domingo, 2 de octubre de 2016

Domingo de Tormenta


El domingo amaneció oscuro. Cuando Aurora bajó a la calle a por el pan y la leche para el desayuno, se dio cuenta de que la amenaza de una gran tormenta era inminente. El sol agonizaba tras las nubes grises que cubrían el cielo. Las mujeres del barrio murmuraban entre sí. Se lamentaban de lo que venía. La mayoría de las casas se inundaban cuando llovía. Muchos tejados acusaban goteras y los suelos se convertían en barrizales. En un chamizo situado al otro lado de la calle, un hombre repartía cubos, barreños y un sinfín de objetos que mínimamente pudieran contener el agua. Aurora había olvidado lo que significaba en aquel lugar una tormenta. Había olvidado, incluso, lo que le gustaba el petricor que comenzaba a invadirlo todo. Nada era más característico de una tormenta que aquel aroma y aunque estuvo tentada, subió a casa antes de que el agua que se veía venir a lo lejos, la empapase entera.

Celia seguía durmiendo. El artículo que estaba escribiendo sobre Marina la había tenido en vilo toda la noche del viernes y casi todo el sábado. La enfermera sabía que tenía que descansar, todo aquel asunto la tenía agotada, moral y físicamente. Su mirada había cambiado en las últimas semanas. La vida que solía iluminarle el rostro se apagaba en los intentos que la maestra hacía por sonreír. Intentos vanos, aunque, aquel domingo, iba a ser diferente.

—¡Como me gusta el olor a café recién hecho!

El sonido de la voz de Celia pilló a Aurora desprevenida. Estaba tan entretenida preparando el desayuno que no escuchó el chirriar del somier. La maestra la miró divertida, había salido a hurtadillas a propósito. Adoraba las diversas reacciones que tienen las personas cuando se asustan y, la de aquella mujer que se afanaba en la cocina, siempre era encantadora.

—Lo siento cariño —dijo acercándose a ella para darle un tierno beso de buenos días —, no pretendía asustarte —mintió.

—¿Has dormido bien? —preguntó la enfermera dándole una palmadita en el trasero a sabiendas de que el susto no había sido casual.

—Sí, la verdad es que sí. Me costó dormirme, no voy a negarlo, pero he tenido un sueño de lo más reparador. ¿Por qué no has abierto la ventana? —preguntó al ver que seguía cerrada a cal y canto.

—No quería que entrase la luz de la calle para no despertarte, aunque casi está más oscuro fuera. Va a llover, pero no me cambies de tema, ¿vas a contarme el sueño?

Celia asintió con la cabeza antes de coger del fuego la cafetera. Aurora, que estaba colocando sobre la mesa las tazas, la leche y el par de tostadas con aceite que había preparado, no la vio y volvió a preguntar.

—¡Claro! Aunque no sé si es un relato apropiado para el desayuno.

—Ha sido un sueño…

—¡Sí! Ha sido un sueño….

Las miradas pícaras de ambas se cruzaron de un lado a otro de la mesa. Aurora azucaró el café y lo removió despacio. Fuera el cielo seguía ennegrecido, pero, al contrario de lo que esperaba, dentro, parecía brillar el sol.

—He soñado que celebrábamos nuestro aniversario de una forma… un tanto peculiar —comenzó a decir Celia cuando tragó el primer mordisco de tostada.

—¿Peculiar? —preguntó Aurora intrigada.

—Sí. Debo decirte que, en mis sueños, tu imaginación para ciertas cosas suele ser muy loable.

—¿Acaso insinúas que no lo es cuando estas despierta?

Aurora, que amaba aquella mujer con todo su ser a pesar de que últimamente estaba más fría de lo normal, recordó inevitablemente que, dos días antes, cuando ella le hizo entrega de la cajita con sus mechones de cabello, Celia tuvo que irse a trabajar y que, probablemente por descuido —se negaba a creer que hubiera sido por otra cosa —, ni siquiera le había dado un beso.

—¡No! —exclamó ante la repentina tristeza en la mirada de la enfermera que incluso había dejado la tostada en el plato —No cariño, no digas eso. Me encantó tu regalo y me siento muy culpable de haberme marchado de aquella manera —Celia parecía haber adivinado el pensamiento de Aurora —. Me refería a que en mis sueños puedes llevar a cabo muchas locuras que, aunque quisiéramos, no podríamos hacer despiertas. Eres la mujer más romántica que conozco —el gesto de la enfermera volvió a suavizarse —. Eres… la amante perfecta.

—¿Tan bien te lo has pasado en ese sueño tuyo?

—Tan bien, nos, lo hemos pasado —corrigió.

