martes, 8 de noviembre de 2016

Dibujos


El café que Aurora preparó con cariño, se quedó frío esperando a que Celia decidiera darle un trago. La maestra, que ya no sabía siquiera si seguiría siéndolo, arrastró su moral desde la cama hasta la mesa, pero no consiguió levantarla. Estaba cansada. Daba igual si había dormido bien o mal, daba igual si en realidad había dormido o no, porque ella solo tenía ganas de quedarse al calor de las mantas de una cama que parecía reclamar su presencia y que, sin embargo, la había echado transformándose en pura incomodidad.

Sentada en la mesa del comedor, mirando hacia las cortinas cerradas que cubrían una ventana que clamaba ser descubierta, pensaba en todo y en nada, porque, al fin y al cabo, eso era lo que sentía que le quedaba. Nada. 

Aurora intentó animarla. Sacarle el lado positivo al hecho de que no tuviera que ir a la escuela. Intentó convencerla para que se pusiera a escribir, pero Celia sentía que sería incapaz de darle a las palabras el uso adecuado. Por su cabeza solo pasaban desastres, tristeza, decepción para consigo, para con Velasco, para la mujer que la miraba intentando encontrar un hueco en el velo que cubría sus ojos de gris.

No quería salir a la calle. No estaba preparada para enfrentarse a los cuchicheos de los vecinos que, lejos de creer a las vecinas que la conocían desde hacía meses, murmuraban acerca de la perversión que, según una niña a la que parecían tenerle miedo, se vivía tras las paredes de la casa de la maestra.

El luto de su vestido tampoco ayudaba demasiado. Lo llevaba por su hermana Adela. Aún no podía creerse que no fuera a volver a verla. Aún no estaba preparada para asumir su muerte y se sentía culpable por ello. Por centrarse en otros problemas, por pensar en Flora en vez de en ella. Por querer salvar a Velasco después de haberlo empujado al vacío cuando Adela murió lejos de sus hermanas, de su casa, de una cama que aún conservaba el aroma del cabello. Las ideas se tropezaban unas con otras dentro de su cabeza. El enfado del Inspector con los golpes de la madre de la niña que, si se paraba a pensarlo, también debía haber sido una niña con problemas. Una niña a la que probablemente nadie ayudó cuando, en vez de estar jugando en la calle con sus amigos, tuvo que ponerse a cambiar “pañales” y a luchar porque la vida que lloraba entre sus brazos saliera adelante.

Adela se había ido, ya no estaba. Ya no volvería. ¡Adela! ¡Qué no daría por poder contarle lo que le estaba ocurriendo! ¡Qué no daría por escuchar sus consejos, siempre acertados, siempre calmados y tan coherentes como ella! La lloraba por dentro a cada instante y, sin embargo, sus propias circunstancias evitaban que esas lágrimas salieran y limpiasen la culpa que sentía por no haber estado con ella en sus últimos momentos. Porque sí, las lágrimas limpian el alma, aunque lo llenen todo de barro.

Aurora, ignorando a propósito la maraña de pensamientos y culpas que se veía a través de los ojos de Celia, siguió intentando animarla. Ella ya se había quitado el luto. No porque quisiera hacerlo, sino porque siendo solamente una amiga de la familia haberlo llevado más tiempo hubiese llamado la atención de los vecinos y ya tenían suficiente. Se lo había quitado, pero lo llevaba por dentro. Lo sentía en el corazón como se siente una astilla que no aciertas a ver y lo dejaría ahí para siempre porque Adela, durante el tiempo en el que trabajó en su casa, había pasado de ser la hermana mayor de Celia a ser su amiga y Aurora era una mujer fiel. Fiel en vida, fiel en la muerte y fiel por encima de ella porque, para la enfermera, lo que dejan las personas al irse vale más de lo que se llevan y Adela… Adela le había dejado la esperanza de que hay personas a las que no les importa a quien ames sino cómo ames y, lejos de dejarse llevar por las morales impuestas, dejó que la suya sonriera al comprender que ella amaba a su hermana, que su hermana la amaba a ella y que ese amor, les hacía inmensamente felices.  

Prometiendo que, a su vuelta conseguiría hacerla sonreír, y dado que iba a perder el tranvía que la llevase hasta el hospital a tiempo de comenzar su jornada, Aurora se despidió de ella con un beso que le supo a esperanza pues sabía qué, si se lo proponía, la mujer que sonreía por ella cuando las fuerzas le fallaban, sería capaz de conseguirlo sin problema.

Aurora se levantó. Se hubiera quedado sentada al reconocer en Celia la disposición para dejar que al volver hiciera eso que había prometido, pero Cristóbal la esperaba y no podía fallar al hombre qué más que un jefe era un compañero, qué, más que un compañero, se había convertido en un amigo al que no hacía falta explicarle demasiado porque a través de su limpia mirada era capaz de comprender sin necesidad de palabras, pero algo la detuvo en la puerta.

Un sobre, blanco como la esperanza que separaba el aire que ambas respiraban, asomaba bajo ella. Aurora se agachó sin comprender como no lo habían visto antes, sin saber ni su procedencia ni su contenido, pero y a pesar de dudar, algo le dijo que dentro esperaba algo bueno para su destinataria que no era otra que Celia Silva, la maestra.

La curiosidad hizo que volviera a sentarse. Ya correría si era necesario, pero cuando Celia sacó el primer dibujo, supo que tenía que quedarse. Eran mensajes de cariño, dibujos que dejaban claro el amor que los niños y niñas de la escuela le profesaban. En uno de ellos habían dibujado a la maestra. Alta, muy alta y a Aurora le generó una ternura que pareció una caricia el hecho de que la vieran así porque, estaba segura, de que cada centímetro de más, representaba el amor y el respeto que sentían por ella. La echaban de menos. Se preguntaban quién iba a enseñarles ahora que ella no estaba a escribir o a leer y, aunque los mensajes estaban llenos de faltas de ortografía, eran la muestra del progreso de cada uno de ellos pues cuando los conoció, ni siquiera eran conscientes de que las letras podían unirse y que, ese hecho, les abriría las puertas de cientos de historias que les regalarían la libertad con la que apenas se atrevían a soñar.

Celia pasaba los dibujos como si tuviera ante ella el libro de arte más valioso del mundo y acariciaba las palabras para empaparse del cariño que transmitían, de la fuerza que reclamaban, de esa fuerza de la que Aurora fue cómplice porque sabía que estaba, no dónde, pero si sabía que no había desaparecido.

Cuando la enfermera volvió a mirar el reloj, el tiempo se le había echado encima, aunque, como si supiera lo que estaba pasando, aún le dejaba margen para llegar a su destino a tiempo. Corriendo como había previsto, pero a tiempo. Volvió a darle un beso a Celia que apenas levantó la mirada de los dibujos, y salió de casa despreocupada porque la pesadumbre con la que se había levantado, estaba siendo atacada sin piedad por la esperanza. Por la alegría del color que inundaba los dibujos, por las palabras que sus alumnos sí que habían sido capaces de unir con sentido. Por la Celia que ella pensaba que ya no era y que, sin embargo, nunca dejaría de ser.
Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. PRECIOSO😍😍,como siempre, me quedo con esa gran frase «lo importante no es a quien Amas sino como la Amas». Yo creo que es la esencia de todas las Aureliers y lo que más nos une. Espero que aunque termine la serie Tú sigas endulzando nuestras vidas con tus relatos y esperamos tus libros😉😘

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