miércoles, 31 de agosto de 2016

Sabiéndola viva

Tras la fuerte discusión con Celia y viendo que la maestra no estaba en casa cuando se despertó alertada por el griterío de los chavales que aprovechando los últimos días de verano correteaban por los pasillos de la corrala, Aurora decidió acercarse hasta Madrid. No tenía claro en que momento se rindió a Morfeo, pero si sabía cual era la pregunta que le atormentaba antes de hacerlo; ¿Por qué?

Aurora confiaba en Celia, en la seguridad con la que acusaba a Marina, pero algo dentro de ella traqueteaba como lo hacía el tranvía que la llevaba rumbo a la ciudad. Necesitaba detener el soniquete, ese que enfrentaba a su razón contra su corazón porque, creer en la culpabilidad de la enfermera supondría aceptar su propia ingenuidad y, aceptar que nos han tomado por tontos, nunca es tarea fácil.

Los escalones que descendían hacia los calabozos de la comisaria fueron apoderándose de la luz que iluminaba el pasillo que llevaba hasta ellos. El olor a humedad de la piedra se hizo dueño de los huesos de Aurora, de ellos y del brillo de sus ojos, de los latidos de su corazón. Estaba nerviosa, tanto que su rostro se quedó sin expresión cuando Marina se aferró a los barrotes que las separaban. Verla allí encerrada fue un golpe muy duro, aquella mujer había hecho tantas cosas buenas por ella que la simple idea de pensar que su corazón fuera tan oscuro como aquella prisión le afligía el alma. Marina, que en su cruzada particular vio en aquella visita un claro en el oscuro cielo que se cernía sobre su cabeza, atacó para defenderse. Conocía a Aurora, ni le tenía el aprecio que decía sentir, ni le importaba lo más mínimo lo que aquella mujer pudiera pensar de ella, pero la conocía porque una de las virtudes de la gente que solo se quiere a sí misma es esa, adentrarse en los demás para ver que puede sacar de ellos y Marina, era una experta. Sabía que su nobleza se rendiría ante su victimismo, ante el mundo que sabía cómo pintar en su contra, ante las mentiras que parecía creerse, ante la ética que enarbolaba la bandera de su profesión. Marina sabía que Aurora era una persona justa, que no sería capaz de juzgarla mientras dentro de ella existiera la mínima duda, que se había sentido tan sola que antes de volver a hacerlo sería capaz de aferrarse a un clavo ardiendo y eso hizo. Plantó la duda escudándose en los fallos de Velasco, en el encarcelamiento de Luis que había resultado ser inocente, en la gravedad de Elisa e hizo que las lamentables condiciones de aquella celda volvieran a hacer de su amistad algo irremplazable porque... ¿Quién más que Aurora podría apiadarse de ella?


A pesar, o mejor dicho, gracias a lo que Celia le contó sobre lo que Elisa decía que había ocurrido en la habitación del hospital cuando acudió a Marina desesperada, las dudas de Aurora cambiaron de bando. Seguir creyendo en la inocencia de su compañera de profesión había pasado a ser casi imposible. A Celia no le había sentado nada bien enterarse por Velasco que había ido a visitarla pero, cuando pudo controlar todo cuanto sentía al respecto, consiguió exponer con calma sus razones y, sobre todo, las de su hermana. Los datos médicos de los que disponía hicieron que Aurora no comprendiera el modo en que Marina había decidido actuar y, aprovechando que había preparado un pequeño hatillo para ella, decidió volver a preguntarle.

Marina agradeció el detalle, pero sintió que sus explicaciones y excusas comenzaban a ser solo el eco de una verdad que desaparecía frase a frase ante la Aurora que había decidido decantarse por la razón del corazón. Ella hablaba, Aurora argumentaba y cuando ésta última mencionó de nuevo a Celia la primera supo que ya nada podía hacer. Respiró profundo, tanto que rompió la máscara de ángel con la que había embaucado a la mujer que incrédula contemplaba el resurgir del demonio.


