jueves, 20 de octubre de 2016

Vivan las novias


La leche hirviendo se desparramó por encima del fogón para sobresalto de Aurora que, aun a medio despertar, intentaba averiguar que estaba haciendo Celia de un lado a otro del salón. La maestra, al ver el desastre, se disculpó mientras intentaba recogerlo. Apenas había pegado ojo en toda la noche, otra vez, y como se había levantado muy temprano de la cama se le había ocurrido ir adelantando alguna cosa para el viaje y preparar un delicioso desayuno. El último del que podrían disfrutar tranquilas en aquel hogar antes de partir hacia Estrasburgo.

Se vistió y bajó a la calle a por leche fresca y pan para hacer unas tostadas. Bajaba tan despistada que no escuchó los murmullos de las vecinas que tras ella se reunían esperando su vuelta. Celia le había contado a Caridad que se iban a ir. No quería hacerlo porque no quería preocuparla, pero no le quedó más remedio cuando, desde el colegio, informaron a las familias que pronto habría un cambio de maestra. Entre todas las madres habían decidido comprarles un ramo de flores. Uno grande y bonito que, según le explicaron al entregárselo con los ojos llenos de lágrimas, simbolizaba la frescura que su presencia en Arganzuela había supuesto para todas y cada una de ellas.

—¿Has visto que ramo de flores más bonito nos han regalado? —preguntó Celia mientras volvía a poner el cazo al fuego.

—¿Y eso? —respondió Aurora con una sonrisa que lo iluminó todo.

Y es que, Aurora, aquella mañana se había levantado mucho más feliz de lo que cabía esperar.

—Han sido Caridad y el resto de madres del barrio. Dicen que nos van a echar mucho de menos. ¡Que a ver que van a hacer ahora sin sus ángeles de la guarda!

—Pobres… —dijo Aurora mirando el ramo con los ojos inundados en el cariño que les tenía a las vecinas —Lo cierto es que yo también las voy a echar de menos. Espero poder tener tiempo para agradecérselo y de despedirme de ellas. ¡Es precioso!

—¡Como tú!

La sonrisa pícara de Celia cuando respondió aquello llegó directa a la piel de Aurora que se erizó sin remedio. Sabía que lo que iban a hacer, que la decisión que habían tomado, marcaría el resto de sus vidas para siempre, pero no le importaba, no sabiendo que, estuvieran en el medio de la guerra que estuvieran, aquella sonrisa siempre la mantendría a salvo.

Corrieron y se persiguieron como niñas por el salón de la casa hasta que Celia decidió meterse en la habitación y pasar por encima de la cama para huir de su perseguidora que en ella la atrapó a carcajada limpia. Limpia como su alma.

—¡Cuánto hemos vivido en esta cama! —suspiró la enfermera tras el beso con el que firmaron la paz.

—¡Y lo que nos queda por vivir! —respondió Celia insinuante mientras miraba con lujuria el cuello de Aurora avisando así de que se perdería en él inmediatamente.

Los muelles del somier, como si comprendieran que estaba pasando sobre ellos, decidieron permanecer en silencio a pesar de que, en un abrazo, Aurora se giró dejando a Celia sobre ella, le encantaba hacer aquello. Pero, cuando estaba a punto de comenzar su andadura por el cuerpo de la maestra, ésta se levantó de un salto, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo en dirección a la cocina.

—¡La leche! —gritó como única explicación y Aurora, lejos de enfadarse, salió tras ella con la esperanza de que no hubiera vuelto a derramarse. Con la sonrisa en los labios de quien comprende el nerviosismo de la persona a quien se ama más allá de un simple revolcón y con la mirada perdida en unos ojos aliviados que la sonrieron anunciando que había llegado a tiempo.

—Creo que será mejor que sea yo quien se encargue de hacer las tostadas.

—Sí, creo que sí.

Mientras desayunaban, Celia volvió a explicarle a Aurora los detalles del viaje. Le habló del contacto que Carmen de Burgos le había recomendado al director del periódico y del lugar donde se alojarían la primera noche. De cómo podrían organizarse allí y, por si la enfermera no se había dado cuenta todavía, volvió a recalcarle que estaba muy nerviosa, que se moría de ganas por comenzar, pero que tenía la sensación de que iba a estallarle el corazón.

—Warte dass ich dir sage was ich dir sagen möchte. (Pues ya verás cuando te diga lo que quiero que decirte)

—¿Qué has dicho? —preguntó Celia extrañada sin comprender una sola palabra —Vas a tener que darme un curso acelerado de alemán.

