarse mientras intentaba que el tartamudeo de su voz pasase desapercibido, mientras apretaba los puños de pura rabia procurando que ningún fotógrafo dejase constancia de ello aunque, eso en realidad hubiera dado igual, porque ni un solo fotógrafo levantó su cámara para captar el momento en el que la señorita Silva, defensora de las causas perdidas según muchos de los asistentes, hacía su alegato en primera persona sobre las necesidades de Arganzuela. Que ella hablase, o no, era lo de menos en aquella pantomima publicitaria a la que Rodolfo Loygorri la había arrastrado sin el más mínimo pudor.

De regreso a Arganzuela, Celia, que aceptó el coche que Rodolfo dispuso para su vuelta por no tener que estar más tiempo fuera de la seguridad que le daba su hogar, iba atando cabos de todo lo acontecido y, a pesar de que ya lo tenía más que claro, cuando concluyó que el señor Loygorri la había utilizado para ganar votos, le pidió al chofer que parase el coche para continuar a pie, aunque, el azar, quiso que ya estuvieran en la puerta de la corrala cuando hizo la petición. Indignada, ofuscada y sintiéndose demasiado estúpida como para detenerse a responder a las vecinas que le preguntaban qué tal había salido todo, subió las escaleras que daban acceso a la primera planta, respiró profundo y abrió la puerta con la esperanza de que al volver a cerrarla, todo hubiera sido una pesadilla. Pero no lo había sido y Aurora supo nada más verla que algo no había ido bien. Pensó que quizá no hubiera asistido la prensa, que tal vez no hubiera ido gente, que a lo mejor los nervios le habían jugado una mala pasada y que había sido incapaz de hablar en público pero, en ningún momento, se le pasó por la cabeza lo que Celia estaba a punto de contarle.

Malhumorada a la par que decaída, le contó lo que había pasado con los vecinos que habían asistido al acto, la actitud hipócrita que Rodolfo adoptó después ante la prensa, lo falso que había sido su interés interesado por la causa por la que ellas llevaban tanto tiempo luchando. Celia casi se odiaba a sí misma por haberse dejado utilizar de aquella manera pero Aurora, que al no haber asistido tenía la mente un poco más despejada, intentó que Celia le diera importancia al hecho de que, al fin, habían conseguido la ansiada casa de socorro para el barrio y que, aunque entendía que se sintiera defraudada, eso era lo único que debía importar.

El resto del día Celia lo pasó maldiciendo el momento en el que la incredulidad le había impedido abandonar el mitin, el porqué no había hecho caso del comentario de su hermana o cómo había sido capaz de consentir que Rodolfo expulsase de la sala a sus vecinos. Le dio tantas vueltas a lo mismo que la pobre Aurora ya no encontraba las palabras para tranquilizarla y lo más que pudo hacer fue preparar pronto la cena y acostarse a su lado para ver si al día siguiente, con el cuerpo descansado y la mente despejada, Celia conseguía ver las cosas desde otra perspectiva pero, cuando nada más levantarse, sin tan siquiera desayunar, la vio salir a la calle, supo que no había conseguido nada.

Con el periódico en la mano entró en casa y la sarta de mentiras que llevaba consigo el artículo, impidió que pudiera sentarse a desayunar tranquila. Todo el mérito era del señor Loygorri, quien,  con su generosidad y saber hacer, había basado su futuro electoral en ayudar a mejorar los barrios que colindaban con el centro empezando, eso sí, por Arganzuela ya que al parecer su visita al lugar lo había conmovido sobremanera. Ni una sola línea del texto mencionaba la labor de Celia, ni tan siquiera había una mención a las historias que ese mismo periódico estaba publicando, por no poner, no pusieron ni su nombre en el pie de foto y ella, que no era una persona egoísta pero sí justa, se sintió egoísta por lo injusto de toda aquella pantomima, por tener la sensación de haber estado luchando para nada, por creer que merecía un poquito de reconocimiento.

En esa encrucijada estaba cuando llamaron a la puerta. Era Caridad. La mujer, con esa voz celestial que solo tienen las personas que son humildes de corazón, anunció que no había ido sola y pidió, para sorpresa de Celia que pensaba que, después del fracaso de la manifestación, no querrían saber nada más de ella, permiso para hacer pasar al resto de vecinas. Entre todas habían bordado en una tela blanca, el nombre de Celia Silva como nombre para la casa de socorro. Ellas sabían que seguramente a nadie se le ocurriera llamarla así, habían conseguido leer la noticia y la desfachatez con que le habían robado a aquellas mujeres su mérito les había conmovido. Celia había hecho más por ellas, por sus hijos y por su barrio de lo que nunca nadie había hecho y a pesar de que Aurora no había acudido a la manifestación, también quisieron agradecerle a ella todo lo que había ayudado. Eran sus ángeles de la guarda. Ya se lo habían dicho en más ocasiones pero creyeron que necesitarían escucharlo de nuevo y ese gesto tan bondadoso dejó a Celia, por segunda vez en su vida, sin palabras. La primera vez fue cuando Aurora le regaló la libertad de hacerla sentir como era y con el recuerdo de aquel beso y la sensación de que al final nada había sido en vano, la miró agradecida y se acercó a Caridad y al resto de mujeres tan emocionada que apenas pudo contener las lágrimas de felicidad que le acariciaron el rostro.

Tras la visita, en aquella casa de Arganzuela en la que el amor parecía poder con todo, no se escuchó ni un solo "te lo dije", sólo "te quieros" susurrados que se perdían en el cuello de Aurora, que acariciaban su espalda y que mecían su cuerpo con la felicidad contenida de quien es incapaz de creer en su suerte, en la suerte del amor, en la de la vida y en la de los sueños cumplidos.

Yo contemplaba aquella escena desde la ventana y quise llamar a la puerta para advertirlas que su cielo despejado pronto se cubriría con nubes de tormenta pero, preferí no hacerlo, preferí dejar que siguieran bailando, que cerrasen las cortinas de su habitación y que tras ellas se perdieran en sí mismas porque, los momentos de felicidad plena son sólo eso, momentos y las tormentas, aunque a veces puedan parecer eternas, nunca duran para siempre.

Adriana Marquina

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