domingo, 20 de noviembre de 2016

Quiero ir contigo

Cuando Celia volvió del aseo, Aurora ya estaba metida en la cama. Con la espalda apoyada en el cabecero, se reía sola provocando que las guedejas de su pelo suelto bailasen al compás de su risa. Al ver la expresión de Celia intentó parar. Su cara de incredulidad le hizo ver que no estaba interiorizando sus pensamientos como pensaba, pero no pudo.

—¿Qué es eso que te hace tanta gracia? —preguntó Celia al sentarse en su lado del jergón.

—¿Te soy sincera? —preguntó Aurora negando con la cabeza y cubriéndose la boca intentando ponerse seria mientras Celia asentía —La verdad es que no lo sé.

—¿Cómo no vas a saberlo? En algo estarías pensando para reírte de esa manera —replicó la maestra mientras se introducía bajo las mantas aún congeladas.

—¿No te gusta que me ría?

—Adoro que te rías.

—Entonces el “de qué” debería ser lo de menos.

Celia dudó un instante, pero comprendió en la evasiva que Aurora no quería hablar de lo que estaba pensando y dio por válida la respuesta excusándose en el frío que estaba sintiendo para acurrucarse en su costado.  

—¿Ha estado divertida la cena verdad?

—Bueno, teniendo en cuenta que nos hemos bebido casi dos botellas de vino, no ha estado mal, aunque si hubierais venido ayer, la comida hubiera estado menos tiesa.

Celia ignoró el reproche de Aurora. No quería volver a discutir. La última vez que Velasco estuvo en casa terminaron la noche casi de madrugada, desnudas y con las sábanas enredadas en sus cuerpos exhaustos y, al igual que aquel día, ahora que el inspector se había ido, pretendía terminarla del mismo modo.

Temblando como si hubiera estado a la intemperie de la noche durante horas, Celia reclamó un abrazo que recibió de inmediato. Besándola la frente y moviendo sus manos a toda velocidad sobre su espalda, Aurora consiguió que entrase en calor en apenas un par de minutos. El tiempo justo para que las mantas decidieran hacer su función y convertir el interior de aquella cama en un horno en el que sobraba todo menos su carne.  

Con un movimiento rápido, Celia las cubrió por completo. De un saltito se deslizaron hacia abajo y, palpando la mesilla con cuidado, Aurora apagó la luz para evitar que su brillo se colase por alguna rendija distrayendo la atención de un tacto que ya ansiaba acariciar la piel de las piernas que con habilidad se enredaban entre las suyas.

—¡No! —suplicó la enfermera al ver que Celia tenía intención de sacar de su cálida cueva el camisón que acababa de quitarle —Déjalo por aquí debajo que si no mañana me voy a morir de frío cuando me quiera levantar.

—Mañana… —susurró la maestra deshaciéndose del suyo —…Cuando te quieras levantar… —continuó mientras reptaba por el torso de Aurora en dirección a su ombligo —…Te vas a morir… —aclaró cuando llegó al pubis de la enfermera que inevitablemente le hizo un hueco entre sus piernas —… pero de amor.

Un gemido que, al igual que la sonrisa que tenía cuando Celia había entrado, no pudo contener, se escapó de la garganta de Aurora al sentir como la lengua de la mujer que se amoldaba a ella y que se agarraba con una fuerza comedida a su cadera, comenzaba a deslizarse entre sus labios enamorados. Despacio, siguiendo el tempo que marcaban los latidos del clítoris endurecido de Aurora, Celia pasó por encima de él una y otra y otra vez. La cintura de la enfermera imploraba con su movimiento el cese de la dulce tortura a la que estaba siendo sometida. Ella quería más, quería aumentar el ritmo, necesitaba hacerlo, compensar con pasión la angustia de toda la semana. Celia la conocía bien, sabía lo que estaba reclamando, pero ignoró la petición desviando hacia los muslos sus besos.

Con el cuidado con el que se acarician los pétalos de una rosa recién cortada, deslizó su mano izquierda hasta la que Aurora le entregaba y se perdió entre ellos buscando un rubí que nunca podría llevarse y que, sin embargo, sabía le pertenecía por completo. Tras atravesar con delicadeza la cascada que lo custodiaba y recorrer con cautela el espacio que parecía estar medido para su dedo índice, Celia llegó hasta el tesoro. Sus besos fueron subiendo. Atravesaron el vientre de Aurora que, en un acto de contención se aferró al colchón y se detuvieron en sus pechos erizados. Primero en uno, luego en el otro y siguió subiendo con la misma tranquilidad con la que entraba y salía de ella.

—¿Tienes prisa? —preguntó la maestra mordiendo el lóbulo de la oreja derecha de la enfermera al sentir como intentaba acelerar el movimiento.

—Ninguna, pero o me matas tú, o me muero yo.

Celia recibió aquella respuesta como un desafío. Como un reto que estaba segura podía ganar. Mordió la lengua inquieta de Aurora cuando esta buscó con lujuria la suya y embistió con devoción al tiempo que dejaba que el muslo de la enfermera se amoldase entre sus piernas. Aurora había reclamado pasión y pasión puso en sus besos, en sus caricias y en la yema de un dedo que la conocía como nunca antes lo había hecho nadie y que se alió con el pulgar provocando una sacudida que, al contrario del gemido que había conseguido acallar tras colocarse una de las almohadas sobre el rostro en previsión a lo que estaba sintiendo, no consiguió disimular.

—¿Estás bien? —preguntó la maestra mientras regresaba a su lado de la cama.

—Estoy en el cielo, aunque haya quienes piensen que por esto deberíamos arder en el infierno.

