jueves, 15 de diciembre de 2016

Argentina, primera parte

Un año es mucho tiempo, aunque pase en tan solo un día.

Con los abrazos aun latiéndoles en la piel, Celia y Aurora embarcaron rumbo a un destino incierto. Carmen de Burgos había dispuesto todo lo necesario para que, a su llegada a Argentina, no tuvieran nada de lo que preocuparse. Madrid se había despedido de la peor manera posible. La boda de Elisa había sido una balsa en el mar agitado en el que se había convertido la ciudad, pero el recuerdo de las piedras cayendo a su alrededor las persiguió hasta la pasarela por la que accedieron al barco. Una vez dentro, cuando ya habían conseguido encontrar el camarote que las correspondía, un cuchitril con dos camas, un lavabo, una bombilla solitaria y un pequeño ojo de buey en el que apenas les cabía el rostro, el miedo a lo desconocido lo borró todo de golpe. Se miraron, sabían que tenerse la una a la otra era lo único que la vida les había dejado, todo lo demás desapareció con la gran nube de humo de la chimenea anunciando que el barco zarparía de inmediato. Ya no había marcha atrás y decidieron subir a la cubierta para despedir con la mirada la tierra de un país ingrato lleno de prejuicios.

Cabizbajas recorrieron el laberinto de pasillos abarrotados de gente. De gente que no las conocía de nada, que no sabía sus nombres, que desconocía su historia, que no podía juzgarlas porque para ellos no había nada que juzgar. Entre empujones, perdones y un sinfín de olores nada agradables, consiguieron llegar hasta la barandilla. Celia nunca había viajado en barco, había leído sobre lo que se sentía surcando el mar, pero por norma general la imaginación no alcanza a la realidad y entre el vaivén y el miedo, su rostro se quedó sin color. Aurora se dio cuenta de que se estaba mareando. Sujetó su mano y le agradeció el gesto a un amable caballero que al verlas acercarse a la bancada en la que estaba sentado les cedió el sitio. La sirena ensordecedora levantó las manos de quienes creían reconocer a sus familiares, la de los que estaban a bordo y la de los que permanecían en el muelle contemplando el espectáculo. Fuera triste para ellos, o alegre, porque la gente a veces también se aleja por voluntad propia.

El mareo de Celia fue disminuyendo y cuando se sintió con fuerzas para caminar por el suelo inmóvil de un barco a merced del mar, quiso regresar a la barandilla. El olor a sal y a madera mojada invadió sus pulmones. Los últimos rayos de sol que pintaban de naranja el cielo se colaron por sus ojos haciéndola comprender que cuando volviera a salir, ya nada sería lo mismo. Aurora lo intuyó y, con discreción aprendida, rozó su mano para que sintiera que de verdad creía en las palabras que iba a decirle a continuación.

—Nos va a ir bien, ya lo verás.

No se equivocó. Argentina las recibió con los brazos abiertos a pesar de que el viaje había hecho estragos en ellas. Se sentían sucias, hambrientas y sedientas, pero vivas. Más vivas que nunca. En los más de treinta días que duró la travesía, sus ojos habían visto cosas increíbles, cosas de las que no habían oído hablar jamás y de las que tampoco habían leído, supongo que porque las letras que las hacían existir no habían llegado a sus manos. Una de esas cosas, provocó en el barco un revuelo enorme. Ellas estaban en el camarote cuando comenzaron a escuchar el jaleo. Había pasado una semana, y aunque el mar abierto era una maravilla digna de admirar, subir a la cubierta y ver solo agua, les provocaba una extraña sensación de cautiverio de la que se deshacían desprendiéndose de la ropa —Estoy segura de que nadie se había refugiado tanto en el amor como lo hicieron ellas de camino a su libertad —. Cuando los gritos de algunas mujeres que asustadas buscaban refugio tras las puertas de sus compartimentos las obligaron a vestirse, el primer pensamiento de ambas fue que algo horrible estaba ocurriendo, que el barco se hundía, que la desgracia del Titanic volvía a repetirse, pero se equivocaban. Cuando consiguieron hacerse hueco entre el tumulto de gente que se asomaba a estribor, no pudieron evitar unirse al clamor general. La cola de una enorme ballena azul, para la gran mayoría un monstruo, desaparecía bajo el agua al lado de un lomo brillante en el que de haber sido posible hubieran podido subirse al menos cincuenta hombres.

—Tus hermanas no van a creerte cuando les escribas contándoles esto —dijo Aurora emocionada, como si la compañía de aquel animal acabase de hacerle comprender que incluso donde parece no haber nada es posible la vida.    

—Nos va a ir bien — afirmó Celia atreviéndose por fin a creer las palabras que la enfermera le había susurrado el primer día.

Las siguientes semanas no fueron muy diferentes. Paseaban, tras desayunar lo poco que podían darles, por la cubierta a la espera de que los divertidos delfines que abrían la estela del barco saltasen para saludarlas. Cuando lo hacían bajaban al camarote y se acurrucaban la una en la otra hasta la hora de comer. Añoraban a las personas que habían dejado atrás y Celia decidió comenzar a escribir un diario relatando como era la luna cuando podía brillar sin que algún edificio eclipsase su belleza. Como era el cielo cuando ninguna luz artificial le robaba a las estrellas el protagonismo. A las miles de estrellas que lo cubrían. Ninguna de las dos sabía que podían ser tantas, que tantas eran fugaces, que al mar podían lanzarse tantos deseos.