¡Qué difícil tuvo que ser para Aurora! ¡Qué difícil es haber confiado en alguien y descubrir que todo cuanto te ha estado ofreciendo era mentira, que no era gratis!


Marina empezó culpando a Aurora de su desgracia porque, cuando no sabes más que ser víctima aun siendo verdugo la culpa nunca es tuya. La culpó y volvió a excusarse y viendo que ya no funcionaba recurrió a toda la ayuda prestada, a la soledad en la que la encontró, al hacerla creer que todo cuanto había conseguido en los últimos meses había sido gracias a ella pero Aurora no quiso caer y buscando donde agarrarse evitó el clavo confiando en que la mano de Celia la frenase en la caída hacía el averno. El problema fue que no se dio cuenta que desde el cielo no se ve el infierno pero que desde él, si puede ocurrir lo contrario. Expuso insolente sus condiciones y ante la negativa no dudó en recurrir a las capacidades de sus esbirros, esos a los que utilizaba a su antojo porque los pobres ilusos seguían creyendo en sus favores. Amenazó con cortar esa mano que amaba y a pesar de que Aurora no quiso creerla, la tormenta que envolvió Madrid sin piedad, le demostró lo contrario.

Celia llegó muy asustada. Un hombre se había acercado a ella con una navaja enorme. No para atracarla, la maestra pudo ver en sus ojos que tenía una misión. No entendía bien cual era, ni el porqué, ni el quien, pero Aurora entendió el mensaje perfectamente y el miedo se apoderó de ella a la vez que la rabia y con ellos presos bajo la mandíbula volvió a descender las escaleras de la comisaria y, a pesar de que iba dispuesta a enfrentarse a Marina, las opciones eran incompatiblemente opuestas. Entre que Celia viviera o muriera, la decisión estaba clara. Subió y habló con Velasco, le mintió asumiendo las consecuencias, le mintió rechazando la oportunidad que el inspector le ofrecía, la de no hacerlo. Le mintió sabiendo que llamaría a Celia de inmediato. Le mintió y le robó en un descuido y al hacerlo sintió que ya no podría dar marcha atrás.

No se equivocaba. Cuando llegó a Arganzuela Celia la esperaba descorazonada. La sensación de que todo cuanto había hecho por hacerla entrar en razón había sido inútil le había estado carcomiendo desde la llamada de su amigo que, al igual que ella, tampoco entendía nada. Aurora supo entonces que si el infierno existía no se hallaba en la maldad si no en el amor, en el dolor que puedes causarle a la persona a la que amas, en el que puedes ser capaz de provocarte a ti misma por salvarla a ella. Celia, al igual que Velasco, le dio la posibilidad de explicarse, de rectificar, de aclarar los motivos que le habían llevado a proporcionarle a una asesina la coartada que probablemente hiciera que quedase en libertad. Pero, Aurora, al igual que había hecho con el inspector volvió a mentir consciente de que lo estaba haciendo porque en su interior, con mucha más fuerza que todo cuanto hubiera podido sentir hasta el momento, sintió que sería capaz de hacer lo que fuera por la mujer a la que amaba aunque ello supusiera pasar por encima de sus principios, de sus promesas, de su cordura, de la ley y de ella misma. Ella ya conocía el sabor del barro y estaba segura de que sería mucho mas fácil vivir ahogándose en él que en el de la sangre. Quizá su mentira la alejase de Celia para siempre, pero estaba dispuesta a hacerlo porque, sabiéndola viva, aspiraría el aire de aquella ciudad con la esperanza de que en él viajase el aroma de la niña asustada a la que rescató sin ser consciente de que en realidad, aquella niña, siempre la rescataría a ella.

Adriana Marquina

4 comentarios:

  1. Precioso como siempre Adriana y haber si se reconcilian de una vez no puedo más con tanta pelea y discusion

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Genial,👏👏, pero espero que algún día las aguas vuelvan a su cauce y nuestras chicas no discutan tanto.Y tus relatos sean sólo de Amor. 😜😍

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  4. 👏👏👏👏👏que bien Adriana siempre dándole el toque a la historia!!! Genia te queda chico!!!! Hoy para mi has sido grandiosa

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