miércoles, 21 de diciembre de 2016

El Final que yo le hubiera dado (Parte I)


Los trajes de gala comenzaron a llenar las calles de Madrid en cuanto la noche se apoderó de ellas. El viento frío arrastraba las palabras de la gente con la que se iba encontrando. Su ulular fantasmal, se colaba a través de la ventana entreabierta de Celia haciéndole sentir que a nadie importaba su dolor. Se sentía sola. Más sola que nunca. Todo en cuanto creía había sido pisoteado. Su amor, mancillado.

Sentada en el suelo a los pies de una cama que había dejado de ser suya porque en ella nunca había dormido Aurora, se abrazaba las piernas con la cabeza apoyada sobre las rodillas. A su lado, en una penumbra que no era sino el reflejo de lo cruel que puede llegar a ser la interpretación de la palabra de dios, una biblia intentaba pedirle perdón sin éxito. Celia sabía que ella no tenía la culpa de nada, que solo era un libro más, un libro sin autor que en algún momento cayó en las manos equivocadas. Que, en algún momento indefinido de la historia, pasó a convertirse en la verdad absoluta de cientos de cobardes que temiendo por el frío de su alma habían decidido utilizarlo como escudo, o como lanza. Porque eso pasa con las personas pusilánimes, que de puro miedo atacan, que, de pura impotencia, matan.

A ella le estaba ocurriendo, la estaban matando. La estaba matando imaginar el champán burbujeante corriendo de mesa en mesa, encerrado tras el cristal de una copa que de saber la verdad de quien la sujeta se hubiera roto llenando cualquier manjar de cristales de hipocresía —Porque sí, cuando se brinda, siempre se es un poco hipócrita —. La mataba imaginar las miradas encandiladas en los brindis de los amantes escondidos, juzgados o perseguidos. En los amantes que estarían llorando, por fuera, como ella, o por dentro, porque, aunque no fuera una suerte, sintió que por desgracia no a todo el mundo se le permite llorar con la misma libertad.

Libertad. Lo hubiera dado todo por ella en aquel momento. Por atreverse a deshacer el nudo de su cuerpo y echar a andar hacia Aurora. Coger el lomo de aquel libro que tanto mal le estaba haciendo y abrirse camino a golpes con él hacia su amada. Libertad. Hubiera muerto corriendo hacia ella y, sin embargo, no eran sus pasos los que la acercaban al corazón destrozado.

Madrid estaba desierto. Las cenas habían terminado y las uvas esperaban en las fiestas privadas, ya fueran de ricos, o de pobres, porque el año siempre termina para todos, aunque no todos sean capaces de encontrar la esperanza que se le supone al nuevo. Desierto, pero no vacío, porque Aurora vagaba por ellas en busca del último aliento. No podía irse sin él y sabía quién lo cuidaba, quien se lo entregaría a cambio de nada dándolo todo. ¡Y no! No era el dios de Camilo, porque ese dios no creía en nada que no fuera en él mismo, porque ese dios ofrecía un cielo sin amor, porque dios, ese dios, no era el creador del mundo sino su destrucción y algo que destroza amparándose en un amor hecho al gusto de unos pocos, no la hubiera sujetado hasta la puerta blanca de aquella casa tras la que le esperaba el paraíso que merecía su esfuerzo.

Como si los brazos de Celia fueran una nube acariciada por el sol, Aurora se derrumbó sobre ellos. El cansancio, la fiebre y el frío que atería el cuerpo de la enfermera, hicieron imposible que llegasen más allá de las escaleras. Aurora tenía miedo, miedo del de verdad, del que hace que te tiemble la voz y sala las lágrimas con el alma que se escapa. Celia lloraba impotente. Sentía como el amor de su vida se apagaba. Como la cera de la vela que era su cuerpo tintineaba cada vez que ella respiraba, así que dejó de hacerlo. Dejó de respirar para tenerla unos segundos más, para amarla unos segundos más. Para decirle que todo iba a salir bien, aunque fuera mentira.

