jueves, 14 de abril de 2016

Eran libres

Aprovechando que Aurora salió de casa a primera hora de la mañana para ir a supervisar las obras de la casa de socorro, Celia llamó a Clemente para pedirle que se acercase hasta Arganzuela. Quería hablar con él sobre la situación de Aurora, pero no quería que ella estuviera presente. Sabía que sería más fácil lidiar con él si estaban a solas y tenía claro qué le diría para convencerle de que dejar que Aurora trabajase como enfermera sería lo mejor para ambos en caso de que, como sucedió cuando lo planteó, Clemente se aferrase a las convicciones de un hombre que es incapaz de comprender que una mujer sirve para algo más que para estar en casa y complacer a su marido. Ya la había perdido una vez por haberse empeñado en encerrarla entre las cuatro paredes de una casa que no era otra cosa si no una jaula para ella y sutilmente le recordó que si volvía a hacer lo mismo, era muy probable que la reacción de Aurora, también volviera a repetirse.

Haber hablado con Celia hizo que aquel hombre obstinado se plantease algunas cosas y, no sin esfuerzo, comprendió que la amiga de su mujer quizá estuviera en lo cierto por lo que, después de un largo paseo por el barrio que utilizó para ordenar sus ideas y visitar una casa que se arrendaba a buen precio, volvió a la de Celia para hacerle saber a Aurora que, si quería trabajar, él no iba a ser quien se lo impidiera. Tras escuchar aquello, la enfermera, aliviada, estuvo tentada de desprenderse del peso moral que le provocaba tener que ver a aquel hombre día tras día pero, gracias a que lo conocía bien y a que sabía que Clemente nunca hacía nada a cambio de nada, decidió esperar para ver cual iba a ser el precio por tan generosa concesión.

Cuando la enfermera le contó a Celia cual era el precio que Clemente le había puesto a su libertad laborar, la maestra, al contrario de lo que Aurora esperaba, estuvo de acuerdo en que visitar aquella casa con él era, cuanto menos, asequible. Ella tampoco quería que Aurora estuviera a solas con él y mucho menos que visitase de su mano hogares idílicos en los que ella no tenía cabida pero, sabía que si no le daban algo pronto su paciencia terminaría por agotarse y de ser así, era muy probable que al final hiciera uso de esa ley que estaba de su parte y obligase a su mujer a regresar con él a Cáceres por lo que, a pesar de sentir que estaba cediendo a una coacción que le repugnaba, terminó aceptando. No por ella y mucho menos por él, si no por Celia, por esa mujer que nunca la había fallado y que lo único que le estaba pidiendo es que confiase un poco más en esos ojos que la miraban desesperados.

La casa era perfecta, amplia y luminosa, con un jardín que arreglado sería un lugar ideal para salir a tomar el té por las tardes mientras el pequeño, o la pequeña, porque Aurora no descartaba que fuese a tener una niña, jugaba en él. Las habitaciones tenían el tamaño perfecto y exceptuando el hecho de que hubiera que arreglar la chimenea, era más que habitable. A Aurora le encantó aquella casa, su luminosidad, su ubicación, incluso los muebles que tenía dentro tenían su encanto pero tenía un gran defecto, uno enorme en el que no reparó hasta que al girarse entusiasmada se encontró con una sonrisa que por un instante había olvidado pensando en lo feliz que podría ser en aquel lugar con Celia, la de Clemente. Aquel hombre la miraba expectante, esperaba un veredicto que creyó sería positivo al ver como su esposa miraba el que él ya comenzaba a sentir como su futuro hogar, pero Aurora tuvo que deshacerse del sueño de un manotazo y criticó los techos altos, el jardín, el tamaño de las habitaciones, lo anticuados que estaban los muebles y el frío que pasarían si no arreglaban pronto la chimenea. Todo se volvió horroroso de repente, tanto que estuvo todo el camino de vuelta criticándola, tanto que Clemente se planteó el porqué de aquel cambio tan radical cuando estaba seguro de haberla visto disfrutando de esa casa que el creía sería la definitiva, tanto que aquel hombre del que al final Aurora no pudo evitar apiadarse ligeramente, decidió esperar a Celia para ver si ella era capaz de explicarle que era lo que estaba ocurriendo, para ver si ella podía hacerle comprender porque nada de cuanto hacía parecía satisfacer a su querida esposa.

La última persona a la que Celia hubiera esperado encontrar en su salón al entrar en casa, era a Clemente y verlo allí le provocó un sopor que fue incapaz de disimular. Estaba cansada de que aquel hombre pareciera considerarla su amiga, cansada de que hablase con ella de Aurora como si fuera de su propiedad, casada de tener que asentir como una pánfila cuando le hablaba de su vida en Cáceres, de tener que soportar al marido hundido que ella sabía que en realidad era el hombre despechado. Estaba cansada de todo, de luchar, de levantar a Aurora, de levantarse a sí misma, de tener que salir de casa con una sonrisa y volver a ella sin saber si podría sentarse tranquila cinco minutos a no pensar en nada. Estaba tan cansada de todo que incluso accedió a su petición de auxilio.

