domingo, 17 de abril de 2016

Tiempo

Como decía el otro día, el viento que alejó los problemas de Arganzuela no tardó demasiado en cambiar de dirección pero, Celia y Aurora habían descansado tan bien después de la marcha de Clemente, que no fueron capaces de sentirlo cuando enfrió el café de las tazas que atentas escuchaban los planes que la maestra propuso para aprovechar su día libre. No sin esfuerzo consiguió convencer a Aurora para que la acompañase a Madrid. Ella tenía que ir a ver a Blanca y después podrían aprovechar el día para pasear por la ciudad que hacía meses no visitaban juntas.

El viaje en la tartana fue bastante movido, pero tenían tantas ganas de pasar el día juntas que ni eso, ni el trayecto en aquel tranvía que iba abarrotado, les importó demasiado. Llegaron al centro y se despidieron con una de esas sonrisas que en realidad llevan consigo uno de esos besos que al mundo se le escapan y que, sin embargo, acaricia los corazones de quienes sí que son capaces de reconocerlas. Cada una cogió un camino, Celia, rumbo al hospital como tenía previsto, Aurora, sin rumbo fijo, le encontró sentido al suyo cuando sin darse cuenta se vio delante de Tejidos Silva.

Mientras Celia escuchaba orgullosa los argumentos que su hermana Blanca estaba dando para justificar la entrevista que estaba dispuesta a concederle a un periodista y con la que, ni Adela, ni Cristóbal estaban de acuerdo, Aurora decidió entrar a la fábrica para hablar con Bernardo. Ella aún conservaba la esperanza de que al abogado se le hubiera ocurrido otra manera de arreglar su situación matrimonial pero, lamentablemente, no había sido así. Bernardo volvió a explicarle que en caso de que se separase de Clemente, la custodia del bebé pasaría, sin lugar a dudas, a manos de su marido porque la justicia, aunque injusta, así lo estimaba y a no ser que él renunciase o que ella quedase viuda, nada podían hacer.
Aurora agradeció a Bernardo que la hubiera atendido tan amablemente y salió rumbo al Ambigú para encontrarse con Celia que, en ese mismo instante, se despedía de sus hermanas con la misma intención que la enfermera solo que, la actitud con la que ambas emprendieron el camino, fue completamente diferente. Celia se moría de ganas por contarle a Aurora lo que su hermana Blanca estaba dispuesta a hacer para ayudar a que la sociedad y las mujeres que padecían la misma enfermedad que ella dejasen de verlo como algo de lo que avergonzarse mientras que Aurora se moría, pero por dentro. No quería quitarle a Celia la esperanza que a ella acababa de arrebatarle su curiosidad y por ello pensó que sería mejor no decirle nada a aquella mujer que le hablaba de su hermana como si acabase de descubrir en ella a una mujer completamente nueva. En los ojos de Celia podía verse el brillo del orgullo y Aurora decidió centrarse en él para ver si conseguía dejar a un lado la horrible idea de que si enviudar era la única forma de quedarse con su hijo, quizá debería de hacerlo.

La metáfora del corsé que Blanca parecía haber estado llevando y del cual parecía haberse desprendido, se vio interrumpida por la inesperada aparición de Elisa en el Ambigú. Inesperada para Celia y Aurora que la miraron como si no comprendieran muy bien que era lo que estaba haciendo allí ella sola, pero no para la más pequeña de las hermanas que sabía perfectamente que era lo que estaba haciendo y porqué. Poniendo una de esas caras que Elisa tenía tan bien estudiadas, comenzó a contarles un cuento que ni ella misma se hubiera creído de no haber sido porque lo tenía tan bien estudiado que consiguió que sonase incluso real. Tras el cuento, la petición, porque la pequeña nunca daba explicaciones de nada a no ser que con ellas quisiera conseguir algo y ese algo, era quedarse a dormir con su hermana en Arganzuela para poder encontrarse con José María al día siguiente aunque por supuesto, ese dato, olvidó mencionarlo.
Celia no supo como reaccionar y, a pesar de que Aurora le insistió para que buscase alguna excusa con la que poder justificar que aquello era imposible, terminó respondiendo un sí que quería ser un no y con el que dejó a Aurora plantada en aquella mesa que, al igual que la enfermera, no comprendió que era lo que acababa de pasar.

Cabizbaja, perpleja y sintiéndose tan abandonada como el chucho que se rascaba las pulgas en la esquina de la calle donde se encontraba la única pensión que conocía en la que sabía no le pedirían la autorización de su esposo para pasar la noche, Aurora entró en una habitación cochambrosa, húmeda y oscura que por no tener, ni siquiera tenía una estufa con la que calentarse y rompió a llorar mientras intentaba alejar a unos fantasmas que finalmente, por culpa de un dolor repentino y punzante en el estómago, ganaron la batalla. Aquel dolor al que se abrazó acurrucada sobre la pequeña cama que no fue siquiera capaz de deshacer, fue fruto de la caminata, de la tensión y del disgusto. Ella lo sabía, pero no pudo evitar pensar que podría ocurrirle cualquier cosa estando allí sola y se sintió tan indefensa que un poderoso sentimiento de rabia la zarandeó entre las garras de una pesadilla ladrona que al día siguiente le había robado la magia a todos los sueños en los que se había mecido.