Aurora se desvaneció cuando el reloj del salón anunciaba las doce de la noche. La mano que se aferraba al brazo que la sujetaba con fuerza intentando retenerla cayó inerte sobre las escaleras dejando la piel de Celia más desnuda de lo que nunca había estado. La maestra gritó desolada y como si el dios en el que ella creía, ese cuya única función es dar humanidad a los humanos se hubiera puesto de su parte, Doña Rosalía apareció por la puerta de servicio.

—¡Dios Santo señorita! —exclamó mientras dejaba caer el rodillo de madera que había cogido por si los ruidos que escuchaba los habían provocado malhechores —¿Cómo no me ha avisado antes?

—Llame a Cristóbal Rosalía, por favor. Dígale que Aurora está aquí, que se ha desmayado.

—¿Esta viva? —preguntó la mujer tan inoportuna como siempre.

—Creo que sí Rosalía. Llámelo de una vez.

Cristóbal y Blanca llegaron mucho antes de lo que nadie hubiera esperado. Sus respiraciones agitadas atravesaron el umbral de la puerta casi a la vez que Velasco llegaba a ella. El inspector había dejado a Bruna en casa tras explicarle que, si alguien lo necesitaba aquella noche, era su amiga Celia Silva.

No hizo falta que nadie preguntase nada, que nadie dijera nada. Los dos hombres levantaron a Aurora como buenamente pudieron y la subieron a la habitación que Blanca les indicó mientras Rosalía abrazaba a Celia para ayudarla a subir unas escaleras que nunca se habían mostrado tan empinadas.

—¿Esta viva Cristóbal? Dime que está viva ¡Por favor! —gritó Celia en lágrimas ahogadas deshaciéndose de los brazos de Rosalía para caer a los pies de la cama sobre la que habían tumbado a Aurora.

—Celia —comenzó a decir el doctor mientras la ayudaba a incorporarse —. Está viva, pero no por mucho tiempo.

—¡Tienes que hacer algo Cristóbal! ¡Tienes que salvarla!

Los puñetazos con los que Celia golpeaba el pecho del doctor, esos con lo que intentaba despertarse del peor sueño de su vida, consiguieron hacer que Aurora suspirase.

—¡Creo que será mejor que las dejemos solas! —sugirió Blanca que intentaba contener las lágrimas que le llenaban los ojos.

Todos asintieron y justo cuando iban a cerrar la puerta de la habitación, un alboroto fuera de lugar llenó el hueco de la escalera, los pasillos y la casa entera. Velasco y Cristóbal fueron los primeros en llegar abajo. Cuando lo hicieron, vieron como Salvador, Ciro, Gabriel y Benjamín, que había llamado al club social temiendo que algo así pudiera ocurrir, intentaban sin éxito frenar a un Camilo enloquecido en cuyos ojos ardía el fuego del infierno que tenía por alma. Blanca y Rosalía contemplaban aterrorizadas la escena a media escalera, casi tanto como Diana y Elisa que subieron para parapetarse en el escudo de un abrazo. Las palabras que salían de la boca de aquel hombre, esas con las que describía a Celia sin darse cuenta de que se estaba describiendo así mismo, sintieron que tenían que hacer algo y lo atragantaron haciendo que perdiera la fuerza, haciendo que sus envestidas cesasen, dejándolo a un par de metros escasos de la barrera que lo separaba de su objetivo.

—Sé que está aquí. La he buscado toda la noche y no puede estar en otro lugar —comenzó a decir encolerizado hediendo a alcohol.  

—Usted lo único que ha hecho ha sido emborracharse en el Ambigú —reprochó Benjamín que lo había seguido hasta allí temiendo que llevase a cabo las amenazas que había dispuesto sobre la barra del local y nadie hubiera recibido su mensaje—. Vergüenza debería darle presentarse así en una casa decente.

—¿Decente? —preguntó con el sarcasmo curvándole el bigote —¡Decente! —rio —En esta casa se consiente el pecado y se da cobijo a una pecadora. ¡Decente dice!

