—¿Qué es eso que te hace tanta gracia? —preguntó Celia al
sentarse en su lado del jergón.
—¿Te soy sincera? —preguntó Aurora negando con la cabeza y
cubriéndose la boca intentando ponerse seria mientras Celia asentía —La verdad
es que no lo sé.
—¿Cómo no vas a saberlo? En algo estarías pensando para
reírte de esa manera —replicó la maestra mientras se introducía bajo las mantas
aún congeladas.
—¿No te gusta que me ría?
—Adoro que te rías.
—Entonces el “de qué” debería ser lo de menos.
Celia dudó un instante, pero comprendió en la evasiva que
Aurora no quería hablar de lo que estaba pensando y dio por válida la respuesta
excusándose en el frío que estaba sintiendo para acurrucarse en su costado.
—¿Ha estado divertida la cena verdad?
—Bueno, teniendo en cuenta que nos hemos bebido casi dos
botellas de vino, no ha estado mal, aunque si hubierais venido ayer, la comida
hubiera estado menos tiesa.
Celia ignoró el reproche de Aurora. No quería volver a
discutir. La última vez que Velasco estuvo en casa terminaron la noche casi de
madrugada, desnudas y con las sábanas enredadas en sus cuerpos exhaustos y, al
igual que aquel día, ahora que el inspector se había ido, pretendía terminarla
del mismo modo.
Temblando como si hubiera estado a la intemperie de la noche
durante horas, Celia reclamó un abrazo que recibió de inmediato. Besándola la
frente y moviendo sus manos a toda velocidad sobre su espalda, Aurora consiguió
que entrase en calor en apenas un par de minutos. El tiempo justo para que las
mantas decidieran hacer su función y convertir el interior de aquella cama en
un horno en el que sobraba todo menos su carne.
Con un movimiento rápido, Celia las cubrió por completo. De
un saltito se deslizaron hacia abajo y, palpando la mesilla con cuidado, Aurora
apagó la luz para evitar que su brillo se colase por alguna rendija distrayendo
la atención de un tacto que ya ansiaba acariciar la piel de las piernas que con
habilidad se enredaban entre las suyas.
—¡No! —suplicó la enfermera al ver que Celia tenía intención
de sacar de su cálida cueva el camisón que acababa de quitarle —Déjalo por aquí
debajo que si no mañana me voy a morir de frío cuando me quiera levantar.
—Mañana… —susurró la maestra deshaciéndose del suyo —…Cuando
te quieras levantar… —continuó mientras reptaba por el torso de Aurora en
dirección a su ombligo —…Te vas a morir… —aclaró cuando llegó al pubis de la
enfermera que inevitablemente le hizo un hueco entre sus piernas —… pero de
amor.
Un gemido que, al igual que la sonrisa que tenía cuando
Celia había entrado, no pudo contener, se escapó de la garganta de Aurora al
sentir como la lengua de la mujer que se amoldaba a ella y que se agarraba con
una fuerza comedida a su cadera, comenzaba a deslizarse entre sus labios enamorados.
Despacio, siguiendo el tempo que marcaban los latidos del clítoris endurecido
de Aurora, Celia pasó por encima de él una y otra y otra vez. La cintura de la
enfermera imploraba con su movimiento el cese de la dulce tortura a la que
estaba siendo sometida. Ella quería más, quería aumentar el ritmo, necesitaba
hacerlo, compensar con pasión la angustia de toda la semana. Celia la conocía
bien, sabía lo que estaba reclamando, pero ignoró la petición desviando hacia
los muslos sus besos.
Con el cuidado con el que se acarician los pétalos de una
rosa recién cortada, deslizó su mano izquierda hasta la que Aurora le entregaba
y se perdió entre ellos buscando un rubí que nunca podría llevarse y que, sin
embargo, sabía le pertenecía por completo. Tras atravesar con delicadeza la
cascada que lo custodiaba y recorrer con cautela el espacio que parecía estar
medido para su dedo índice, Celia llegó hasta el tesoro. Sus besos fueron
subiendo. Atravesaron el vientre de Aurora que, en un acto de contención se
aferró al colchón y se detuvieron en sus pechos erizados. Primero en uno, luego
en el otro y siguió subiendo con la misma tranquilidad con la que entraba y
salía de ella.
—¿Tienes prisa? —preguntó la maestra mordiendo el lóbulo de
la oreja derecha de la enfermera al sentir como intentaba acelerar el
movimiento.
—Ninguna, pero o me matas tú, o me muero yo.
Celia recibió aquella respuesta como un desafío. Como un
reto que estaba segura podía ganar. Mordió la lengua inquieta de Aurora cuando
esta buscó con lujuria la suya y embistió con devoción al tiempo que dejaba que
el muslo de la enfermera se amoldase entre sus piernas. Aurora había reclamado
pasión y pasión puso en sus besos, en sus caricias y en la yema de un dedo que
la conocía como nunca antes lo había hecho nadie y que se alió con el pulgar provocando
una sacudida que, al contrario del gemido que había conseguido acallar tras
colocarse una de las almohadas sobre el rostro en previsión a lo que estaba
sintiendo, no consiguió disimular.
—¿Estás bien? —preguntó la maestra mientras regresaba a su
lado de la cama.
—Estoy en el cielo, aunque haya quienes piensen que por esto
deberíamos arder en el infierno.
—Pues si tú vas al infierno —respondió Celia cogiendo la
mano derecha de Aurora mientras se giraba hacia el otro lado —, yo quiero ir contigo.
