Las luces del pequeño piso de Arganzuela se apagaron mucho más
tarde de lo habitual. La inesperada visita de Carmen de Burgos, hizo qué, lo
que parecía iba a ser un café de tarde de invierno, se convirtiera en una cena
y tras ella, en una charla regada por el suave sabor de un licor que Aurora
guardaba para las ocasiones especiales.
—Se va a quedar usted a cenar ¿Verdad? —preguntó Aurora al
retirar las tazas vacías de la mesa.
—Si se sigue refiriendo a mí como si estuviera hablando con
una anciana de alta alcurnia, desde luego que no —respondió Carmen con esa ironía
suya tan característica.
—Discúlpeme —la periodista la miró inquisitivamente —. Perdón
—sonrió la enfermera —. Discúlpame, aunque lo mismo digo.
—Ahora que ya nos tuteamos, puedo declinar la invitación con
menos pesar. Llegar hasta aquí no es sencillo, por lo que deduzco que regresar
a Madrid tampoco lo será. No quisiera que se me hiciera demasiado tarde.
—Puedes quedarte a dormir aquí Carmen —apuró Celia —. Tenemos
otra habitación. No es ninguna maravilla, pero siendo corresponsal de guerra
estoy segura que no te escandalizará.
La invitada dudó un instante antes de sonreír con aprobación
la propuesta de su amiga. Lo cierto era que al llegar a Madrid lo primero con
lo que se encontró fue con la portada del periódico que incansable seguía
recriminando, juzgando y demonizando a la señorita Celia Silva y a su
acompañante y puso rumbo a Arganzuela incluso antes de buscar alojamiento.
Carmen estaba acostumbrada a perseguir noticias y sabía que la que mantenía a
todos los viandantes de la estación de tren con la nariz pegada a las páginas
del diario del día, estaría persiguiendo a sus protagonistas sin un ápice de
piedad.
—Pues no se hable más —sentenció Aurora remangándose las mangas de la
camisa para después colocarse el mandil —. ¡Cena para tres!
Frenando el gesto de Celia que anunciaba ayuda culinaria,
Aurora comenzó a preparar una consistente sopa de ajo que les calentaría el estómago
y que, de paso, alejaría de la casa a cualquier ente con sed de sangre que
osase intentar acercarse. Se rió sola de su chanza y batió el aire con la mano
al comprobar que las dos mujeres que la miraban con ternuras diferentes desde
la mesa del salón, la observaban intentando averiguar qué era lo que le hacía
tanta gracia.
Estaba feliz. Le dio igual el olor a ajo que se le quedó en
los dedos hasta que los metió bajo el chorro de agua fría del grifo y al
contraste, creyó sentir en sus manos el calor de la cama de la gallina que
amablemente había creado aquella maravilla de huevo que sujetaba. El pan resquebrajándose
ante el filo del cuchillo le recordó a su abuela. Cuando era una niña aquel
sonido anunciaba una cena feliz en familia y volvió a sonreír al sentir que aquella
mujer a la que acababa de conocer, ya formaba parte de la que ella había creado
junto a Celia.
La conversación de ambas mujeres había pasado a ser casi tan
picante como el pellizco de pimentón que acababa de verter sobre el aceite
hirviendo, y sintió un poco de rubor al sentir en su espalda la sonrisa de
Carmen y el amor de Celia.
—Es maravillosa —susurró.
—No sabes cuánto me alegro por ti querida. ¿Qué tal se lo
han tomado tus hermanas? —preguntó de repente provocando que a Aurora se le
cayera la cuchara de madera dentro de la cazuela obligándola a dar un pequeño
gritito al haberse quemado ligeramente con un par de gotas mal dirigidas.
—¿Estás bien? —preguntó Celia acercándose a ella mientras
agradecía el tiempo que aquella distracción le estaba dando.
—Sí. Si, perdón, se me ha resbalado de la mano.
—Intuyo que ha sido por mi pregunta y con ello deduzco que a
las hermanas Silva el escándalo no les ha caído demasiado bien ¿Me equivoco?
Aurora volvió a sus quehaceres después de que Celia le
untase con cariño un poco de la milagrosa pomada que la enfermera utilizaba
para todo en las pequeñas quemaduras de la salpicadura. Podría haberse sentado
mientras la cena se hacía sola, pero prefirió dejar que las amigas hablasen con
tranquilidad.
—Desgraciadamente mi hermana Adela falleció hace unos meses
tras sufrir un accidente —Carmen de Burgos le sujetó la mano con cariño y clavó
su mirada solidaria en los ojos entristecidos de Celia —. El carruaje en el que
viajaban ella y su hija, mi sobrina, volcó cuando un joven en bicicleta salió
inesperadamente de un cruce. Hubo que operarla y… —un puchero detuvo la
explicación.
—No sabía que tenías una sobrina —respondió sabiendo que
hablar de un bebé siempre suele provocar una sonrisa.