—Ya me está usted cansando con sus insultos…

Gabriel, cansado de escuchar sandeces, tuvo intención de dar un paso adelante para terminar con la charlatanería de Camilo de un puñetazo, pero una mano lo sujetó por detrás. Diana, calmando con la mirada a sus hermanas y a Rosalía, bajó las escaleras abriéndose paso entre los hombres, poniéndose frente al demonio que juzgaba sin mesura. Salvador intentó frenarla, temía que aquel ser sin escrúpulos pudiera hacerla daño, pero Diana conocía muy bien a los hombres como Camilo y con la mirada clavada en sus ojos lo hizo pequeño ante la fortaleza de algo en lo que él jamás había creído, una mujer.

—Aurora Alarcón, su hermana, está en esta casa…

—¡Lo sabía! ¡Maldit…! —Diana lo frenó con un gesto lento y calmado de la mano.

—¡En MÍ casa! Y usted no es bienvenido en ella —Camilo intentó volver a hablar, pero Diana lo silenció de nuevo —. Puede usted gritar todo lo que quiera, referirnos todos los insultos que se le ocurran, nombrar a dios cuantas veces crea necesitar, ampararse en él para que su conciencia no termine matándolo. Porque sé que tiene conciencia, aunque cuando se asome a ella lo único que vea sea podredumbre. Puede quedarse ahí toda la noche si lo desea, pero tenga por seguro que ni usted, ni nadie, va a subir a la habitación en la que mi hermana está intentando que su hermana muera de la manera más digna posible. Así que tiene dos opciones; O sale de aquí por su propia voluntad, o le sacamos nosotros.

La exasperación de Camilo, esa que lo había mantenido hasta ese momento con los puños apretados, hizo que los abriera. Las uñas marcadas en la palma de la mano fueron perfectamente visibles cuando este la levantó.

—Espero que no se le pase por la cabeza tocarle un pelo a mi mujer porque entonces ya le digo yo que su hermana, le sobrevivirá a usted.

—No tienen moral, ni ética… No tienen salvación —farfulló con la saliva de la ira escapándosele por las comisuras de los labios.

—¡Discúlpeme! —interrumpió Blanca descendiendo hasta colocarse al lado de su hermana —De falta de moral y ética, por desgracia, voy servida. Puedo asegurarle que hace un par de semanas hubiera intentado que las personas que están ahora aquí comprendieran su punto de vista. Usted es su hermano. ¡Su hermano por dios! ¿Cómo no iba a tener derecho a decidir sobre el final de la mujer que lleva su sangre?

–Por fin alguien que…

—¡Déjeme terminar! —sentenció Blanca haciendo aún más pequeña la hombría de Camilo —Usted es su hermano y tendría derecho a sujetarle la mano mientras asciende a ese cielo que le dibuja en azul cuando en realidad es negro, negro como su alma. Pero...¿Dónde estaba usted cuando Aurora lo necesitó? ¿Cuándo reclamaba perdón siendo usted quien tendría que habérselo rogado a ella? Ella solo quería morir en paz, agarrar la mano de las dos personas que le quedan en este mundo. La suya y la de mi hermana Celia. Ella quería creer en lo que su dios proclama y usted lo ha ensuciado con sus palabras, con su rencor, con un odio que no consigo comprender.  Si ese dios al que se aferra existiera tal y como lo describe, jamás hubiera creado un ser tan repugnante como usted. Ya ha escuchado a mi hermana. Váyase de aquí o haremos que se vaya.

—Sus lecciones de moral no me conmueven… Sé quién es, todo Madrid lo sabe. Otra pecadora más, una furcia indigna que se rindió al placer en los brazos del hermano de su marido…

—¡Cállese ya hombre! ¡Cállese! ¿No ve que está haciendo el ridículo? ¿Qué lo que intenta es inútil? ¿Qué no vamos a dejarle pasar?

—¡Déjalo Cristóbal! —musitó Elisa desde la escalera.

—¡Vaya, la hermanita que faltaba! ¡Que irónico que no haya nada más inútil que una mujer que no puede darle a su marido descendencia! ¡A su marido tullido!

La carcajada que se escapó de la garganta de Camilo y que hizo que cerrase los ojos por un instante, impidió que viera que Elisa, al igual que había hecho Diana con Salvador, contuviera a Ciro y se pusiera ante él.

