Con los abrazos aun latiéndoles en la piel, Celia y Aurora
embarcaron rumbo a un destino incierto. Carmen de Burgos había dispuesto todo
lo necesario para que, a su llegada a Argentina, no tuvieran nada de lo que
preocuparse. Madrid se había despedido de la peor manera posible. La boda de
Elisa había sido una balsa en el mar agitado en el que se había convertido la
ciudad, pero el recuerdo de las piedras cayendo a su alrededor las persiguió
hasta la pasarela por la que accedieron al barco. Una vez dentro, cuando ya habían
conseguido encontrar el camarote que las correspondía, un cuchitril con dos
camas, un lavabo, una bombilla solitaria y un pequeño ojo de buey en el que apenas
les cabía el rostro, el miedo a lo desconocido lo borró todo de golpe. Se
miraron, sabían que tenerse la una a la otra era lo único que la vida les había
dejado, todo lo demás desapareció con la gran nube de humo de la chimenea
anunciando que el barco zarparía de inmediato. Ya no había marcha atrás y
decidieron subir a la cubierta para despedir con la mirada la tierra de un país
ingrato lleno de prejuicios.
Cabizbajas recorrieron el laberinto de pasillos abarrotados
de gente. De gente que no las conocía de nada, que no sabía sus nombres, que desconocía
su historia, que no podía juzgarlas porque para ellos no había nada que juzgar.
Entre empujones, perdones y un sinfín de olores nada agradables, consiguieron
llegar hasta la barandilla. Celia nunca había viajado en barco, había leído sobre
lo que se sentía surcando el mar, pero por norma general la imaginación no
alcanza a la realidad y entre el vaivén y el miedo, su rostro se quedó sin
color. Aurora se dio cuenta de que se estaba mareando. Sujetó su mano y le
agradeció el gesto a un amable caballero que al verlas acercarse a la bancada
en la que estaba sentado les cedió el sitio. La sirena ensordecedora levantó
las manos de quienes creían reconocer a sus familiares, la de los que estaban a
bordo y la de los que permanecían en el muelle contemplando el espectáculo.
Fuera triste para ellos, o alegre, porque la gente a veces también se aleja por
voluntad propia.
El mareo de Celia fue disminuyendo y cuando se sintió con
fuerzas para caminar por el suelo inmóvil de un barco a merced del mar, quiso
regresar a la barandilla. El olor a sal y a madera mojada invadió sus pulmones.
Los últimos rayos de sol que pintaban de naranja el cielo se colaron por sus
ojos haciéndola comprender que cuando volviera a salir, ya nada sería lo mismo.
Aurora lo intuyó y, con discreción aprendida, rozó su mano para que sintiera
que de verdad creía en las palabras que iba a decirle a continuación.
—Nos va a ir bien, ya lo verás.
No se equivocó. Argentina las recibió con los brazos
abiertos a pesar de que el viaje había hecho estragos en ellas. Se sentían
sucias, hambrientas y sedientas, pero vivas. Más vivas que nunca. En los más de
treinta días que duró la travesía, sus ojos habían visto cosas increíbles,
cosas de las que no habían oído hablar jamás y de las que tampoco habían leído,
supongo que porque las letras que las hacían existir no habían llegado a sus
manos. Una de esas cosas, provocó en el barco un revuelo enorme. Ellas estaban
en el camarote cuando comenzaron a escuchar el jaleo. Había pasado una semana,
y aunque el mar abierto era una maravilla digna de admirar, subir a la cubierta
y ver solo agua, les provocaba una extraña sensación de cautiverio de la que se
deshacían desprendiéndose de la ropa —Estoy segura de que nadie se había
refugiado tanto en el amor como lo hicieron ellas de camino a su libertad —. Cuando
los gritos de algunas mujeres que asustadas buscaban refugio tras las puertas
de sus compartimentos las obligaron a vestirse, el primer pensamiento de ambas
fue que algo horrible estaba ocurriendo, que el barco se hundía, que la
desgracia del Titanic volvía a repetirse, pero se equivocaban. Cuando
consiguieron hacerse hueco entre el tumulto de gente que se asomaba a estribor,
no pudieron evitar unirse al clamor general. La cola de una enorme ballena azul,
para la gran mayoría un monstruo, desaparecía bajo el agua al lado de un lomo brillante
en el que de haber sido posible hubieran podido subirse al menos cincuenta
hombres.
—Tus hermanas no van a creerte cuando les escribas contándoles
esto —dijo Aurora emocionada, como si la compañía de aquel animal acabase de
hacerle comprender que incluso donde parece no haber nada es posible la vida.
—Nos va a ir bien — afirmó Celia atreviéndose por fin a
creer las palabras que la enfermera le había susurrado el primer día.
Las siguientes semanas no fueron muy diferentes. Paseaban,
tras desayunar lo poco que podían darles, por la cubierta a la espera de que
los divertidos delfines que abrían la estela del barco saltasen para saludarlas.
Cuando lo hacían bajaban al camarote y se acurrucaban la una en la otra hasta
la hora de comer. Añoraban a las personas que habían dejado atrás y Celia
decidió comenzar a escribir un diario relatando como era la luna cuando podía
brillar sin que algún edificio eclipsase su belleza. Como era el cielo cuando
ninguna luz artificial le robaba a las estrellas el protagonismo. A las miles
de estrellas que lo cubrían. Ninguna de las dos sabía que podían ser tantas,
que tantas eran fugaces, que al mar podían lanzarse tantos deseos.