Celia dejó la mano de Aurora apoyada sobre la cima de su
cadera y utilizó la suya para guiarla hacia su vientre. La enfermera sonrió al
pasar por encima del pequeño ombligo que tanto la gustaba y se escabulló para
buscar la entrada al camino a ese infierno al que la maestra estaba dispuesta a
acompañarla. Con cariño consiguió que sus dedos se abrieran paso entre los
carnosos labios que lo custodiaban y una vez en él, mientras su lengua se
deslizaba por la columna para morder después, y con cuidado, las costillas que
se marcaban con cada respiración, comenzó a avanzar en círculos. Pues a Celia,
lo de dar vueltas, le gustaba en todas partes. Con la presión justa, el ritmo
justo y un exquisito vaivén, la distancia fue acortándose. El calor bajo la
ropa de la cama cada vez era más intenso, pero ambas sabían que al final de ese
calor estaba su recompensa, igual que las gotas de sudor que se perdían entre
sus pechos buscaban en la piel la suya. Celia giró la cabeza buscando los besos
de Aurora. Los besos con los que la enfermera estaba cubriendo su cuello. Los
encontró de inmediato. Aurora sabía que sin ellos Celia se quedaría a medio
camino y, aunque le hubiera gustado devolverle la parsimonia, adoraba esos
besos. Irracionales y delirantes.
Un suspiro profundo dejó a Celia completamente rendida.
Aurora, no sin antes robarle alguna caricia más, sacó su mano de entre las
piernas cerradas de la maestra, se abrazó a su espalda y dibujó en la oscuridad
su silueta.
—Eres preciosa —susurró.
—¡Pero si no me ves! —alegó Celia girándose hacia ella de
nuevo.
—¿Acaso crees que no me sé de memoria tu cuerpo? Eres
preciosa hasta cuando no estoy a tu lado.
—Tu también cariño —respondió antes de darle el beso que
anunciaba que en apenas un par de minutos estaría dormida.
—Adoro hacer el amor contigo…
—Y yo contigo mi amor, pero cuando vivamos los tres juntos,
vas a tener que controlar esos gemidos. A mí me vuelven loca, pero no me
gustaría que Velasco supiera cuando hacemos o dejamos de hacer el amor.
Dicho aquello, que Celia creyó inofensivo e incluso ocurrente,
cerró los ojos y se subió a la barca de Caronte con intención de llegar al
infierno prometido, pero Aurora… Aurora sintió que el fuego de aquellas
palabras ardía mucho más allá de lo soportable.
La cena con Velasco había ido bien, pero pensar que en el
momento en el que ambos se casasen sería así cada noche, la desveló por
completo. Eso era de lo que se estaba riendo cuando Celia entró en la habitación,
aunque fue en ese momento cuando se dio cuenta. Era ridículo. La idea parecía
buena, la intención de ambos era la mejor, pero, y a pesar de que le habían
prometido el lugar que le correspondía, algo le estaba diciendo que aquello no
iba a salir bien. Ella no quería compartir a Celia, no porque estuviera celosa
sino porque tenía la sensación de que todo lo que habían luchado se perdería
bajo el brillo de una alianza que ella no podría lucir. Les había costado mucho
aceptarse, salvarse de las redes de médicos que en su verdad absoluta a punto
estuvieron de matarlas. No había sido fácil dar el paso de irse juntas a
Arganzuela y habían sufrido demasiado por un matrimonio que nunca debería
haberse celebrado. Recordó que en ese mundo Celia no existía más que en sus
recuerdos y sabía que a la contra sería igual. Ella dejaría de existir para el
mundo, porque en el matrimonio Velasco-Silva, su apellido no tendría cabida. Estarían
cerca sí, pero estar cerca no era lo mismo que estar juntas y rompió a llorar
al pensar que de eso, solo se estaba dando cuenta ella.
La simbólica pedida de Velasco, esa en la que Celia utilizó
un plural en el que sobraba precisamente eso, el plural, la había hecho sonreír,
aceptar, acatar por pura necesidad que si siendo como eran en la sociedad no
tenían sitio, serían lo opuesto para encontrar su lugar. Pero Aurora no quería
formar parte de esa mentira, porque ya había mentido lo suficiente como para saber
que mentir no garantiza la felicidad y, aunque en la última semana había
ansiado formar parte de algo, sentía que aquella, no era la manera.
Con la congoja anudada a la garganta y el amor revoloteándole
aun en el estómago, se secó lentamente las lágrimas y se quedó dormida junto a
la mujer que parecía hacer lo mismo y que, sin embargo, lloraba por dentro al
saber que las lágrimas que la habían desvelado y que habían empapado una
almohada que no sabía que decir, habían sido derramadas, en parte, por su
culpa.
La almohada, que lo mismo había servido para silenciar el
amor que para llorarlo, se quedó sin palabras. Aunque, si yo hubiera sido ella,
le hubiera dado la razón a Aurora sin dudarlo. Ser otro para que los demás, que
también son otros, aunque amen a quien se les dice tienen que amar, te abran
las puertas de un corazón inexistente, no es una buena idea. Y, puestos a hablar,
le hubiera explicado a Celia que sí, que tal vez se pueda sobrevivir al lado de
esas personas que se sienten moralmente superiores por el simple hecho de que caminan
hacia el cielo, pero que haciéndolo se muere despacio. Tan despacio que tal
vez, cuando quieras darte cuenta de que quieres regresar a tu infierno, el
aliento que te quede, te susurre que ya es demasiado tarde.
Precioso y triste a la vez arriba a ver si está semana las cosas mejoran un poco más que sea
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