—Ich werde es gerne machen, meine liebe (Será un placer hacerlo mi amor) —volvió a decir, esta vez sujetándole las manos y mirándole a los ojos —Aber ich hoffe dass du “ja” antwortest wenn ich dich frage ob du mich heiraten willst (Pero espero que me respondas que sí cuando te pregunte si quieres casarte conmigo)

Celia entrecerró los ojos intentado descifrar algo de lo que Aurora acababa de decirle. Por sus gestos intuyó que era algo bueno, algo cuanto menos, bonito. El Meine Liebe lo tenía controlado y, por él y su sonrisa enamorada, ató cabos. Aunque no los suficientes. Aurora también había pasado la noche en vela y, aunque no lo parecía, también estaba muy nerviosa. Tanto que a pesar de que acababa de decirlo, sintió dentro ese palpitar acelerado que nos encoje el estómago cuando sabemos que vamos a decir algo que puede dejar en evidencia nuestra cordura. Pero tenía que hacerlo. Tenía que pedirle, en un idioma que pudiera comprender, que se casara con ella.

Cuando estaba decidida a hacerlo, Celia se levantó de la mesa dejándola con la petición en la mano. Recogió los platos y sacudió sus manos antes de poner los brazos en jarras.

—¿Empezamos a hacer la maleta? —preguntó mirando hacía todos lados, como si estuviera pensando de qué manera podrían llevárselo todo.

Aurora asintió. Por una parte, agradeció la repentina interrupción. Por otra, la maldijo al sentir como las palabras que tenía preparadas se detenían en su garganta. Se levantó. La cogió por la cintura y tras un precioso beso cargado con una esperanza ante la cual Celia no pudo más que sonreír, se dirigió a la otra habitación a por la maleta.

–No sé qué estas tramando, pero me gusta verte así —gritó Celia dando un pequeño saltito cuando Aurora desapareció tras la puerta.

—¿Yo? —preguntó la enfermera al volver al salón haciéndose la sorprendida —No sé de qué estás hablando —añadió irónica.

La felicidad que se había apoderado del desayuno, de su antes y su después, pareció quedarse en el fondo de la maleta cuando Celia introdujo en ella el primer abrigo. No es que se pusiera triste, pero su mirada pareció apagarse ante la inminente realidad. Tenían que irse, lo sabía y lo deseaba, pero dejarlo todo atrás era demasiado para ella y dejar en el armario los otros dos abrigos, saber que no podría llevárselos, confirmar que tendría que renunciar a más cuando Aurora le recordó que tampoco podría llevarse sus libros, le sobrepasó por un instante y comenzó a dudar sobre si irse de España, sería suficiente.

Aurora intentó calmarla. Aliviar los perdones que se le iban escapando a cada paso. Respiró profundo, Celia necesitaba todo su apoyo, su comprensión. Ella estaba convencida de que juntas estarían a salvo y no dudó en hacérselo saber. La siguió hasta el salón al que había vuelto huyendo de sí misma y le aclaró que si había accedido a acompañarla hasta una guerra a la que no quería ir, era porque no concebía la vida sin ella.

Celia se estremeció al sentir en su cuello la caricia de Aurora y no pudo evitar emocionarse cuando al mirarla vio en su rostro la viva imagen del amor. Estaba sensible, la mezcla de emociones que, sin orden corrían de un lado a otro por su cabeza, la hacían especialmente vulnerable. Aurora, al escuchar aquello, supo que era el momento. Que si no lo hacía entonces ya no lo haría nunca y confiando en que la curiosidad de la maestra volviera la situación a su favor, anunció que tenía algo que pedirle. 

Sabes que me pidas lo que me pidas, te voy a decir que sí.

Cásate conmigo.

Celia se quedó en blanco un segundo al escuchar la petición, el tiempo justo para estallar en una carcajada enamorada que se llevó de golpe el caos y que le fue devuelta como el reflejo de una locura que le pareció maravillosa.

—¡Ojalá pudiéramos! ¿Te imaginas? —preguntó sin saber que Aurora sí se lo imaginaba.

