El domingo amaneció oscuro. Cuando Aurora bajó a la calle a
por el pan y la leche para el desayuno, se dio cuenta de que la amenaza de una
gran tormenta era inminente. El sol agonizaba tras las nubes grises que cubrían
el cielo. Las mujeres del barrio murmuraban entre sí. Se lamentaban de lo que
venía. La mayoría de las casas se inundaban cuando llovía. Muchos tejados
acusaban goteras y los suelos se convertían en barrizales. En un chamizo
situado al otro lado de la calle, un hombre repartía cubos, barreños y un
sinfín de objetos que mínimamente pudieran contener el agua. Aurora había
olvidado lo que significaba en aquel lugar una tormenta. Había olvidado,
incluso, lo que le gustaba el petricor que comenzaba a invadirlo todo. Nada era
más característico de una tormenta que aquel aroma y aunque estuvo tentada,
subió a casa antes de que el agua que se veía venir a lo lejos, la empapase
entera.
Celia seguía durmiendo. El artículo que estaba escribiendo
sobre Marina la había tenido en vilo toda la noche del viernes y casi todo el
sábado. La enfermera sabía que tenía que descansar, todo aquel asunto la tenía
agotada, moral y físicamente. Su mirada había cambiado en las últimas semanas.
La vida que solía iluminarle el rostro se apagaba en los intentos que la
maestra hacía por sonreír. Intentos vanos, aunque, aquel domingo, iba a ser
diferente.
—¡Como me gusta el olor a café recién hecho!
El sonido de la voz de Celia pilló a Aurora desprevenida.
Estaba tan entretenida preparando el desayuno que no escuchó el chirriar del
somier. La maestra la miró divertida, había salido a hurtadillas a propósito.
Adoraba las diversas reacciones que tienen las personas cuando se asustan y, la
de aquella mujer que se afanaba en la cocina, siempre era encantadora.
—Lo siento cariño —dijo acercándose a ella para darle un
tierno beso de buenos días —, no pretendía asustarte —mintió.
—¿Has dormido bien? —preguntó la enfermera dándole una
palmadita en el trasero a sabiendas de que el susto no había sido casual.
—Sí, la verdad es que sí. Me costó dormirme, no voy a
negarlo, pero he tenido un sueño de lo más reparador. ¿Por qué no has abierto
la ventana? —preguntó al ver que seguía cerrada a cal y canto.
—No quería que entrase la luz de la calle para no despertarte,
aunque casi está más oscuro fuera. Va a llover, pero no me cambies de tema,
¿vas a contarme el sueño?
Celia asintió con la cabeza antes de coger del fuego la
cafetera. Aurora, que estaba colocando sobre la mesa las tazas, la leche y el
par de tostadas con aceite que había preparado, no la vio y volvió a preguntar.
—¡Claro! Aunque no sé si es un relato apropiado para el
desayuno.
—Ha sido un sueño…
—¡Sí! Ha sido un sueño….
Las miradas pícaras de ambas se cruzaron de un lado a otro
de la mesa. Aurora azucaró el café y lo removió despacio. Fuera el cielo seguía
ennegrecido, pero, al contrario de lo que esperaba, dentro, parecía brillar el
sol.
—He soñado que celebrábamos nuestro aniversario de una forma…
un tanto peculiar —comenzó a decir Celia cuando tragó el primer mordisco de
tostada.
—¿Peculiar? —preguntó Aurora intrigada.
—Sí. Debo decirte que, en mis sueños, tu imaginación para
ciertas cosas suele ser muy loable.
—¿Acaso insinúas que no lo es cuando estas despierta?
Aurora, que amaba aquella mujer con todo su ser a pesar de
que últimamente estaba más fría de lo normal, recordó inevitablemente que, dos
días antes, cuando ella le hizo entrega de la cajita con sus mechones de
cabello, Celia tuvo que irse a trabajar y que, probablemente por descuido —se
negaba a creer que hubiera sido por otra cosa —, ni siquiera le había dado un
beso.
—¡No! —exclamó ante la repentina tristeza en la mirada de la
enfermera que incluso había dejado la tostada en el plato —No cariño, no digas
eso. Me encantó tu regalo y me siento muy culpable de haberme marchado de
aquella manera —Celia parecía haber adivinado el pensamiento de Aurora —. Me
refería a que en mis sueños puedes llevar a cabo muchas locuras que, aunque quisiéramos,
no podríamos hacer despiertas. Eres la mujer más romántica que conozco —el
gesto de la enfermera volvió a suavizarse —. Eres… la amante perfecta.
—¿Tan bien te lo has pasado en ese sueño tuyo?
—Tan bien, nos, lo hemos pasado —corrigió.
Celia le contó a Aurora el sueño mientras terminaban de
desayunar y lo recogían todo; La mesa que había adornado con velas para la cena…
El landó con el que Fermín fue a recogerlas a la puerta de la corrala… La
parada que hicieron en el banco del parque, en su banco y la posterior visita
al Excélsior.
