Madrid, el vagón del metro lleno y yo que me he andado viva,
observo desde mi asiento a quienes me acompañan en un viaje que va en la misma
dirección pero que lleva destinos diferentes. Si no físicos, mentales, porque
miro y me miran, o no y de las veinte personas que puedo contar seguro que
ninguna está pensando lo mismo.
Las paradas van pasando y el vagón comienza a vaciarse,
despacio, como el aire que se ha quedado en mis pulmones al salir de ver “Todo
el tiempo del mundo”, porque es una obra que te deja así, como con mucho aire
contenido dentro que necesitas soltar poco a poco para asegurarte de lo que has
vivido, no lo vas a olvidar. Como decía, el vagón se vacía y a tres paradas de
la mía apenas quedamos seis o siete personas. Me centro en una, podría haber
elegido a cualquiera, pero la anciana que se sienta frente a mí, a la derecha,
llama mi atención de manera especial. Le calculo unos ochenta años, aunque
teniendo en cuenta que Madrid es una ciudad agotadora, quizá tenga alguno menos.
Me pregunto de donde vendrá y concluyo que ni lo sé ni me importa, porque sus
ojos cansados hacen que desee qué, vaya donde vaya, llegue ya.
Iba a decir que he sentido lástima, pero es mentira, esa no
es la palabra adecuada para describir el sentimiento y si algo he aprendido
esta noche, es que las palabras son muy importantes a pesar de que las cosas
sigan existiendo si no las utilizamos, así que diré, que me ha provocado una
ternura extraña. Extraña porque la miraba preguntándome cuantas cosas habrá
olvidado y cuantas habrá inventado para llenar esos vacíos con los que no
podemos vivir. Me preguntaba si ella también arrastraría un secreto y si
alguien se atreverá a preguntárselo antes de que sea demasiado tarde. Me
preguntaba cuántos fantasmas la visitarán, cuantos reconstruirán al final del
día su historia. Para ella, porque los fantasmas nunca se comparten, aunque den
el mismo miedo. La miraba y he sentido el dolor de sus huesudas manos cuando
con cariño las ha liberado de los guantes de cuero que las cubrían. Le he
mirado los zapatos, no he podido evitarlo. Iba cómoda. Me ha consolado. Estaba
a punto de preguntarme si ya le habría tocado nacer, cuando de pronto, como si
el mundo quisiera responder cualquiera de mis dudas, ha sacado su Samsung
Galaxy del bolso y se ha puesto a mirar los mensajes de WhatsApp. Ha sido
curioso, me ha descolocado, pero en ese momento he comprendido que; a lo largo
de la vida, todos nacemos más de una vez. A veces por nosotros mismos, otras
por los demás y otras porque el mundo nos obliga, porque no nos quedan más
narices, porque, aunque no sepamos donde va, no podemos bajarnos del autobús
que nos lleva.
Y os preguntaréis que tiene que ver una anciana y su móvil
con lo que venía a contaros que no es sino lo maravillosa e imprescindible que
me ha parecido la última obra en la que se ha adentrado Pablo Messiez. Pues
nada, o todo, porque quizás me dé demasiado respeto hablar del señor Flores
sabiendo que es su nieto quien le ha devuelto parte de la vida que los
silencios, el miedo o el tiempo le robaron. Me da respeto hablar de él y sin
embargo, lo imagino alabando el trabajo bien hecho asomado cuan espía que no
quiere ser descubierto al escaparate de esa zapatería en la que yo era el
espejo. Un espejo enorme lleno de más espejos que, como yo, estoy casi segura tampoco
sabían iban a serlo. Pero no corramos, al fin y al cabo, tenemos todo el tiempo
del mundo ¿no?
Lo bueno que tiene no vivir en Madrid, es que tengo que
viajar para regresar a casa y conducir siempre me ayuda a procesar lo vivido
y, en esta ocasión, viví tanto en tan poco tiempo que tenía mucho material que
pasar por el filtro. Lo malo es que se me mezclan los tiempos al escribir. Os
explico, lo anterior lo escribí al llegar al hotel siendo un presente que hoy
es pasado, y lo que leeréis a continuación, es un presente pasado pensado con
previsión de ser futuro.