Celia le contó a Aurora el sueño mientras terminaban de desayunar y lo recogían todo; La mesa que había adornado con velas para la cena… El landó con el que Fermín fue a recogerlas a la puerta de la corrala… La parada que hicieron en el banco del parque, en su banco y la posterior visita al Excélsior.

—¡Incluso nos hacíamos el mismo regalo! Un collar con forma de corazón con nuestras iniciales grabadas, aunque, si te soy sincera, me gusta mucho más el detalle del guardapelo —aclaró abrazándose a ella por la espalda —¡Por cierto! ¿Cuándo me cortaste el mechón? —preguntó apretando ligeramente el costillar de Aurora que no pudo evitar retorcerse ante la amenaza de las cosquillas.

—El otro día, mientras te peinaba… —respondió un poquito avergonzada apoyándose sobre la mesa que hacía las veces de encimera —Pero me aseguré de que no se notase.

—Tranquila, sé que eres una mujer muy cuidadosa.

El beso con el que Celia terminó aquella frase, apasionado como un perdón que se ruega, pilló a Aurora completamente desprevenida. Un cosquilleo recorrió su entrepierna al sentir la húmeda lengua de la maestra sobre sus labios y, en un arrebato que tiró por tierra la afirmación sobre su cautela, la levantó por los aires en un giro rápido que la dejó sentada sobre la encimera. La cara de sorpresa fue notable, igual que lo fue la apertura de piernas con la que aceptó aquel movimiento. Aurora se deshizo de un manotazo de todo cuanto podía molestarles, afortunadamente, no había nada que pudiera romperse. Celia la miró con deseo, no sabía muy bien por qué, pero la falta de cordura le recorría el pecho erizado. La excitación de ambas comenzó a invadirlo todo. Llevaban semanas sin intimidad, sin sexo, por una cosa o por otra no habían tenido un momento para recrearse en ellas mismas y, aquel domingo en el que la lluvia mantenía al mundo atrincherado en sus casas, era perfecto para ello.

Celia desabrochó con ansiedad la camisa de Aurora. Sus cuadros cayeron al suelo junto a la fruta que había terminado de rodar. Al segundo, cayó sobre ella el sostén que cubría sus pechos. La lengua de la enfermera se perdió por el cuello de la Silva, bajó por sus hombros y se detuvo al encontrarse con la tela del camisón que ya se había despertado. Deshizo la lazada del cuello, los botones se abrieron solos, todo cuanto les rodeaba parecía estar a su favor. La tela resbaló por los brazos de Celia, descubriendo sus clavículas, punzantes como cuchillos. No le costó demasiado sacar los brazos, a Aurora tampoco le costó nada complementar el desayuno con la piel suave de sus pechos. Se deleitó en los pezones de la maestra que endurecidos recibían cada nuevo beso con ansia. Las manos de la enfermera comenzaron a recorrer las piernas que la abrazaban. Despacio recorrieron cada centímetro, con suavidad sujetó la costura de las bragas de las que se deshizo sin problema. Celia dio un pequeño saltito para acercarse más a ella, para atrapar con sus muslos la cadera que intentaba entregarse sin éxito. La mesa lo impedía. Aprovechando la inercia de la altura y que el camisón le permitía introducir las manos desde arriba, Aurora sujetó los glúteos de Celia para bajarla de allí.

—Te vas a hacer daño —susurró Celia al ver que Aurora comenzaba a andar con ella en brazos.

—Nada puede hacerme daño cuando te tengo desnuda.

—Nos sobra demasiada ropa.

Ante aquella verdad, la enfermera dejó a Celia en el suelo. El camisón de esta se deslizó hasta el suelo. Con un movimiento delicado sacó las piernas de él. Al hacerlo, obligó a Aurora a retroceder un paso. Quedó casi sentada sobre la mesa del salón, cosa que Celia aprovecho para terminar de tumbarla sobre ella. Besando su pecho desabrochó el cinturón que mantenía la falda en su lugar. Al tiempo que bajaba la tela, recorría su vientre con besos lascivos. Igual que había pasado con el camisón, la falda y las bragas de Aurora se deslizaron por sus piernas hasta el suelo. Celia no pudo evitar levantar la cabeza, deleitarse ante la imagen que tenía delante, con el compás que marcaba la respiración agitada de la enfermera que, sin poder evitarlo, mordió el envés de su dedo índice al sentir como la lengua de la Silva se perdía entre su vello púbico. Levantó las piernas, las posó con cuidado sobre los hombros de la mujer que acaba de desaparecer dentro de ella. Ahogó un gemido y retuvo el latigazo que le recorrió la espalda. Las manos de la maestra se aferraron a su cintura para controlar el movimiento de aquel cuerpo que se retorcía de placer. Cuando estaba a punto de deshacerse, sintió como Celia se detenía. Abrió los ojos, miró hacia abajo y sonrió ante la maldad que se dibujaba en la mirada de la mujer que le tendió las manos para que pudiera levantarse.