—¡Incluso nos hacíamos el mismo regalo! Un collar con forma
de corazón con nuestras iniciales grabadas, aunque, si te soy sincera, me gusta
mucho más el detalle del guardapelo —aclaró abrazándose a ella por la espalda
—¡Por cierto! ¿Cuándo me cortaste el mechón? —preguntó apretando ligeramente el
costillar de Aurora que no pudo evitar retorcerse ante la amenaza de las
cosquillas.
—El otro día, mientras te peinaba… —respondió un poquito
avergonzada apoyándose sobre la mesa que hacía las veces de encimera —Pero me
aseguré de que no se notase.
—Tranquila, sé que eres una mujer muy cuidadosa.
El beso con el que Celia terminó aquella frase, apasionado
como un perdón que se ruega, pilló a Aurora completamente desprevenida. Un
cosquilleo recorrió su entrepierna al sentir la húmeda lengua de la maestra
sobre sus labios y, en un arrebato que tiró por tierra la afirmación sobre su
cautela, la levantó por los aires en un giro rápido que la dejó sentada sobre
la encimera. La cara de sorpresa fue notable, igual que lo fue la apertura de
piernas con la que aceptó aquel movimiento. Aurora se deshizo de un manotazo de
todo cuanto podía molestarles, afortunadamente, no había nada que pudiera
romperse. Celia la miró con deseo, no sabía muy bien por qué, pero la falta de
cordura le recorría el pecho erizado. La excitación de ambas comenzó a
invadirlo todo. Llevaban semanas sin intimidad, sin sexo, por una cosa o por
otra no habían tenido un momento para recrearse en ellas mismas y, aquel
domingo en el que la lluvia mantenía al mundo atrincherado en sus casas, era
perfecto para ello.
Celia desabrochó con ansiedad la camisa de Aurora. Sus
cuadros cayeron al suelo junto a la fruta que había terminado de rodar. Al
segundo, cayó sobre ella el sostén que cubría sus pechos. La lengua de la
enfermera se perdió por el cuello de la Silva, bajó por sus hombros y se detuvo
al encontrarse con la tela del camisón que ya se había despertado. Deshizo la
lazada del cuello, los botones se abrieron solos, todo cuanto les rodeaba
parecía estar a su favor. La tela resbaló por los brazos de Celia, descubriendo
sus clavículas, punzantes como cuchillos. No le costó demasiado sacar los
brazos, a Aurora tampoco le costó nada complementar el desayuno con la piel
suave de sus pechos. Se deleitó en los pezones de la maestra que endurecidos recibían
cada nuevo beso con ansia. Las manos de la enfermera comenzaron a recorrer las
piernas que la abrazaban. Despacio recorrieron cada centímetro, con suavidad
sujetó la costura de las bragas de las que se deshizo sin problema. Celia dio un
pequeño saltito para acercarse más a ella, para atrapar con sus muslos la
cadera que intentaba entregarse sin éxito. La mesa lo impedía. Aprovechando la
inercia de la altura y que el camisón le permitía introducir las manos desde
arriba, Aurora sujetó los glúteos de Celia para bajarla de allí.
—Te vas a hacer daño —susurró Celia al ver que Aurora
comenzaba a andar con ella en brazos.
—Nada puede hacerme daño cuando te tengo desnuda.
—Nos sobra demasiada ropa.
Ante aquella verdad, la enfermera dejó a Celia en el suelo.
El camisón de esta se deslizó hasta el suelo. Con un movimiento delicado sacó
las piernas de él. Al hacerlo, obligó a Aurora a retroceder un paso. Quedó casi
sentada sobre la mesa del salón, cosa que Celia aprovecho para terminar de
tumbarla sobre ella. Besando su pecho desabrochó el cinturón que mantenía la
falda en su lugar. Al tiempo que bajaba la tela, recorría su vientre con besos
lascivos. Igual que había pasado con el camisón, la falda y las bragas de
Aurora se deslizaron por sus piernas hasta el suelo. Celia no pudo evitar levantar
la cabeza, deleitarse ante la imagen que tenía delante, con el compás que
marcaba la respiración agitada de la enfermera que, sin poder evitarlo, mordió el
envés de su dedo índice al sentir como la lengua de la Silva se perdía entre su
vello púbico. Levantó las piernas, las posó con cuidado sobre los hombros de la
mujer que acaba de desaparecer dentro de ella. Ahogó un gemido y retuvo el
latigazo que le recorrió la espalda. Las manos de la maestra se aferraron a su
cintura para controlar el movimiento de aquel cuerpo que se retorcía de placer.