Una tormenta bastante fuerte se cruzó en su camino unos días
antes de llegar. El barco se balanceaba tanto que agradecieron la escasez de
mobiliario. Nada era capaz de permanecer en su lugar mucho tiempo, ni siquiera
ellas mismas que, cuando intentaban ponerse en pie, terminaban revolcadas por
el suelo. A través del cristal empavonado del ojo de buey se colaba el reflejo
de los relámpagos y el ruido ensordecedor de los truenos hacía que aquello
pareciera el fin del mundo. Todo estaba oscuro, todo menos la espuma de las
olas que rompían a su alrededor.
—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como la que dejamos
atrás —dijo Aurora cuando Celia consiguió por fin sentarse a su lado.
—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como para impedir que
te bese — contestó Celia sujetándole el rostro para controlar el balanceo y
poder hacerlo.
Efectivamente la tormenta cesó y cuando el sol volvió a
brillar su luz iluminaba la tierra prometida a lo lejos. Sonrientes se
despidieron de los delfines que se alejaron tan felices como habían llegado,
del camarote que ya no olía a podredumbre sino a amor y de la barandilla a la
que se habían aferrado día tras día para grabar en sus memorias la belleza
infinita de un mundo que sabían grande pero que había resultado ser inmenso.
Cuando desembarcaron, una pareja muy amable les esperaba en el muelle, llevaban
en las manos un cartón en el que habían escrito sus apellidos, uno debajo del
otro. Ninguna de las dos pudo contener las lágrimas al verlo. Aurora miró a Celia
y Celia respondió que sí con la mirada, que se casaría con ella, que lo haría
cada vez que se lo pidiera, aunque lo más cerca que estarían de cumplirlo sería
aquel cartel. Un cartel que se quedaron con la excusa del recuerdo y que
colgaron de la pared del departamento que Carmen de Burgos había alquilado para
ellas hasta que encontrasen un trabajo que pudiera permitirles vivir por ellas
mismas. No era gran cosa, pero no les importó cuando vieron que tenía aseo
propio, que tenía bañera, que del grifo salía agua caliente y que las ventanas,
daban a ninguna parte.
Se despidieron de sus nuevos amigos y, mientras Aurora deshacía
las maletas, Celia preparó un baño. Un baño de agua ardiendo en el que vertió un
botecito de sales y una pequeña pastilla de jabón que, a modo de bienvenida,
formaban parte de una cestita en la que había todo lo necesario para el aseo
personal de dos señoritas a las que el mundo sonreía por fin. Cuando lo tuvo
todo preparado, se introdujo dentro de la nube de espuma que se había creado y
llamó a Aurora con voz insinuante. Al contrario de lo que esperaba, la
respuesta no fue inmediata, pero cuando el cuerpo desnudo de la enfermera
apareció bajo el marco de la puerta, lo hizo acompañado de una dulce melodía.
—¿De dónde sale esa música? —preguntó Celia mientras Aurora
se sentaba con cuidado de no quemarse entre sus piernas.
—Tenemos un fonógrafo —respondió con la sonrisa de la niña
que llevaba dentro y que había rescatado ante el descubrimiento.
—Estando juntas, lo tenemos todo.
Los labios de Aurora buscaron los de la maestra al
comprender que ese “todo”, era el simple hecho de que estaban juntas. Se
besaron y el pecho de Celia se convirtió en el mejor respaldo que la espalda
cansada de la enfermera podría haber encontrado. Estaban en Argentina, al otro
lado del mundo. Al otro lado de un mundo que les estaba ofreciendo otra
oportunidad. Una que no iban a desaprovechar, una que hizo que el sabor de sus
besos supiera a algo que habían creído probar y que, sin embargo, nunca habían
probado en realidad. Sus besos, supieron a libertad.
Adriana Marquina
GRACIAS👍👏👏, Esto es lo que nos tendrían que haber enseñado y no estos días tristes en el hospital que sólo nos hacen llorar y nos parten el corazón.😠😠
ResponderEliminarTu nos traeros un poco de LUZ a nuestros corazones apagados.😉😘
Porque cuesta tanto la normalidad, porque la gente no acepta las diferencias, porque las envidias están tan presentes. Con lo difícil que es vivir como uno quiere, encima hay gente que te lo pone más difícil. Cuando aprenderán que no por joder la felicidad de los demás su vida será mejor.
Algún día el mundo será mejor. Mientras tanto te tendremos a ti 😘😘
Precioso adriana lo prefiero así mil veces a lo que nos están poniendo en la tele por fa haber si puedes crear un final digno y hermoso como ellas con boda inclusive si puede ser aunque con tu imaginación no dudo que nos lo daras
ResponderEliminarHace pocos meses que sigo la 6H, me enganchó la historia de Celia y Aurora y me enganchastéis vosotras por la redes, en especial tú con tus vídeo y tus grandes paralelos. Gracias por tus relatos y comentario.Aunque la historia en la serie acabe intentaré seguir tus pasos.
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