Cuando le prometió a Clemente que intentaría convencerla de que volver con su marido era la mejor opción, lo hizo para que aquel hombre se fuera de su casa de una vez por todas pero, cuando Aurora se despertó, ella había tenido tiempo suficiente para pensar en que opciones tenían y la única que había encontrado para ganar tiempo fue sin duda la peor de todas. Celia le propuso a Aurora que se fuera con él, que dijera que sí a alguna de las casas, que le tuviera feliz y engañado hasta que pudieran irse, que se resignase al hecho de ser su mujer durante un tiempo. Sabía lo que estaba diciendo, lo que no sabía era porqué, porque en realidad también sabía que no podría soportarlo, que no podría dormir pensando en si Aurora estaría compartiendo lecho con Clemente, que no podría dar sus clases imaginándose a aquel hombre cerca de ella, que no era justo para ninguna de las dos, para ninguno de los tres en realidad aunque, lo que aquel hombre que había llegado a su vida para desmoronarla pudiera sentir, le daba exactamente igual. Sabía lo que estaba diciendo y para ella tenía sentido aunque lo perdiera en el mismo instante en que lo dijo, en el instante en el que el rostro de Aurora se vistió de decepción, de incomprensión, de miedo. Intentó arreglarlo, pidió perdón y rogó poder volver en el tiempo un par de minutos, el tiempo necesario para retirar lo dicho, para volver a colocar en su lugar ese trocito de confianza que Aurora guillotinó al cerrar la cortina de la habitación. Una cortina que separó las lágrimas desesperadas de dos corazones que, más que aturdidos, lo que estaban era desorientados.

La noche se hizo eterna para ambas. Celia no podía conciliar el sueño, los sollozos de Aurora, que hacia como que dormía pero que en realidad no podía parar de llorar, la tenían en vilo. No sabía si abrazarla o no, si dejar que sus lágrimas cayeran o no, si preguntarle porque lloraba o si volver a pedirle perdón de nuevo a pesar de que la enfermera ya le había dicho que sí que la perdonaba. Nada estaba claro en Arganzuela, nada en aquel pequeño piso cuyos cimientos dudaban si debían tambalearse o no, nada en aquella cama en la que al final ambas encontraron ese abrazo que necesitaban y que tanto se hizo de rogar.

La mañana llegó antes de lo que ambas hubieran deseado y hablando de lo poco que les gustaba discutir estaban cuando el sonido de unos nudillos contra la puerta anunció una visita tan temprana como inoportuna. Era Clemente, el insaciable, persistente y, en aquella ocasión, enfadado Clemente. Acababa de enterarse de que todo el mundo pensaba que Aurora era viuda y fue tal el impacto que aquel detalle causó en él que por un momento perdió el control sobre su característica templanza, una templanza que tuvo que recuperar cuando Celia admitió haber sido ella quien había contado aquella mentira para evitarle a Aurora el aluvión de preguntas incomodas que le hubieran hecho de no haber sido así. Una templanza que mantuvo incluso cuando Aurora, saturada, agotada y completamente desbordada, comenzó a reprocharle que no le amaba, que no le iba a amar nunca, que nunca se iba a enamorar de él y, que esa felicidad de la que él hablaba, ella nunca la había sentido. Unos reproches que salieron de ella sin medida, casi sin juicio, ignorando las señales de Celia que no sabía si aplaudirla o si taparle la boca, que no sabía si en ese momento la quería por la cordura de sus palabras o por la locura de su acto, que se abrazó a ella orgullosa cuando Clemente se fue abatido mientras intentaba dominar el temblor de unas piernas que parecían querer doblegarse ante el miedo que ambas sintieron a las posibles consecuencias de aquella insensatez que, algunas horas más tarde, les entregaría esa libertad por la que tanto habían luchado.

Clemente parecía haber entrado en razón, parecía haber comprendido que Aurora necesitaba estar lejos de él y, dispuesto como estaba a recuperar lo que era suyo, accedió a desprenderse de ello hasta que la naturaleza hiciera ese trabajo por él porque, había muchas cosas de las que no estaba seguro, pero tenía claro que Aurora no dejaría que nada ni nadie la separase del bebé que estaba esperando y él estaba más que dispuesto a utilizarlo en caso de ser necesario.

Eran libres, la puerta tras la que desapareció la figura de Clemente así se lo hizo sentir, quizá no completamente, pero si el tiempo necesario para preparar su huida, para comenzar a ordenar los ladrillos de esa nueva vida que juntas empezarían lejos de aquella ciudad en la que se habían conocido y a la que ya no necesitaban para poder ser porque se tenían la una a la otra y eso para ellas era más que suficiente. Eran libres, y libres se acostaron después de disfrutar de una cena en la que pudieron volver a hablar de algo que no fuera Clemente a pesar de que Aurora aún desconfiaba de las promesas de su marido. Eran libres, y libres prepararon una tila que calentase sus estómagos antes de acostarse. Libres se miraron sonriendo como hacía días no se sonreían en aquel sofá que añoraba las caricias que se regalan los amantes cuando el mundo deja de existir para ellos. Libres se besaron y libres se desnudaron tras aquella cortina que ya no guardaba entre su tela el brillo afilado de una guillotina si no la suave caricia de una pluma con la que estaban dispuestas a seguir escribiendo aquella maravillosa historia de amor que, una vez más, había sobrevivido a la tormenta que se alejaba mecida por un viento que, mas pronto que tarde cambiaría de dirección pero eso, aunque ya lo sabéis, os lo contaré en el próximo paralelo.


Adriana Marquina

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