Haber estado hablando de Carmen de Burgos, había hecho que la enfermera recordase la historia de Elisa y Marcela que Celia le había contado hacía tiempo. En Galicia, dos mujeres que como ellas se amaban, decidieron burlar las normas de una sociedad que jamás hubiera aceptado su amor. Para ello, una de ellas se hizo pasar por un hombre y aunque en su momento a Celia le pareció una hazaña digna de admirar y le sirvió para darse cuenta que era lo que de verdad sentía, jamás se le había pasado por la cabeza hacer lo mismo. Pero Aurora, Aurora estaba dispuesta a hacer lo que fuera y aunque la cordura de la futura corresponsal de guerra la devolvió a la realidad enseguida, necesitaba creer en lo imposible. Aunque lo imposible solo durase un instante. Un instante que, a Celia, no le importó hacer eterno.

Dejó que Aurora hablase, que le explicase sus planes, que se regocijase en la esperanza de que a ellas iba a salirles bien la jugada, que no tendrían que huir, que no acabarían en la cárcel. Celia sintió que lo necesitaba y dado que ambas opciones ya llevaban acechándoles un tiempo, sentir que, de ocurrir, ocurriría por amor, tampoco podía hacerle daño alguno así que dejó que siguiera fantaseando.

—¡Que lo tengo todo pensado! Que me voy a vestir de hombre, me voy a cortar el pelo como si fuera un hombre y voy a aprender a andar como un hombre.

Celia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Ni siquiera la propia Aurora parecía creerse sus palabras, aunque sonasen convencidas. Se miraban y se reían de sí mismas. De a donde habían llegado, de la felicidad idílica que se escapaba de sus ojos. La enfermera no pudo evitar imaginarse con el pecho vendado para disimular lo que “le sobraba” y quién sabe si por su cabeza no pasaron unos calcetines metidos en la entrepierna para simular lo que “le faltaba”.

Sabía de sobra que no llegaría a hacerlo. Ella no era un hombre y no pretendía serlo, pero si necesitaba sentirse valiente, ¡se iban a ir a la guerra! Y pensar que con un simple disfraz podrían cumplir un sueño, acababa de devolverle la fortaleza de la mujer que fue, esa que Celia reconoció de inmediato aunque insistiera en su locura. Una locura que, no podía engañarse, le estaba alegrando la mañana, el corazón y que quizá, si no supusiera la coronación de su montaña de problemas, dejaría que le alegrase el resto de su vida sin tanta coherencia. Pero Aurora se había envalentonado y dispuesta a llegar hasta el final hizo como que se enojaba cuando Celia insinuó que la guerra ya era lo suficientemente peligrosa por cuenta propia como para añadirle esa farsa.

—¡Oye! Nuestro amor no es una farsa.

Celia sabía que su amor no era una farsa. Habían pasado demasiadas cosas como para tener la mínima duda acerca de ello, pero ya estaba más que escarmentada con eso de tentar a la suerte y, aunque Aurora también tenía aprendida la lección, estaba cansada de temerle al azar. De temer a Marina, al tío de Celia, a la cárcel, al garrote, a la guerra… Estaba cansada de temer que cualquier movimiento, comentario o gesto pudiera delatarlas. Tan cansada que aquella mañana se había levantado con la necesidad de dejar que el ansia por vencer en algo le dominase la razón. Estaba segura de que, con ella vencida, podría enfrentarse a todo cuanto quisiera que les esperaba en Alemania. Y, como en ese momento, era Celia quien ejercía ese cargo decidió que sí, que se tiraría al río, de cabeza y con el alma desnuda porque, aquella mujer que seguía sonriéndole al amor de una loca que había perdido la cabeza, era la mujer de su vida y ella estaba dispuesta a ser su esposa, su esposo o lo que fuera que tendría que ser para asegurarse de que, pasase lo que pasase, siempre serían un solo corazón.

La maestra quiso decir algo, no sabía bien el qué, pero tampoco importó demasiado porque Aurora levantó las manos para frenar cualquier palabra que pudiera seguir ensalzando a una cordura que, por mucha razón que pudiera tener, no necesitaba.

Miró a los lados buscando algo con lo que poder hacer oficial la pedida. Todo aquello lo había pensado por la noche y aunque le hubiera gustado tener una alianza de verdad, no le había dado tiempo. Al girarse, vio el ramo de flores y pensó que nada podía representar mejor lo que eran la una para la otra que una de las hierbas que colgaban de él. Al fin y al cabo, la lucha por la casa de socorro, aunque dura, les había dado un sinfín de alegrías y conociendo a las vecinas no tuvo la menor duda de que la carga de amor que llevaba consigo era de sobra adecuada para interpretar el papel.

