jueves, 5 de mayo de 2016

Princesa

El tranvía nocturno que regresaba hacia Arganzuela siempre iba abarrotado de gente y aquel día no fue una excepción. Cuando Celia subió a él ya no había ningún asiento vacío pero, un joven que probablemente no llegaría a la veintena, le cedió el suyo al darse cuenta de que aquella mujer ojerosa apenas podía mantenerse en pie.

No sabría deciros si a Celia aquel viaje se le hizo largo o corto porque estoy segura de que el tiempo se paralizó en el momento en el que Clemente se llevó a Aurora con él aunque, más que paralizarse, lo que ocurrió fue que todo cuanto la rodeaba se deshizo en miles de pedazos y, el tiempo, no había sido una excepción. Tanto fue así que al entrar en aquella casa que seguía en pie a pesar de la explosión, el aroma de la toquilla con la que Aurora había estado cubriendo su espalda, hizo que se perdiera en una realidad que ya no era tal y que, sin embargo, volvió a ella cómo vuelve el aire que se ha ido cuando giras una esquina en cuanto hundió en ella su pequeña nariz. Sin nada más que hacer, sin lágrimas que llorar o palabras que decir, se dejó caer sobre un sofá que habiendo sido testigo mudo de todo lo acontecido, intentó consolarla con una comodidad que Celia fue incapaz de apreciar porque, lo que ella estaba sintiendo, en nada podía compararse.

Las manos de Aurora se desprendieron despacio de los tirantes de un sujetador que impedía que sus labios pudieran recorrer con tranquilidad su espalda desnuda. Su voz, inconfundible, llenó equivocándose de nombre una consulta en la que Celia pasó de querer morirse, a querer vivir para siempre si esa mujer que no dejaba de besarla una y otra vez de camino a una cama que nunca había sentido tanto amor, estaba a su lado. Recordó su banco, esa sonrisa seductora de la que se enamoró y enlazando besos llegó hasta el último que se habían dado. Hasta una pasión aterrorizada que buscaba el consuelo en el amor sincero, en un amor puro que fue descubierto y mancillado.

Sobresaltada miró hacia la ventana. En aquel sueño que una vez más se había convertido en pesadilla creyó ver a Clemente y, fue tal la congoja que sintió, que se acurrucó sobre sí misma abrazada a sus rodillas como cuando de pequeña alguna de sus hermanas le contaba una historia de fantasmas solo para hacerle rabiar y ella se moría de miedo. Pero aquello no era una historia y ella ya no era una niña. Clemente había estado en aquella ventana y a través de ella sintió como le pisoteaban la masculinidad que con tanto ahínco había ido a reclamar, esa de la que se reían en el pueblo, esa que tuvo que demostrar con el puño cerrado porque había sido incapaz de hacerlo con el corazón abierto. Agotada como estaba, fue incapaz de deshacerse de aquel fantasma cuya estela siguió hasta la puerta, una puerta a la que maldijo por no haberla retenido dentro de aquella casa, por haber dejado que se fuera a ver a su hermana, por haber dejado entrar al monstruo borracho que lleno de rabia y de orgullo humillado pagó con Aurora toda la frustración de quien se cree dueño de algo que no le pertenece. Estaba confundida y confundida se sentó a la mesa con un Bernardo que a pesar de su bondad nada podía hacer mientras miraba de reojo la mecedora bajo la cual encontró a Aurora y de la que no pudo huir cuando el primer tortazo cortó el aire a la par que su pómulo. El grito contenido llenó el salón y casi pudo sentir la fuerza en los ojos de Aurora que ya no estaba dispuesta a bajar la mirada porque, para vivir mirando al suelo al lado de aquel hombre que ni era hombre ni era nada, prefería estar muerta. El segundo golpe la tiró al suelo y, en la primera patada que Clemente lanzó en dirección a las costillas de su amada, Celia tuvo que obligarse a mirar hacia otro lado. No pudo evitar la agresión real y no estaba dispuesta a hacer que Aurora pasase por lo mismo en el masoquismo del recorrido que sus ojos apagados estaban haciendo por aquella casa en la que no conseguía encontrar un poco de paz. Huyendo llegó hasta la cama y a pesar de que intentó que sus cuerpos desnudos la mecieran en un abrazo, solo consiguió recordar como la vida de su bebé se le escapaba entre los dedos sin poder hacer nada por evitarlo. Aquella criatura inocente había pagado con su vida la brutalidad de un padre que lo único que esperaba de él era que llevase su apellido, un apellido cuya honra había sido engordada a golpe de talonario por muy orgulloso que estuviera de él su portador.
Sepultada en lágrimas secas lloró de impotencia al recordar como Clemente le había arrebatado la pistola que tan decidida compró y cuyo gatillo fue incapaz de apretar al tenerlo delante pues, a pesar de la amenaza, ella no era la asesina que maldecía no haber sido, la que la desesperación de Aurora tanto había reclamado, la que les hubiera librado de aquel marido impuesto que tan dispuesto estaba a ejercer como tal y que la hubiera llevado a una cárcel de la que, entonces sí, no hubiera salido jamás. Ella no era una asesina pero, hubiera matado a Clemente cuando Camilo dejó claro que jamás volvería a ver a Aurora porque se la había llevado a donde no pudiera encontrarla para hacer de ella una mujer normal. Lo hubiera matado con sus propias manos si al mirarlas no hubiera reparado en que en ellas aún podía sentir el tacto de la suave piel de una Aurora que, estaba segura, también estaría pensando en ella.

