miércoles, 17 de agosto de 2016

Arganzuela, también

Madrid se había quedado casi desierto. Cada verano ocurría lo mismo. El agobiante sol de Agosto hacía que los habitantes más pudientes abandonasen la ciudad y, evidentemente, con ellos el servicio, que debía ocuparse de que sus vacaciones fueran lo más cómodas y placenteras posibles. El silencio que reinaba en las calles era hipnótico. Los cuchicheos habituales eran sustituidos por el canto de los pájaros que alegres disfrutaban de una ciudad que por norma general los ignoraba por completo. Los tranvías circulaban con menos frecuencia y los coches de caballos paseaban con aire tranquilo porque los cocheros podían permitirse el lujo de dejar respirar a los corceles entre viaje y viaje. Sus relinchos parecían suspiros de alivio, de un alivio que se perdía tras las esquinas ante la atenta mirada de quienes comprendían, que no eran demasiados, que aquellos animales también tenían derecho a descansar de su dura tarea. Los gritos de los muchachos que a la sombra de alguna esquina vendían periódicos dejaban de escucharse mucho antes de lo habitual. En verano, en Madrid, apenas había noticias. Las carpas del Retiro, boqueaban a la espera de que quienes decidían quedarse por puro placer, parasen en la barandilla a echarles trocitos de pan duro. Las ardillas del Jardín Botánico se arriesgaban a bajar de las copas de los árboles y las parejas de enamorados, que ajenos al verano se sentaban en la piedra de los bancos que lo adornaban, podían disfrutar de unas carreras difíciles de ver en otra época del año. Todo estaba en calma. Arganzuela, también.

Aurora, despeinada y sonriente, se desperezó justo antes de recoger la sábana de los pies de la cama para cubrir a Celia que, aún dormida, se acurrucaba sobre sí misma ante el frescor del día que empezaba a amanecer. Había sido una noche calurosa, tanto que decidieron dormir con la ventana de la habitación abierta de par en par. Por suerte ninguna otra ventana de aquel patio interior dejaba ver su habitación y, a sabiendas que acabarían durmiendo desnudas, se habían asegurado de cerrar bien todas las que daban a los pasillos de la corrala.

Celia, se abrazó a Aurora al sentir el cariño de la tela sobre sus piernas y, sin abrir los ojos, le susurró un te quiero que selló con un beso antes de volver al reparador sueño que parecía estar teniendo. Aurora hizo lo mismo solo que en su sueño se despertaba, se levantaba de la cama y se dirigía a la cortina que separa la habitación del salón sin saber que, una vez más, yo estaba haciendo de las mías.

Ante ella, al contrario de lo que esperaba encontrar -que no era otra cosa que el salón de siempre -, una pequeña terraza se asomaba al mar. ¡Al mar! Aurora nunca había visto el mar. Nunca lo había escuchado y aunque le habían contado que el mar olía a sal y vida tampoco había podido olerlo jamás. Atónita y porqué no decirlo, algo asustada, cogió de la silla su bata, se cubrió con ella y salió a aquella terraza en la que, como mas tarde comprobaría - básicamente cuando lograse reaccionar -, también les esperaba una mesa blanca de hierro forjado con un delicioso desayuno. Por unos minutos, apoyada en la balaustrada blanca, se olvidó de Celia, no de su amor por ella que eso era imposible, pero al ver aquella belleza ante ella sintió la necesidad de ser lo egoísta que nunca era y disfrutar a solas de la brisa que le acariciaba el rostro, que hacía libre a su cabello, que jugaba con la fina tela de su bata y le regalaba esa mirada al infinito que tanto necesitamos cuando el infinito es un paisaje nuevo. El cielo, aún oscuro, se confundía con el final de un mar que de tan calmado que estaba parecía una fotografía a color de esas que aún no se habían inventado. Respiró profundo, tanto que le robó la sal y la vida al mar, tanto que se llevó la noche del horizonte y comenzó a ver los primeros reflejos del sol.
--¡Celia! -- dijo con cariño aunque con premura sentada al borde de la cama mientras zarandeaba a la perezosa maestra con cuidado -- Celia cariño levántate. Mira que bonito.

Celia se levantó sin dudar al ver que la luz del rostro de Aurora era una luz completamente nueva. Se dejó cubrir por la bata que sostenía la enfermera y sonriente aun sin saber porqué la siguió con los ojos a medio abrir.
--¿No es precioso? --preguntó Aurora con los brazos extendidos hacia una libertad que no recordaba haber sentido jamás.

La maestra, que como digo aún no se había despertado del todo, se frotó los ojos con fuerza al ver ante ella el rosa del cielo, el azul del mar y el sutil amarillo de una arena que sin oponerse comenzaba a tostarse con los primeros rayos de sol. Miró hacía atrás para asegurarse de que había dormido en su cama y volvió a mirar sin comprender en qué momento habían trasladado su casa de lugar.
--¿Eso es el mar? --preguntó incrédula.
--Tu has leído mucho más que yo, pero yo diría que sí lo es ¿no te parece? --respondió Aurora divertida.
--Me parece, me parece. Pero...
--No preguntes. A veces es mejor no saber la respuesta.