Con cariño la enroscó sobre sus dedos lo mejor que pudo. Sus manos temblaban al ritmo que le marcaba el corazón desbocado y estaba segura de que hacer una lazada con ella sería imposible. Clavó su mirada en los ojos brillantes de Celia. Todo cuanto había dicho hasta el momento pasó a un segundo plano del que se olvidó en cuanto Aurora levantó su mano y puso ante su dedo anular el improvisado anillo que, ni era lujoso, ni tenía un diamante pero que, en aquel momento, le pareció la joya más preciada del universo.

—Celia Silva. ¿Quieres casarte conmigo?

Aquella pregunta lo llenó todo y el sí que Celia respondió sin dudar hizo que la maleta que descansaba sobre la cama se sintiera un trasto inútil. Lo que acababa de ocurrir frente a ella le demostró que nada de lo que pudiera trasportar en su interior sería nunca tan importante como lo que sus portadoras llevarían fuera.

La emoción que sintió Aurora ante la respuesta fue indescriptible. Casi tan indescriptible como la que sintió Celia al responder. Ahora las locas eran las dos. En sus rostros apanfilados casi podían verse dibujados los reflejos dorados de algún imponente retablo tras el altar de alguna iglesia a la que sabían nunca llegarían, pero a la que tampoco aspiraban pues, al fundirse en el beso que selló el compromiso sus pensamientos coincidieron. Ambas se vieron en casa Silva. Aurora al final de las escaleras, como cuando regresó por primera vez, aunque en su rostro no había ni un ápice de tristeza, ni en sus palabras el más mínimo reproche sino todo lo contrario. Con un vestido blanco, de cuello de barco y encaje, sonreía inquieta y contenía las lágrimas mientras Celia, ataviada con otro vestido parecido al suyo, descendía por ellas con esa pureza que arrastra consigo la nieve recién caída. En el salón, Adela, Blanca, Francisca y Elisa esperaban sentadas a la derecha de un atril improvisado tras el que esperaba Diana. Ninguna de las dos podía creerse que aquello estuviera sucediendo. Se miraron, sonrieron y enhebraron sus brazos en los brazos de Rosalía y de Salvador que las esperaban en la puerta para acompañarlas hasta allí a través de un camino de pétalos de rosas y plumas blancas que se deslizaban por el suelo como la bruma de un sueño. Un aplauso prudente inundó el salón para sorpresa de ambas. La estancia, mucho más grande de lo que recordaban, estaba llena de miradas de esperanza que se encendieron al verlas aparecer. Las mujeres que llevaban meses apostando por ellas no podían perderse ese momento y Diana se había encargado de llamarlas a todas, una por una. A las que vivían en Madrid y a las que no. Incluso se aseguró de que las mujeres que vivían fuera de España pudieran asistir. Allí había cientos de nacionalidades, de tonos de piel, de colores de cabello y de estilos, porque todas eran libres. Todas podían ser quien querían ser. Había quienes lloraban a mares apoyadas en el hombro de quien se sentaba a su lado y quienes sonreían tanto que parecía faltarles rostro. Las reconocieron de inmediato, a todas y cada una de ellas y con un asentimiento de cabeza cargado de ternura, agradecieron su presencia, el valor que en los momentos de flaqueza les habían insuflado, las alegrías compartidas y las penas consoladas.

Y es que, Celia y Aurora eran para ellas mucho más de lo que ninguna de las dos pensaba. Lo mismo que ellas eran para esa maestra y esa enfermera que, cambiando las reglas del mundo, avanzaban hacia el “sí quiero” con la banda sonora de su vida marcando el caminar.

Eran la compañía de cuando se sentían solas. El amor que no llega, el que se ha ido, el que vendrá. El valor, el miedo, la esperanza y la alegría. La dulce locura que, día tras día, les demostraba que todo es posible aun cuando nada lo parece.

Adriana Marquina

2 comentarios:

  1. Adriana te a quedado precioso incluso mejor que la escena hasta me imaginado yo misma en casa silva de verdad que te has superado a ti misma adoro lo que haces con esa imaginación y tu pluma creas magia con Celia y Aurora

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  2. Precioso Adriana, sabes como llegar a nuestros corazoncitos y expresar nuestros sentimientos. Esta locura Aurelier nos hace fuertes y nos da esperanza de que algún día ..... Todo cambiará. Gracias. 👏👏😉😘

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