—Pues si tú vas al infierno —respondió Celia cogiendo la mano derecha de Aurora mientras se giraba hacia el otro lado —, yo quiero ir contigo.

Celia dejó la mano de Aurora apoyada sobre la cima de su cadera y utilizó la suya para guiarla hacia su vientre. La enfermera sonrió al pasar por encima del pequeño ombligo que tanto la gustaba y se escabulló para buscar la entrada al camino a ese infierno al que la maestra estaba dispuesta a acompañarla. Con cariño consiguió que sus dedos se abrieran paso entre los carnosos labios que lo custodiaban y una vez en él, mientras su lengua se deslizaba por la columna para morder después, y con cuidado, las costillas que se marcaban con cada respiración, comenzó a avanzar en círculos. Pues a Celia, lo de dar vueltas, le gustaba en todas partes. Con la presión justa, el ritmo justo y un exquisito vaivén, la distancia fue acortándose. El calor bajo la ropa de la cama cada vez era más intenso, pero ambas sabían que al final de ese calor estaba su recompensa, igual que las gotas de sudor que se perdían entre sus pechos buscaban en la piel la suya. Celia giró la cabeza buscando los besos de Aurora. Los besos con los que la enfermera estaba cubriendo su cuello. Los encontró de inmediato. Aurora sabía que sin ellos Celia se quedaría a medio camino y, aunque le hubiera gustado devolverle la parsimonia, adoraba esos besos. Irracionales y delirantes.

Un suspiro profundo dejó a Celia completamente rendida. Aurora, no sin antes robarle alguna caricia más, sacó su mano de entre las piernas cerradas de la maestra, se abrazó a su espalda y dibujó en la oscuridad su silueta.

—Eres preciosa —susurró.

—¡Pero si no me ves! —alegó Celia girándose hacia ella de nuevo.

—¿Acaso crees que no me sé de memoria tu cuerpo? Eres preciosa hasta cuando no estoy a tu lado.

—Tu también cariño —respondió antes de darle el beso que anunciaba que en apenas un par de minutos estaría dormida.

—Adoro hacer el amor contigo…

—Y yo contigo mi amor, pero cuando vivamos los tres juntos, vas a tener que controlar esos gemidos. A mí me vuelven loca, pero no me gustaría que Velasco supiera cuando hacemos o dejamos de hacer el amor.

Dicho aquello, que Celia creyó inofensivo e incluso ocurrente, cerró los ojos y se subió a la barca de Caronte con intención de llegar al infierno prometido, pero Aurora… Aurora sintió que el fuego de aquellas palabras ardía mucho más allá de lo soportable.

La cena con Velasco había ido bien, pero pensar que en el momento en el que ambos se casasen sería así cada noche, la desveló por completo. Eso era de lo que se estaba riendo cuando Celia entró en la habitación, aunque fue en ese momento cuando se dio cuenta. Era ridículo. La idea parecía buena, la intención de ambos era la mejor, pero, y a pesar de que le habían prometido el lugar que le correspondía, algo le estaba diciendo que aquello no iba a salir bien. Ella no quería compartir a Celia, no porque estuviera celosa sino porque tenía la sensación de que todo lo que habían luchado se perdería bajo el brillo de una alianza que ella no podría lucir. Les había costado mucho aceptarse, salvarse de las redes de médicos que en su verdad absoluta a punto estuvieron de matarlas. No había sido fácil dar el paso de irse juntas a Arganzuela y habían sufrido demasiado por un matrimonio que nunca debería haberse celebrado. Recordó que en ese mundo Celia no existía más que en sus recuerdos y sabía que a la contra sería igual. Ella dejaría de existir para el mundo, porque en el matrimonio Velasco-Silva, su apellido no tendría cabida. Estarían cerca sí, pero estar cerca no era lo mismo que estar juntas y rompió a llorar al pensar que de eso, solo se estaba dando cuenta ella.

La simbólica pedida de Velasco, esa en la que Celia utilizó un plural en el que sobraba precisamente eso, el plural, la había hecho sonreír, aceptar, acatar por pura necesidad que si siendo como eran en la sociedad no tenían sitio, serían lo opuesto para encontrar su lugar. Pero Aurora no quería formar parte de esa mentira, porque ya había mentido lo suficiente como para saber que mentir no garantiza la felicidad y, aunque en la última semana había ansiado formar parte de algo, sentía que aquella, no era la manera.

Con la congoja anudada a la garganta y el amor revoloteándole aun en el estómago, se secó lentamente las lágrimas y se quedó dormida junto a la mujer que parecía hacer lo mismo y que, sin embargo, lloraba por dentro al saber que las lágrimas que la habían desvelado y que habían empapado una almohada que no sabía que decir, habían sido derramadas, en parte, por su culpa.

La almohada, que lo mismo había servido para silenciar el amor que para llorarlo, se quedó sin palabras. Aunque, si yo hubiera sido ella, le hubiera dado la razón a Aurora sin dudarlo. Ser otro para que los demás, que también son otros, aunque amen a quien se les dice tienen que amar, te abran las puertas de un corazón inexistente, no es una buena idea. Y, puestos a hablar, le hubiera explicado a Celia que sí, que tal vez se pueda sobrevivir al lado de esas personas que se sienten moralmente superiores por el simple hecho de que caminan hacia el cielo, pero que haciéndolo se muere despacio. Tan despacio que tal vez, cuando quieras darte cuenta de que quieres regresar a tu infierno, el aliento que te quede, te susurre que ya es demasiado tarde.
Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. Precioso y triste a la vez arriba a ver si está semana las cosas mejoran un poco más que sea

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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