—Sí. Eugenia. Ahora está a cargo de mi hermana Diana y de su
marido. Es igual que su madre. Tiene sus ojos. La veo menos de lo que me gustaría,
pero la quiero con locura. Es todo lo que nos queda de ella.
—Seguro que Eugenia se convertirá en una mujer fuerte y
valiente como su tía.
—De eso no tengo la menor duda. Diana es de armas tomar,
aunque justa. ¡Y muy inteligente! Estoy segura de que hará el papel de madre a las
mil maravillas y que la educará para que respete la libertad de sus congéneres.
No creo que mi hermana consienta que Eugenia se convierta en una de esas
mujeres que no hacen más que chismorrear.
—Me refería a ti.
—¡Celia cariño! Lo había entendido hasta yo —respondió
Aurora sin darse cuenta que al hablar provocaría que ambas la mirasen y
descubrieran que las observaba apoyada en la encimera con el mayor descaro del
mundo.
—¿Por qué no te sientas con nosotras en vez de estar ahí
como un pasmarote? —preguntó Celia con un retintín que provocó que Aurora se
girase hacia la cazuela para volver a hacer como que hacía.
—Yo no soy valiente Carmen. De hecho, creo que hacía mucho
tiempo que no sentía tanto miedo. Todo el mundo habla de nosotras. Murmuran.
Nos insultan. No podemos salir a la calle sin sentir las miradas de asco de
quienes hace un par de días nos saludaban con educación y alegría. Casi agradecimiento
diría yo.
—Las maestras y las enfermeras suelen tener ese
reconocimiento sí.
—Hasta que descubren que viven juntas y que no son primas.
—Ya se les pasará Celia. Las tormentas no duran eternamente.
Lo importante es que a pesar de los rumores nadie se ha atrevido a denunciaros
y que seguís libres. Presionadas sí, pero libres.
—¿Y si ocurre?
—Si ocurre ya veremos lo que hacer —concilió Carmen con una
palmadita en la mano que aún no había soltado.
Tras el cruce de sonrisas. Una alentadora y la otra esperanzada,
aunque de lo segundo había dos, Aurora anunció que ya estaba la cena y comenzó
a poner los platos, los vasos y los cubiertos sobre la mesa.
Durante lo que duró el contenido de la cazuela, que no fue demasiado,
aunque las tres pudieron repetir, incluso tripitir en el caso de Celia que
cuando se ponía nerviosa tenía un hambre voraz e incontrolable, Carmen les
contó los lugares que había estado visitando desde su última visita y les puso
al día de lo que acontecía fuera de los límites de aquella ciudad que parecía
más pequeña que nunca. La charla fue muy amena. Aurora se llevaba la cuchara a
la boca por inercia pues, aunque lo intentaba, no podía apartar la vista de
aquella mujer. Creo que sin quererlo vio en ella lo que llevaba tantos años
ansiando ser y cuanto más hablaba, más comprendía el cariño incondicional que Celia
sentía por ella. Su cultura iba mucho más allá de la lectura, el estudio o la
educación recibida. Sus ojos reflejaban la vida de quien sabe de lo que habla
porque lo ha vivido en primera persona. No perdió la sonrisa en ningún momento,
ni siquiera hablando de los horrores de la guerra y sin embargo, podía sentirse
el respeto que sentía hacia ella y hacia todo lo que la muerte que arrastraba
suponía. Les habló de la lucha que mantenía contra ciertos cargos políticos para
conseguir el sufragio femenino y se emocionó al hablar de los pequeños pero
significantes avances que se habían ido consiguiendo en otros países. Tenía la
esperanza de que en España también se conseguiría dar a la mujer un lugar digno
y parecía no temerle ni a nada ni a nadie. Era libre, se le notaba cuando respiraba,
cuando gesticulaba o reía a carcajadas olvidando el decoro impuesto.
—¿Os apetece un licor? Tengo uno guardado que es delicioso y
creo que el reencuentro lo merece.
Celia y Carmen asintieron para después trasladarse al sofá.
Allí la pequeña estufa eléctrica que calentaba la estancia se dejaba sentir con
más intensidad.
—Al final no has respondido a mi pregunta.
Celia, que sabía perfectamente a lo que Carmen se refería,
agachó la cabeza como si la vergüenza de las palabras que Blanca había
disparado fueran de verdad culpa suya.
—Francisca no sabe nada porque hace tiempo que se fue a
vivir a un pueblo. Está embarazada y tenía algunos problemas con su marido, un
ser despreciable del que no merece la pena ni hablar. Diana, como bien ha
comentado antes, es una mujer muy inteligente y respetuosa, a ella las
habladurías siempre le han dado igual mientras lo que las provoca sea la
felicidad de sus hermanas y Elisa… Conociéndola probablemente tenga otros
problemas de los que preocuparse, pero cuando Celia se lo contó no puso objeción
alguna así que suponemos que le da un poco igual lo que digan por ahí.
