domingo, 9 de octubre de 2016

Repitiendo con La Estupidez y El Jurado

En cuestión de quince días he repetido, sí repetido, con dos obras de teatro maravillosas. No es que esté loca. Tampoco que me sobre el dinero, es simplemente que dos de los integrantes de ambas obras se han hecho adorar y ver su trabajo de nuevo siempre es un placer. Con esto, por supuesto, no quiero menospreciar el trabajo del resto de actores que, sinceramente, si la primera vez me sorprendieron, la segunda en ambos casos, me dejaron sin palabras. Y, además, hay que ir al teatro ¡Coño! 

El día 23 de septiembre le tocó a La Estupidez. Fue en el teatro Apolo de Miranda de Ebro. Un teatro pequeñito pero muy acogedor. En su día ya hice una crítica de esta obra, podéis leerla aquí:  Crítica La Estupidez , pero Matadero Madrid es una cosa y un teatro en sí mismo, es otra. ¿La diferencia? La altura del escenario. Algo que en principio no parece gran cosa, pero que sí lo es. Segunda fila a la derecha del escenario, en Matadero fue segunda también, pero a la izquierda. En Matadero escenario a ras de suelo, en el Apolo escenario alto. Mentiría si dijese que en el segundo caso quizá hubiera estado mejor en quinta, cosas de perspectiva, pero eso ya, es cosa mía. Pero a lo que vamos, que lo importante, es la obra. La primera vez, como habéis podido comprobar, salí encantada. Los cinco actores, Toni Acosta, Ainhoa Santamaría, Fran Perea, Javier Márquez y Javi Coll, interpretan los veinticuatro papeles con una maestría admirable pero la segunda, la segunda salí alucinada. ¿El motivo? Cuando ves una obra (también me pasa con las películas), por segunda vez, te fijas en “los detalles”, esos que se te escapan cuando no sabes lo que va a ocurrir y de los que te enamoras cuando ya te los esperas. Detalles que le dan sentido a lo que no lo tenía, en este caso, a la estupidez de cada personaje que puedo aseguraros es mucha.

La estupidez te lleva inevitablemente a preguntarte cuantas veces somos estúpidos en nuestra vida. Cuantas veces nos rodeamos de gente estúpida que nos hace hacer estupideces. Cuantas veces somos nosotros los que “obligamos” a que los demás las hagan o lo sean porque, desgraciadamente o no, la estupidez está en el aire y en esta obra va perfumada con aroma de talento. De un talento que cala, que embauca, que desconcierta y que acierta porque el trabajo que lleva detrás, el que se ve delante y el que no se ve, da de lleno en las tres horas que dura la obra. Tres horas que recomiendo de nuevo a quienes aún no hayan reservado habitación y que aseguro cambiarán la imagen de motel cochambroso por hotel de cinco estrellas a quienes, como yo, decidan volver a pernoctar bajo la cama del cuadro cambiante.


La otra obra de la que hablo es, ni más ni menos, que El Jurado. ¿La diferencia? La misma, aunque en este caso en vez de en segunda fila, hablo de primera. De Matadero, al teatro Carrión de Valladolid. Como en el caso anterior, en su momento también opiné de ella:  Impresiones El Jurado , pero al contrario de lo que he sentido al releer lo que escribí sobre La Estupidez, creo que, quizá por miedo a desvelar demasiado, en su caso, me quedé corta.

Cuando se abrió el telón y vi la altura a la que se encontraba la mesa en la que sabía tenían que sentarse los miembros del jurado que, a pesar del calor, volverían a encontrarse ante la duda del culpable o no culpable, que no es lo mismo que inocente aunque pueda parecerlo, pensé que desde donde estaba no iba a ver ni la mitad de dicha mesa, pero admito que me equivocaba y aplaudo encarecidamente la adaptación a dicho escenario, la coordinación de movimientos y, de nuevo, el valor moral de todo cuanto representa cada giro.