Una tormenta bastante fuerte se cruzó en su camino unos días antes de llegar. El barco se balanceaba tanto que agradecieron la escasez de mobiliario. Nada era capaz de permanecer en su lugar mucho tiempo, ni siquiera ellas mismas que, cuando intentaban ponerse en pie, terminaban revolcadas por el suelo. A través del cristal empavonado del ojo de buey se colaba el reflejo de los relámpagos y el ruido ensordecedor de los truenos hacía que aquello pareciera el fin del mundo. Todo estaba oscuro, todo menos la espuma de las olas que rompían a su alrededor.

—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como la que dejamos atrás —dijo Aurora cuando Celia consiguió por fin sentarse a su lado.

—Ninguna tormenta puede ser tan fuerte como para impedir que te bese — contestó Celia sujetándole el rostro para controlar el balanceo y poder hacerlo.

Efectivamente la tormenta cesó y cuando el sol volvió a brillar su luz iluminaba la tierra prometida a lo lejos. Sonrientes se despidieron de los delfines que se alejaron tan felices como habían llegado, del camarote que ya no olía a podredumbre sino a amor y de la barandilla a la que se habían aferrado día tras día para grabar en sus memorias la belleza infinita de un mundo que sabían grande pero que había resultado ser inmenso. Cuando desembarcaron, una pareja muy amable les esperaba en el muelle, llevaban en las manos un cartón en el que habían escrito sus apellidos, uno debajo del otro. Ninguna de las dos pudo contener las lágrimas al verlo. Aurora miró a Celia y Celia respondió que sí con la mirada, que se casaría con ella, que lo haría cada vez que se lo pidiera, aunque lo más cerca que estarían de cumplirlo sería aquel cartel. Un cartel que se quedaron con la excusa del recuerdo y que colgaron de la pared del departamento que Carmen de Burgos había alquilado para ellas hasta que encontrasen un trabajo que pudiera permitirles vivir por ellas mismas. No era gran cosa, pero no les importó cuando vieron que tenía aseo propio, que tenía bañera, que del grifo salía agua caliente y que las ventanas, daban a ninguna parte.

Se despidieron de sus nuevos amigos y, mientras Aurora deshacía las maletas, Celia preparó un baño. Un baño de agua ardiendo en el que vertió un botecito de sales y una pequeña pastilla de jabón que, a modo de bienvenida, formaban parte de una cestita en la que había todo lo necesario para el aseo personal de dos señoritas a las que el mundo sonreía por fin. Cuando lo tuvo todo preparado, se introdujo dentro de la nube de espuma que se había creado y llamó a Aurora con voz insinuante. Al contrario de lo que esperaba, la respuesta no fue inmediata, pero cuando el cuerpo desnudo de la enfermera apareció bajo el marco de la puerta, lo hizo acompañado de una dulce melodía.

—¿De dónde sale esa música? —preguntó Celia mientras Aurora se sentaba con cuidado de no quemarse entre sus piernas.

—Tenemos un fonógrafo —respondió con la sonrisa de la niña que llevaba dentro y que había rescatado ante el descubrimiento.

—Estando juntas, lo tenemos todo.

Los labios de Aurora buscaron los de la maestra al comprender que ese “todo”, era el simple hecho de que estaban juntas. Se besaron y el pecho de Celia se convirtió en el mejor respaldo que la espalda cansada de la enfermera podría haber encontrado. Estaban en Argentina, al otro lado del mundo. Al otro lado de un mundo que les estaba ofreciendo otra oportunidad. Una que no iban a desaprovechar, una que hizo que el sabor de sus besos supiera a algo que habían creído probar y que, sin embargo, nunca habían probado en realidad. Sus besos, supieron a libertad.
Adriana Marquina

4 comentarios:

  1. GRACIAS👍👏👏, Esto es lo que nos tendrían que haber enseñado y no estos días tristes en el hospital que sólo nos hacen llorar y nos parten el corazón.😠😠
    Tu nos traeros un poco de LUZ a nuestros corazones apagados.😉😘
    Porque cuesta tanto la normalidad, porque la gente no acepta las diferencias, porque las envidias están tan presentes. Con lo difícil que es vivir como uno quiere, encima hay gente que te lo pone más difícil. Cuando aprenderán que no por joder la felicidad de los demás su vida será mejor.
    Algún día el mundo será mejor. Mientras tanto te tendremos a ti 😘😘

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  2. Precioso adriana lo prefiero así mil veces a lo que nos están poniendo en la tele por fa haber si puedes crear un final digno y hermoso como ellas con boda inclusive si puede ser aunque con tu imaginación no dudo que nos lo daras

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  3. Hace pocos meses que sigo la 6H, me enganchó la historia de Celia y Aurora y me enganchastéis vosotras por la redes, en especial tú con tus vídeo y tus grandes paralelos. Gracias por tus relatos y comentario.Aunque la historia en la serie acabe intentaré seguir tus pasos.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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