—Comprendo. Pero eran seis ¿verdad? Contando con Adela que,
por cierto, lamento muchísimo lo ocurrido —Aurora, que se había tomado la
libertad de responder por Celia para darle tiempo a recomponerse, asintió.
—Falta Blanca —dijo Celia al fin —. Mi queridísima,
baronesísima y damisísima dama de la reina Blanca —Carmen enarcó las cejas
suponiendo lo que aquella descripción arrastraba —. Para ella esto ha sido un escándalo
mayúsculo que ha puesto en riesgo su reputación y, según ella, su carrera.
—¿Convertirse en una apariencia con patas, perdonadme la osadía,
es ahora una carrera?
Celia y Aurora no pudieron evitar reír el sarcasmo de la
periodista.
—Para ella sí —continuó —. Al parecer lo único que le
importa es el que dirán. Su apellido y con él el de su marido, el gran Rodolfo
Loygorri.
—No me diga más. He oído hablar de los Loygorri. Teniendo
por suegra a esa mujer, no me extraña que Blanca anteponga las reacciones de la
sociedad a su propia hermana.
—Dolores Loygorri falleció hace tiempo —aclaró Aurora —,
pero al parecer tiene una digna sustituta.
—No puedo creer que alguien aspire a ser como esa señora. Yo
coincidí con ella en un acto hace algunos años y pude ver el negro de su
corazón a través de sus inquietantes ojos. ¿Tan desproporcionado ha sido su rechazo?
—Con decirte que Aurora tuvo que echarla de casa… Vino ayer
tras leer la primera publicación que hablaba de nosotras. Hecha una furia. Me
prohibió mostrarme en público, salir de casa y mucho menos acercarme a Madrid a
la casa familiar. Dijo que nunca debió consentir mi relación con Aurora y que
nunca creyó pudiera sentir tanta vergüenza de mi.
Carmen se quedó un segundo en silencio. Intentaba recomponer
en su cabeza la escena, sentir dentro lo que aquellas palabras pudieron herir a
Celia para hablar con propiedad del dolor ajeno.
—Estoy segura, por lo poco que me habéis contado acerca de
Diana, que ella conseguirá que entre en razón —ambas torcieron el gesto dudando
de aquello —. Y si no es así, por duro que suene, deberías alejarte. No
aislarte como ella pretende, ni dejar de visitar tu casa, pasear o luchar por
encontrar un trabajo digno de tus capacidades, sino alejarte de ella. Las
personas toxicas tienen un don y es que son capaces de oscurecer todo lo que
les rodea. Si intentas un acercamiento te chocarás contra un muro una y otra
vez. El tiempo lo destruirá. Quizás tarde más de lo que esperas y tengan que
pasar años, pero tu hermana se dará cuenta de que el único título que debería
importarle es ese y volverá.
—No se sí podré perdonarla cuando lo haga.
—Podrás Celia, podrás. El rojo de tu corazón es demasiado
intenso y por mucho que duela ahora o por mucho rencor que puedas llegar a
sentir, nunca será el suficiente como para que nada le robe el brillo. Eres
noble, buena, capaz de amar por encima de todo. Eres fuerte y sabes que las
mujeres fuertes son necesarias para cambiar las cosas. Repito que suena difícil,
que puede parecer imposible, pero tu hermana Blanca caerá de su pedestal tarde
o temprano y puedo asegurarte que serán sus propios pasos los que la hagan
tropezar. Entonces tú estarás ahí para tenderle la mano y ella se sujetará a ti
volviendo a ser la niña buena que conociste y eso, por nimio que parezca, también
contribuirá a ese cambio.
Una lágrima cruzó la mejilla de Aurora mientras Celia y Carmen
se fundían en un abrazo que le devolvió a la Silva la sonrisa de inmediato. El
reloj de Carrión de la vecina, una reliquia de la que alardeaba cada vez que se
cruzaban en la escalera e intentaban explicarle que por las noches parecía
estar dentro de su pequeño piso sin éxito, anunció las dos de la madrugada
provocando la misma reacción en las tres mujeres. Apuraron las últimas gotas de
licor del vaso y se levantaron anunciando su retirada.
Carmen se perdió tras la puerta que daba acceso a su cuarto
y Celia y Aurora hicieron lo mismo tras la cortina de su dormitorio.
Aquella noche, el techo de Arganzuela se mantuvo en su lugar
gracias a la tregua que le dieron los ojos que habitualmente lo miraban
cargando sobre él penurias y preocupaciones que lo derrumbaban desde hacía
semanas. Su yeso blanqueado, sintió por primera vez en mucho tiempo el poderoso
brillo de unas miradas que se sentían capaces de traspasarlo para acariciar el
cielo estrellado al que tanta ayuda habían implorado sin éxito. Hasta aquella
noche. La ayuda había llegado y dormía en la habitación de al lado con la
apariencia de un hada madrina y el corazón de una guerrera.
Adriana Marquina