Como decía antes, ver por segunda vez una obra, te permite fijarte en los detalles y, El Jurado, está lleno de ellos. Todos admirables, todos importantes, todos tratados con un mimo y un talento que te hace torcer la sonrisa en un “ahora lo entiendo todo” que consiguió que la obra, fuera una obra completamente diferente siendo exactamente la misma.

La primera vez, el jurado número dos, interpretado por Isabel Ordaz con un cariño que constantemente hace que quieras llamar a tu madre para disculparte por las veces que hayas podido “hacerle daño”, me dejó una sensación de cordura y honestidad que valoré con la cabeza. Ayer, esa mujer que se mantiene estable a pesar de su dolor de rodillas, me atravesó el corazón. Ayer comprendí el pasotismo fingido del jurado número seis (Usun Yoon). Sin duda hay veces que es mejor desconectar de un mundo que te prejuzga y que piensa que no tienes nada que decir solo porque hay quienes creen que, sobre “ti”, ya está todo dicho. De la mano de Eduardo Velasco y de Josean Bengoetxea descubrí que, dependiendo de lo que la vida te haya dado o quitado, de la capacidad que tengas para explicarte o de lo que creas en ti mismo, puedes ser respetado de una forma o de otra. Hablo de que si la vida fuera justa, tanto el uno como el otro podrían ser, bajo mi punto de vista, el jurado, presidente y portavoz número uno o el número nueve. Víctor Clavijo, jurado número siete y su joven y elitista empresario, chocan de frente con Canco Rodríguez y el partido de fútbol del que termina olvidándose el jurado número tres al considerar el primero que su capacidad para impartir justicia no debería equipararse a la de su, digamos básico, compañero. Ambos, seres en apariencia amorales que, sin embargo, no lo son. El nerviosismo de Cuca Escribano, jurado número ocho, y su motivo, el cual me reservo, me mantuvo atenta a unos movimientos que nadie, excepto Ordaz parecen comprender. Unos movimientos a los que la primera vez no di la importancia necesaria y que ahora, poniéndome en su lugar, no creo que yo hubiera soportado. Luz Valdenebro, jurado número cuatro, se pasa la obra defendiendo dos cosas, sus ideales y su condición de mujer que, como a muchas nos pasa, parecen no poder ir unidos y que sin embargo ella fusiona de una forma admirable enmudeciendo y aleccionando al “patriarcado” antes de que la realidad, por muy desinteresada que esta sea, la enmudezca a ella. Finalmente, Pepón Nieto, jurado número cinco. De él, de su papel, de su personaje, de ese hombre “conciencia” que si duerme por las noches es por el calor que le otorga la cartera, no puedo deciros más que estéis atentos, a sus miradas, a sus sonrisas fingidas, a sus comentarios nada casuales, a sus giros contrarios y a sus silencios que, no son muchos, pero que consiguen más que cualquier frase.

Dicho todo esto, que de nuevo creo que quizá es más de lo que debería haber dicho y recomendando de nuevo y efusivamente ambas obras, solo me queda lamentarme. ¿Por qué? Porque a pesar de que pueda parecer una locura, repetiría de nuevo con esta última solo por poder ver integrado en ella a uno de los protagonistas de la primera, a Fran Perea que, por los motivos que sea, va a sustituir en tres funciones a Pepón y a su jurado número cinco, pero me es imposible cuadrar trabajo y fechas. Y me lamento porque estoy segura de que lo va a bordar, de que, sin menospreciar ni mucho menos el trabajo de Pepón, le va a dar otro aire a la obra, otro talante, otra voz. ¡Y menuda voz! Pero en esta vida no se puede tener todo y en esta ocasión, me toca a mí quedarme sin ver, sobre el mismo escenario, a dos personas maravillosas, de talento más que admirable, de enorme y noble corazón que se merecen todo lo bueno que la vida pueda depararles como son Luz Valdenebro y Fran Perea.

Adriana Marquina

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