—Puede que a mi marido le falte una pierna —comenzó a decir Elisa con su peculiar sonrisa —, pero al menos tiene corazón, cosa que no puede decirse de usted. En cuanto a lo que a mí respecta, solo tengo una cosa que decirle; Yo no podré darle a mi marido descendencia, pero le aseguro que, si pudiera hacerlo, le daría cinco Auroras antes que un solo Camilo.

—Pienso denunciarlos a todos… —amenazó conteniéndose como pudo —¡A todos! ¿Me oyen?

—No estoy muy seguro de la credibilidad que pueda tener la denuncia de un hombre borracho que ha entrado a la fuerza en una casa decente y que ha amenazado reiterativamente a un agente de policía.

—Eso es una calumnia, yo no le he amenazado.

—Aquí cuento nueve testigos que, seguro, pueden dar fe de lo contrario —dijo Velasco acariciándose el bigote con el dedo índice.

—¡Esto no va a quedarse así!

—¡Claro que no! —confirmó Rosalía colocándose junto a las hermanas —Usted ha irrumpido en esta casa como si fuera un animal, ha insultado a los amigos de su hija, a quienes la han protegido y ayudado —Benjamín y Ciro agacharon la cabeza sintiendo que a ellos no les correspondía el mérito de esas palabras —. A quienes ella escogió, por encima de todo lo que usted representa, como su familia, porque sí señor Camilo, la familia puede escogerse y aunque no pueda creerlo la sangre se comparte más allá de las venas que la trasportan. Estas personas llevan un poco de la sangre de su hermana, incluso yo que no entiendo como dos mujeres pueden llegar a amarse, así lo siento, porque su hermana es una gran persona, una gran mujer que nació para servir a los demás, sí, pero a los demás que ella fue escogiendo. Usted no ha sido más que una deuda, de esas que su dios —se santiguó pidiéndole perdón al suyo —, impone, pero en esta casa nadie le debe nada, por no deberle no se le debe ni el respeto que se le está teniendo. Antes de que lo diga usted; sé que en mí solo ve una simple ama de llaves, pero no se deje llevar por mi uniforme porque las arrugas que me marcan la piel llevan en cada pliegue la vida de las hermanas Silva, son mis hijas, Celia es mi hija y no voy a consentir que el amor de su vida se muera en unos brazos que no son los suyos —Rosalía pasó al lado de Camilo y abrió la puerta de la calle —. Nuestro lugar está en esta casa, si quiere sentarse con nosotros a esperar el momento en el que Celia descienda esas escaleras hundida porque el alma de su hermana estará ascendiendo en la dirección contraria, puede quedarse, si no, puede usted marcharse por donde ha venido…

Camilo respiró profundo, los miró con el mayor de sus desprecios y sin decir palabra salió por la puerta con el dedo índice en alto lleno de un nuevo arsenal de amenazas que no se atrevió a pronunciar pues, los pasos de las tres hermanas, lo empujaban fuera con las miradas desafiantes.

—¡Caballero! —reclamó Rosalía antes de cerrar la puerta —¡Ojalá se encuentre de camino a casa con ese dios al que tanta estima tiene!

Adriana Marquina

6 comentarios:

  1. Y que pasó mujer? Caundo viene la segunda parte ?

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  2. Precioso adriana como de costumbre tu pluma me chifla espero que esa segunda parte no tarde te aviso no lloro porque no me quedan lágrimas larga vida a Aurelia y a las aureliers

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  3. Me quedo sin palabras, ante las tuyas. Gracias por tanto!!

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Precioso Adriana, tenía pendiente leerlo. He tardado, pero ha sido maravilloso. Ojalá se hubieran comportado todos así,como una familia, como lo que se merecía Aurora y Celia. Ellas siempre estuvieron allí en los momentos difíciles, y ellos les fallaron en el final que nos quisieron dar. Morir morirá , pero lo hará rodeada de Amor. Me has hecho llorar, otra vez. Gracias por este final más compasivo .👍😉😘👏👏

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