Por su parte Celia, que había dormido mucho mejor de lo que a Aurora le hubiera gustado, decidió llamarla para asegurarse de que estaba bien. La prometió, al notarla algo enfadada, que la avisaría en cuanto Elisa se fuera de casa pero la escritora no contaba con que su hermana quisiera quedarse más tiempo y mucho menos con encontrarla en compañía de un chico cuando su desconfianza hacia ella le hizo volver antes de la escuela. Había hecho que Aurora pasase la noche fuera de casa por un capricho, por la curiosidad de una adolescente demasiado osada y no se sentía bien con la decisión que había tomado pero decidió quitarle peso al asunto cuando Aurora regresó con la esperanza de que a la enfermera le hiciera algo de gracia la situación. Pero ni gracia, ni nada, si no más bien todo lo contrario. Aurora llegó muy cansada, muy seria y pensativa, decepcionada con Celia y consigo misma pues sabía de sobra que mantener una relación con otra mujer implicaba tener que disimular y que ocultar muchas cosas pero nunca había comprobado hasta qué punto. Tal vez si no hubiera estado embarazada, aquella noche no hubiera supuesto una carga tan pesada para ella, pero lo estaba y eso hizo que se plantease muchas cosas. Cosas cómo que Celia siempre priorizaría a sus hermanas por delante de ella pues no tenía porqué no hacerlo, cosas cómo que en caso de volver a ocurrir algo así volvería a tener que irse de su propia casa solo por ocultar que estaba enamorada de una mujer, cosas cómo que sería de su hijo si por culpa de los errores de su madre se veía obligado a crecer rodeado siempre de mentiras.

El teléfono de Arganzuela sonó a primera hora de la mañana del día siguiente. A Aurora no se le había pasado el enfado a pesar de que Celia había intentado disculparse con ella de mil formas diferentes y, quien estaba al otro lado de la línea, no ayudó a que nada mejorase. Era Camilo, Clemente se había encargado de avisarle de la pérdida de cordura de su hermana antes de irse y él, que era un hombre de lo más tradicional, decidió hablar con ella para ver que era todo eso que le habían contado. Cuando colgó, Celia, pensando que la llamada sería de Merceditas o de alguna de sus hermanas, preguntó de la forma más inocente si las noticias eran sobre Blanca pero, la contestación de Aurora, dejó claro que no y que, aunque pareciera incapaz de verlo, no todo giraba en torno a ellas. Celia asumió el reproche, ese y los que le siguieron que no fueron pocos, sabía que no había actuado bien aunque no comprendía porqué Aurora se había cerrado de aquella manera a escuchar sus explicaciones e intentando solucionarlo, se ofreció a acompañarla a ese encuentro con Camilo en el que Aurora dejó claro que no pintaba nada.

Juntas se acercaron a Madrid. Celia aprovechó para ir a visitar a Blanca de nuevo mientras Aurora iba al encuentro con su hermano y, al terminar, esperó paciente a la enfermera en el Ambigú mucho más tiempo del que hubiera deseado. En realidad hubiera podido quedarse tranquilamente en Arganzuela pero intentaba arreglar el error que había cometido y pensó que no dejar que Aurora hiciera el trayecto de ida y el de vuelta sola ayudaría a ello. Se equivocaba. Se equivocaba porque, esa vuelta a casa que ansiaba, tuvo que hacerla sola. Sola, porque Aurora parecía haberse rendido a los reproches de su hermano, a las insinuaciones de que se había vuelto loca del todo, a las preguntas que al parecer aún le quedaban por responder, a una vida de la que había huido y que no solo parecía haberla encontrado si no que al hacerlo la había envuelto en el manto negro del desaliento. Un desaliento que quiso justificar dándole a las apariencias una importancia que, ni salió de sus labios convincente, ni sonó convincente para Celia que se fue de allí con el abatimiento de quien sabe que algo no marcha bien.

Bernardo, atento y dispuesto como siempre, se ofreció encantado a invitar a un café a la señorita Celia cuando el azar quiso que se encontrasen en la puerta del Continental. La maestra, que de amigos andaba más bien escasa, aceptó la invitación con una de esas sonrisas pesadas que intentan disimular las preocupaciones pero que en realidad lo que anuncian es la necesidad de ser escuchados y el abogado, que comenzaba a conocerla bien, supo como hacer que la señorita se desahogase después de tratar el obligado tema de la salud de Blanca. Celia, que se sentía cada vez más y más culpable de haber hecho lo que hizo con Aurora cuando Elisa quiso dormir en Arganzuela, le comentó a Bernardo la situación y éste, que estuvo de acuerdo en que la pequeña de las Silva no era precisamente la más indicada para guardar un secreto, solo pudo invitarla a hacer algo en lo que ella ya había pensado pero que aún así agradeció escuchar. Tenía que volver a hablar con Aurora, tenía que explicarse, que ser lo más sincera posible, tenía que intentar convencerla de que procuraría que lo ocurrido con Elisa no volviera a repetirse, que intentar que volviera con ella a esa casa que parecía aún más pequeña desde que no estaba y en la que confiaba podrían volver a ser felices pero, al verla entrar, de nuevo tarde y afligida, sintió que todo cuanto pudiera hacer o decir, serviría de poco. La excusa de que Camilo necesitaba seguir hablando con ella ya no era válida y a Aurora no le quedó más remedio que ser sincera con la mujer que aguantaba como podía las lágrimas que le cristalizaban el brillo apagado de sus ojos mientras rogaba un perdón y una oportunidad que, como respuesta, obtuvieron la petición de un tiempo que detuvo de pronto y sin previo aviso toda la maquinaría del reloj de Celia que se fue de aquel lugar con las manillas clavadas en el corazón, sintiendo que acababa de perder lo único bonito que había conseguido en la vida.


Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. ...la historia de estas 2 mujeres, me fascina...y estos relatos, me tienen enganchada....Merci Adriana!..et, ... Merci Luz et Candela!...;-)...

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