—Escucha… —le susurró al oído después de morderle el lóbulo de la oreja.

—No oigo nada —respondió Aurora aún con la respiración acelerada.

—La cama nos reclama. Dice que nos echa de menos.

Como la niña traviesa que era, Celia salió corriendo en dirección a la habitación. Aurora la miro divertida y le siguió el juego corriendo tras ellas como corre un gato detrás de un ratón. Cuando atravesó la cortina, la maestra ya estaba tumbada sobre la cama. Boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada y las piernas abiertas con una sutileza que a Aurora le pareció encantadora. Aquella mujer era preciosa. Se quedó mirándola un segundo, recorriendo con la mirada su cuerpo, saboreando la piel que la esperaba como los perros de Paulov saboreaban la carne al escuchar la campana. Despacio se acercó hasta ella. Con cuidado de no hacerla daño apoyó las rodillas en la cama, una a cada lado de sus piernas. Apoyó las manos, se sintió un poco ridícula estando a cuatro patas sobre ella, pero le dio igual. Besó el muslo derecho mientras acariciaba el izquierdo y le dio un sutil mordisco en el glúteo antes de recorrer una a una las vértebras que dividían su espalda en dos. Cuando llegó al cuello no tuvo más remedio que tumbarse sobre ella, ligeramente recostada hacía la izquierda para no ahogarla, para que ella también pudiera moverse.

—Eres preciosa —le susurró al oído.

La cadera de Celia se elevó unos centímetros, los suficientes para que la mano de Aurora que descendía por el costado pudiera colarse bajo ella.

—Hazme el amor Meine Liebe…

Aquellas palabras calentaron la habitación de tal manera que una gota de sudor resbaló por el cuello de Aurora y le recorrió el pecho provocándole un escalofrío que le hizo apretar los dientes contra la espalda de Celia que se retorció de placer al sentir el filo sobre su sensible piel. La mano derecha de Aurora se perdió entre las piernas entregadas de Celia. Sus dedos se tensaron al sentir la humedad que escondía entre los labios. Un sonoro trueno que retumbó contra las paredes del patio marcó el inicio de la melodía que desde ese momento se apoderó de la habitación. Gemidos, respiraciones entrecortadas, palabras ininteligibles y el golpeteo de lo que estaban seguras era granizo contra la madera de la ventana. Aurora, ayudada por unas cuantas caricias, consiguió que Celia se girase boca arriba después de que esta sujetase su mano tras el último gemido, ese que hizo que mordiera la almohada sin piedad. La enfermera conocía bien el cuerpo de su amante y sabía que, dentro de él, aún quedaba amor que entregar. Con cuidado volvió a colocarse encima. Se sentó a horcajadas haciendo que ambos pubis coincidieran. Despacio comenzó a contonearse ayudada por la cadera de la maestra que, aunque se creía rendida, no pudo evitar volver a entregarse cuando, entre los brazos extendidos de Aurora que apoyaba las manos sobre ella, vio sus pechos atrapados.  

El granizo siguió golpeando la ventana durante horas. Los gemidos siguieron rebotando contra las paredes de aquella habitación en la que el calor aumentaba por segundos. Las gotas de sudor recorrieron la espalda de Aurora una y otra vez mientras que las de Celia brillaban sobre su cuello como un collar de diamantes.

La tormenta arrasó con todo aquel domingo en Arganzuela. Con todo menos con el amor que se atrinchero en aquella casa y que las mantuvo hasta la noche atrapadas en sus cuerpos desnudos.

Aprovecharon la tormenta para recuperar el tiempo perdido, el amor malgastado, los besos olvidados, las sonrisas apagadas, las caricias retenidas…

Aprovecharon la tormenta para bailar sin música, para comer sin hambre, para beber sin sed…

Aprovecharon aquel domingo para ser la amazona que, alternativamente, hacía a la otra rozar el mismísimo cielo encapotado...

Adriana Marquina

5 comentarios:

  1. Precioso Adriana, cada vez tengo más claro que contigo de guionista y un cambio de horario la historia de nuestras chicas ganaría mucho y sería mejor. Gracias por darnos lo que ellos no quieren....Realidad. 😉😃👏👏👏👏

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  3. Adriana, cada vez que nos regalas tus Paralelos, quedo más prensada de ellos. Gracias por la descripción tan real y hermosa que haces del amor que se tienen nuestras chicas. Ojalá pudiéramos verlo en la pantalla, aunque me gusta más leerlo, ;D

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