miércoles, 24 de agosto de 2016

Un sueño de esos

Aurora se fue a la cama con  las palabras que le hubiera gustado decir y no dijo atravesadas en la garganta. A Celia, que no había levantado la cabeza de los cuadernos de sus alumnos, no pareció importarle y, sin embargo, rompió a llorar en silencio cuando la luz de la habitación se apagó. Necesitaba estar sola, por eso había ignorado a Aurora. Por eso se había excusado en todo lo que tenía que corregir, para no hablar, para no cenar, para estar sin estar y que la mujer en la que había desahogado toda la rabia que sentía la dejase tranquila. No era justo, lo sabía, pero no podía evitar culparla de lo que le había ocurrido a Elisa, si le hubiera contado lo de su embarazo, si hubiera confiado en ella...

¿Confiado? Y tú ¿Confiaste en ella?

Me hubiera gustado entrar en aquel piso para hacerle esa pregunta, hacer que sacase la cabeza de entre los brazos y secar las lágrimas que la estaban ahogando con una caricia que pudiera tranquilizarla pero no hubiera servido de nada. Ella ya conocía la respuesta, ya se había planteado la pregunta, ya se lo había dicho a Aurora. No, no había confiado en ella, aunque quiso hacerlo. Cuando comenzó a sospechar de Marina, cuando le dijo al inspector Velasco que temía que esa mujer pudiera hacerle daño y quiso salir corriendo para prevenirla, él la detuvo. Los argumentos que le dio fueron convincentes, si discutían, si a Aurora le daba por pensar que todo era fruto de otro ataque de celos y decidía decírselo a la sospechosa todo lo hecho hasta el momento, no hubiera servido de nada. Celia quiso hacerlo, quiso decírselo, quiso contarle que corría peligro, que su amiga era una asesina, quiso pero prefirió confiar en el criterio de Velasco en vez de en el suyo, en ese al que ignoró deseando no tener que arrepentirse y lo hacía, se arrepentía, pero ya era tarde y de nada hubiera servido excusarse.

Se arrepentía de no haber confiado en ella pero no podía verlo, era imposible que se diera cuenta. Imposible porque se sentía traicionada y, a pesar de que esa traición no era muy diferente a la que podía haber sentido Aurora al enterarse de que la había dejado en manos de una asesina, el miedo, la rabia, la frustración, la angustia y el caos que se había apoderado de su cabeza en el momento en el que sintió como a Elisa se le escapaba la vida entre sus manos, la tenían cegada. Tanto que cuando entró en la sala del hospital en la que estaba Aurora no se dio cuenta de que sus palabras la estaban dejando al borde de un abismo, del mismo abismo al que obligó a la enfermera a asomarse, el abismo que le encogió el corazón al verse sola en casa, al imaginarse de nuevo sin ella, ese que le abofeteó la cara cuando Aurora, rota de dolor, creyó que Celia quería reafirmar el adiós con el que se había despedido por la mañana.

Lloraba consumida por una culpa que no era suya, por la culpa de la que se había desprendido aun creyéndose dueña absoluta de ella, esa que había cargado sin piedad sobre los hombros de la mujer que intentando ponerse en su lugar la había aceptado sin rechistar, la misma que a pesar de todo le había vuelto a jurar su amor, la que dormía, o eso creía ella porque Aurora luchaba igual que yo por dejarla el espacio que había pedido a gritos callados, en esa habitación a la que no podía entrar porque había perdido el valor para hacerlo.

Había cargado la culpa sobre ella sabiendo que tampoco la tenía, el problema era, que a pesar de saberlo no lo sentía, sentía todo lo contrario y, sin pararse a pensar en que lo que se siente cuando no se puede sentir nada nunca es la verdad, se levantó de la mesa para sentarse en la butaca que quedaba delante de la habitación. Se sentó y en el frío hierro en el que de nuevo se había convertido la tela de la cortina que separaba las estancias clavó una de esas miradas que miran sin ver, que te dejan el alma y los ojos secos, que hacen que te olvides de respirar, de escuchar, de sentir, que hacen que el corazón deje de latir, o al menos consiguen que lo parezca. Y es que eso pretendía la maestra, dejar de sentir por un segundo. De sentir que sentía que no quería volver a besar los labios de la mujer que intentaba fundir con su mirada el hierro cuando la propia Celia hubiera terminado a bocados con él. De sentir que sentía que si su hermana moría mataría con sus propias manos... Celia, simplemente, necesitaba dejar de sentir por un segundo que sentía, que se había equivocado, que se había dejado llevar por el dolor. Necesitaba dejar de culpar a Aurora y a su silencio, a la propia Elisa por su inconsciencia, a Velasco por todo el papeleo que había alargado la detención. Necesitaba dejar de culparse a sí misma porque no hay mayor odio del que uno mismo puede sentir hacia su propio ser. Celia, simplemente, se sentó ahí con la esperanza de dejar pasar las horas, o de que las horas la dejasen pasar a ella. Con la esperanza de que el tiempo le quitase de la cabeza esa razón que convertía cada uno de sus pensamientos en algo irracional. Con la esperanza, de que cuando saliese el sol, todo hubiera sido un mal sueño. Uno de esos en los que consciente sabes que estás durmiendo, de esos en los que durmiendo sabes que estás despierto, de esos que te atrapan la mente, el alma y el cuerpo. ¡Y no puedes moverte por mucho que lo intentes! ¡Y no puedes pedir ayuda por mucho que la necesites! Un sueño de esos en los que la esperanza de poder despertar, en el fondo, es lo único que te mantiene despierto.

Adriana Marquina

5 comentarios:

  1. Precioso la verdad como siempre Adriana

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Magnífico como siempre. 😍😘😍. Pero tengo ganas que estás discusiones acaben y nos den un poco de tranquilidad y tus relatos nos llenen de amor. 😊😏

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  4. Que grande Adriana!!! Me atrapaste de nuevo como en cada paralelo!!! Después de la tormenta viene la calma así que paciencia!!! 😘😘😘

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  5. Que grande Adriana!!! Me atrapaste de nuevo como en cada paralelo!!! Después de la tormenta viene la calma así que paciencia!!! 😘😘😘

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