Y mirándose las manos se quedó dormida y de pronto se vio así misma en ese mismo sofá susurrando, bajo la atenta mirada de unos ojos grisáceos que luchaban por mantenerse abiertos, la historia de como se habían conocido, de cómo la mamá de aquella niña que jugaba con su lengua incontrolable le había salvado la vida. Aurora, sentada en la mecedora, hacía como que leía el periódico mientras las miraba de reojo con la sonrisa satisfecha de quien ha formado la familia más hermosa del mundo.
-- Cariño... tenemos que pensar un nombre, no podemos seguir llamándola princesita toda la vida.
-- Lo sé, pero mírala --contesto Celia mostrándole aquella carita que amagó una sonrisa como si supiera que era encantadora --, es lo que es, es nuestra princesa.
-- No --respondió Aurora sonriente mientras cerraba el periódico para ir a sentarse a su lado --, no es nuestra princesa, es nuestra pequeña Meine Liebe.

Aquel comentario hizo que ambas rieran a carcajadas y la pequeña ,que aun no diferenciaba sentimientos ni sabía de la importancia de disfrutar de los buenos momentos, rompió a llorar reclamando el pecho de Aurora que, cubriéndole la cabecita con una pequeña toquilla blanca, le dio de comer bajo la atenta mirada de Celia que disfrutaba de aquel momento mientras lo grababa para siempre en su memoria en un recuerdo que pudo ser y no fue pero que al menos le dio el descanso necesario para recuperar la fuerza con la que, a la mañana siguiente, comenzaría a remover el cielo, la tierra y el mar en busca de su Aurora, esa que le había salvado una vida que entregaría sin dudar con tal de conseguir la merecida libertad de ambas.

Adriana Marquina

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Hola Adriana... Todo lo relatado me encanto y emociono pero en la parte final me regalas una bellísima escena de Celia , Aurora y su bebe aunque solo fuera un sueño fue HERMOSA,el solo imaginarla me alivia también a mí de tanto sufrimiento y transporta a otro mundo o planeta paralelo donde pudo haber existido tal felicidad ...... Gracias por este escrito tan maravilloso ... Saludos

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  3. Lo que lográs haciéndonos pasar de un estado desgarrador a una situación tan dulce es propio de lo que sos una escritora. Y aunque el final no fué como describís nos alegraste la imaginación pintándonos tan bello cuadro. Gracias!! Un abrazo

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