Cuando estaba a punto de deshacerse, sintió como Celia se detenía. Abrió los
ojos, miró hacia abajo y sonrió ante la maldad que se dibujaba en la mirada de
la mujer que le tendió las manos para que pudiera levantarse.
—Escucha… —le susurró al oído después de morderle el lóbulo de
la oreja.
—No oigo nada —respondió Aurora aún con la respiración
acelerada.
—La cama nos reclama. Dice que nos echa de menos.
Como la niña traviesa que era, Celia salió corriendo en
dirección a la habitación. Aurora la miro divertida y le siguió el juego
corriendo tras ellas como corre un gato detrás de un ratón. Cuando atravesó la
cortina, la maestra ya estaba tumbada sobre la cama. Boca abajo, con la cabeza
hundida en la almohada y las piernas abiertas con una sutileza que a Aurora le
pareció encantadora. Aquella mujer era preciosa. Se quedó mirándola un segundo,
recorriendo con la mirada su cuerpo, saboreando la piel que la esperaba como
los perros de Paulov saboreaban la carne al escuchar la campana. Despacio se
acercó hasta ella. Con cuidado de no hacerla daño apoyó las rodillas en la
cama, una a cada lado de sus piernas. Apoyó las manos, se sintió un poco
ridícula estando a cuatro patas sobre ella, pero le dio igual. Besó el muslo
derecho mientras acariciaba el izquierdo y le dio un sutil mordisco en el glúteo
antes de recorrer una a una las vértebras que dividían su espalda en dos.
Cuando llegó al cuello no tuvo más remedio que tumbarse sobre ella, ligeramente
recostada hacía la izquierda para no ahogarla, para que ella también pudiera
moverse.
—Eres preciosa —le susurró al oído.
La cadera de Celia se elevó unos centímetros, los
suficientes para que la mano de Aurora que descendía por el costado pudiera
colarse bajo ella.
—Hazme el amor Meine Liebe…
Aquellas palabras calentaron la habitación de tal manera que
una gota de sudor resbaló por el cuello de Aurora y le recorrió el pecho provocándole
un escalofrío que le hizo apretar los dientes contra la espalda de Celia que se
retorció de placer al sentir el filo sobre su sensible piel. La mano derecha de
Aurora se perdió entre las piernas entregadas de Celia. Sus dedos se tensaron
al sentir la humedad que escondía entre los labios. Un sonoro trueno que
retumbó contra las paredes del patio marcó el inicio de la melodía que desde
ese momento se apoderó de la habitación. Gemidos, respiraciones entrecortadas,
palabras ininteligibles y el golpeteo de lo que estaban seguras era granizo
contra la madera de la ventana. Aurora, ayudada por unas cuantas caricias, consiguió
que Celia se girase boca arriba después de que esta sujetase su mano tras el
último gemido, ese que hizo que mordiera la almohada sin piedad. La enfermera conocía
bien el cuerpo de su amante y sabía que, dentro de él, aún quedaba amor que
entregar. Con cuidado volvió a colocarse encima. Se sentó a horcajadas haciendo
que ambos pubis coincidieran. Despacio comenzó a contonearse ayudada por la
cadera de la maestra que, aunque se creía rendida, no pudo evitar volver a
entregarse cuando, entre los brazos extendidos de Aurora que apoyaba las manos
sobre ella, vio sus pechos atrapados.
El granizo siguió golpeando la ventana durante horas. Los
gemidos siguieron rebotando contra las paredes de aquella habitación en la que
el calor aumentaba por segundos. Las gotas de sudor recorrieron la espalda de
Aurora una y otra vez mientras que las de Celia brillaban sobre su cuello como
un collar de diamantes.
La tormenta arrasó con todo aquel domingo en Arganzuela. Con
todo menos con el amor que se atrinchero en aquella casa y que las mantuvo
hasta la noche atrapadas en sus cuerpos desnudos.
Aprovecharon la tormenta para recuperar el tiempo perdido,
el amor malgastado, los besos olvidados, las sonrisas apagadas, las caricias
retenidas…
Aprovecharon la tormenta para bailar sin música, para comer
sin hambre, para beber sin sed…
Aprovecharon aquel domingo para ser la amazona que,
alternativamente, hacía a la otra rozar el mismísimo cielo encapotado...
Adriana Marquina
Adriana Marquina
Precioso Adriana, cada vez tengo más claro que contigo de guionista y un cambio de horario la historia de nuestras chicas ganaría mucho y sería mejor. Gracias por darnos lo que ellos no quieren....Realidad. 😉😃👏👏👏👏
ResponderEliminarPrecioso adriana como siempre
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ResponderEliminarme encantooo <3
ResponderEliminarAdriana, cada vez que nos regalas tus Paralelos, quedo más prensada de ellos. Gracias por la descripción tan real y hermosa que haces del amor que se tienen nuestras chicas. Ojalá pudiéramos verlo en la pantalla, aunque me gusta más leerlo, ;D
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