El viernes tuve el placer de encontrarme la zapatería del
Señor Flores abierta, a punto de cerrar, pero abierta. Nené ordenando, preparándolo
todo para cerrar e irse a casa. No sé por qué, pero me dio la sensación de que
su cadera se movía al compás de la satisfacción que da saber quién eres, quien
fuiste y quien serás, aunque al final seas en lo que los demás recuerdan de ti,
sin ser. Flores, sencillamente parecía esperar terminarlo, pero siempre hay
cenicientas infelices que no saben cómo caminar por el suelo de los mortales y
necesitan despertar a cada paso los fantasmas de los demás para que los demás
no vean los suyos.
Cinco minutos de obra y ya me tenía ganada, me tuvo, me
tiene, me tendrá. Y no por el maravilloso decorado, ni por los actores que
formaban parte de él como si de verdad se hubieran dedicado a vestir los pies
de los demás toda la vida, a desvelar secretos. Tampoco lo hizo el texto, aún no le había dado
tiempo. Lo hizo un detalle, uno de tantos diría. Lo hizo un zapato, marrón, de
señora, porque la zapatería Flores, era para señoras, es, será. Mecido por las
manos expertas de un hombre que más adelante se mostraría sentimentalmente
inexperto, calzó el pie desnudo como si llevase esperándolo desde que la piel
sintió la horma y entonces recordé porque estaba sentada dentro de la
zapatería, porque Pablo Messiez, estaba detrás de ella. Detrás del número treinta
y siete que lo desencadena todo y del cuarenta y cuatro desubicado, de cada
detalle cuidado. De la hilera de zapatos de mujer a los que el hombre respeta con el corazón en la suela. Del charco que no trae vida porque vida solo hay una, en el que se refleja la posibilidad de un nuevo futuro que depende del presente hayas sido, o no, consciente del pasado.
La obra avanzaba. El desconcierto también. En Flores y en mí,
porque es una buena pregunta la que le hace a Nené haciéndosela a sí mismo: Si
algo me pasa a mí y nadie más lo ve, ¿ha pasado? Y es que en "Todo el Tiempo del
Mundo", el pasado, el presente y el futuro, coinciden al cierre de una zapatería
llena de tiempos en la que el tiempo es lo que menos importa porque lo que
importa son las palabras, que parecen nada pero lo son todo cuando no se dicen,
cuando no se dejan decir, cuando no se quieren escuchar porque no sabemos si
las vamos a poder asimilar. Pero hay algo curioso en todo esto. A mí, me pasa
algo curioso. Que quizá no exista porque solo me pasa a mí, o quizá sí porque
en un mundo lleno de personas no puedo ser la única que amando las palabras las
odia cuando no consigue ordenarlas para que digan lo que quiero que digan, lo
que quiero decir, lo que quiero que quede dicho. Y es que mi pluma se acobarda
ante la de Pablo, porque juega con ellas a su antojo, las coge, las mastica,
les da forma y las regala a bocas que, como el zapato que yo pensaba nada más
sería atrezo, se ajustan a ellas como si les pertenecieran.
Y ahora, que será vuestro ahora cuando leáis esto pero que
ya será mi antes siendo mi después, voy a ir cerrando, porque no quiero
aburriros, porque si hay algo que no sea la obra, es aburrida. Pero antes
quiero pedirle a María Morales que le diga a Nené que si algún día Flores deja
de besarla me llame, porque guardo los silencios incómodos en una ternura
infinita sin tiempo. Felicidades por la vida que le das a cada vestido que vistió,
que viste y que vestirá. A Mikele Urroz, Iñigo Rodríguez Claro, Rebeca
Hernando, Javier Lara, Carlota Gaviño y José Juan Rodríguez, los desconocidos
que ya no lo son, solo puedo agradecerles los minutos en los que me hicieron encontrar
de golpe todas las edades juntas, porque ahora, ayer, mañana, algo está más
claro. Así que me voy a gritar, a pararme en mi grito sabiendo que podré salir
de él porque ayer, regresando hoy a casa mientras escribo esto, me he dado
cuenta de que Venecia no es mi fantasma.
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