Aquella contestación fue todo lo que Celia necesitó para dejarse llevar. Ella tampoco había visto nunca el mar aunque había recorrido cientos de veces cada una de las veinte mil leguas que Julio Verne inventó a pesar de que su padre tenía el ejemplar escondido porque, a su parecer, una señorita no podía soñar tanto. Al igual que había hecho Aurora minutos antes, se olvidó del mundo por un instante y dejó que la brisa se apoderase de ella, de su piel, de sus oídos, de su respiración y le entregó sin dudar cada pensamiento.
-- ¿Desayunamos? -- preguntó Aurora cuando vio que Celia volvía a... la realidad.

Zumo, café, tostadas, mantequilla, mermelada, fruta y unos cruasanes recién horneados que les supieron a gloria, fueron su desayuno. No dejaron nada sobre la mesa, ni siquiera la rosa que adornaba un pequeño florero quedó en su sitio. Celia, tras olerla, se la regaló a Aurora que decidió guardarla, antes de vestirse, entre las páginas del libro más gordo que encontró en la estantería para no olvidar jamás el día en el que ambas habían conocido el mar.

Alegres como niñas, ataviadas con unos pololos y una camiseta interior -debo aclarar que dadas las circunstancias me encargué de que no tuvieran más ropa que ponerse -, comenzaron a bajar por las escaleras que descendían desde el lateral izquierdo de la balaustrada rumbo a la orilla de aquella playa que les susurraba se acercasen. La arena les hacía cosquillas en los pies, corrían por ella como podían, jugando a adelantarse y a dejarse adelantar para ver quien llegaba primero. Se las veía felices, tanto que nadie más se atrevió a molestarlas. Tenían el mundo para ellas solas y cuando se dieron cuenta se cogieron de la mano, dejaron de correr y caminaron sobre la arena que ya empezaba a estar húmeda en dirección a la espuma de las primeras y sutiles olas de la mañana.
--¿Tu sabes nadar? --preguntó Celia cuando vio que apenas quedaban un par de metros para llegar al agua.
--Un poco, pero no tengo intención de bañarme, me da miedo. ¿Tú sí?
--Yo no sé nadar. Nunca me han enseñado. Recuerdo que cuando éramos pequeñas veíamos a los niños más pobres bañarse en el lago del Retiro, yo sentía envidia pero evidentemente nunca me dejaron hacerlo. A veces, cuando nuestros padres tenían un evento y Doña Rosalía sabía que iba a durar más de lo normal, nos llenaba un barreño con agua y nos dejaba salir al patio para que nos metiéramos en él a chapotear. Aún conservo la imagen de Adela y Blanca rogándonos a Francisca y a mí que no las mojásemos mientras Diana nos tiraba los cubos que Rosalía iba sacando de la cocina.
--Nosotros, en el pueblo, bajábamos al río, pero a arrastrarse por encima de las piedras no creo que pueda llamársele nadar ¿no?

Ambas se rieron a carcajadas ante aquellos recuerdos. Estoy segura que por un momento añoraron la felicidad de la inocencia infantil, esa en la que nada puede influir el dinero, la clase o la educación. Esa en la que se es un niño porque no se sabe ser otra cosa, porque no se aspira a ser otra cosa.

Una ola un poco más grande que las anteriores llegó hasta ellas devolviéndolas, de nuevo, a la... realidad. Les mojó los tobillos, las rodillas y los bajos de unos pololos que no comprendían porque de pronto llovió desde abajo. El agua había roto justo delante de ellas, arrastrando la arena que pisaban, obligándolas a avanzar sin querer un par de pasos, dejándolas a merced de la siguiente ola que decidió presentarse sin tregua. Saltaron pero no la esquivaron y al llevarse las manos a la cara descubrieron el secreto del sabor del mar. Desagradable sí, pero él chapoteaba alegre sabiendo que ya no podrían olvidarlo nunca. Se miraron y cogiéndose de nuevo de la mano saltaron la siguiente ola, y la siguiente y así todas las que pudieron hasta que el cielo comenzó a llenarse de algodonosas nubes que les invitaban a jugar con ellas. Salieron del agua y se sentaron en la arena, a la distancia justa para que el agua les rozase las puntas de los dedos de los pies, confiando en un mar que decidió no fallarles, no traspasar aquella línea. Volvieron a perder la mirada en el horizonte. En ningún momento miraron hacía atrás porque les importaba más bien poco lo que había a sus espaldas. Tenían delante todo cuanto necesitaban. El mar y a ellas. La sal y el amor. La arena y las caricias de sus manos. Su besos salados, la banda sonora de una paz que desconocían y, sobre ellas, el lienzo azul en el que las nubes se entretenían dibujando flores, árboles, perros, libros, caras... dibujando vida.

Enamoradas de ella, de esa vida que les rodeaba, se tumbaron sobre la arena descubriendo que sus cuerpos estaban hechos para ella, o ella para ellos que al final, era lo mismo. Aurora, despeinada y sonriente, se desperezó justo antes de recoger la sábana de los pies de la cama para cubrir a Celia que, aún dormida, se acurrucaba sobre sí misma ante el frescor del día que empezaba a amanecer... Madrid se había quedado casi desierto... Arganzuela, también.

Adriana Marquina

6 comentarios:

  1. Precioso como siempre Adriana no sé cómo lo haces pero tu pluma me deja flipada una vez me las e imaginado en una playa en Cataluña, en Andalucía, en Valencia, en Murcia o de donde soy yo que es Tenerife impresionante como siempre

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Precioso, tus descripciones nos hacen sentir que nosotras también estamos allí.👏😘

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  4. Precioso, tus descripciones nos hacen sentir que nosotras también estamos allí.👏😘

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  5. Sólo tres palabras: Wow, Bravo, Gracias!

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