Celia salió de casa con la excusa de la madre enferma sobre
la conciencia. Necesitaba decirle a Aurora la verdad, confesarle que no había
cocinado para ella sino para Marina, que la tenían prisionera, que no podía
soportarlo más pero que haber involucrado al tío Ricardo no estaba facilitando
su arrepentimiento. Lo necesitaba, pero supo al entregarle a Luis, que esperaba
abajo, la tartera con la cena que había preparado para ella, que aquella no
sería la mejor noche para hacerlo. Aurora le había pedido, con esa sonrisa suya
a la que nada podía negarle que, al regresar, en vez de utilizar las llaves,
llamase a la puerta y supuso que algo tendría preparado para celebrar el
aniversario.
No se equivocaba. Mientras subía las escaleras de la
corrala, vio como Aurora cerraba las cortinas del salón y como, tras ellas, la
luz brillante del pequeño piso se apagaba dejando paso a la tenue luz que dan
las velas, esa que, ilumine lo que ilumine, lo deja todo bañado de amor.
Celia sonrió al ver el reflejo de Aurora pasar por delante
de la ventana, les había costado tanto llegar hasta allí que saber que ella
estaba al otro lado seguía pareciéndole un sueño. No pudo evitar detenerse para
ver si volvía a pasar, no pudo evitar recordar la primera vez que soñó con
ella, el rubor que se apoderó de sus mejillas cuando al día siguiente le contó
que lo había hecho, el calor que sintió mientras lo hacía frente a aquella
ventana en la que Aurora, también adoraba soñar. Aquella mujer era la mujer de
su vida, de una vida imperfecta sí, pero de su vida, al fin y al cabo, la única
que podía ofrecerle, la misma que Aurora, encantada, estaba más que dispuesta a
compartir.
Esperó, pero Aurora no volvió a pasar, supuso que estaría
detrás de la puerta esperándola y no quiso alargar esa agonía que se siente
cuando la ilusión te invade. La conocía, sabía y había aceptado que era mucho
más romántica que ella, pero no por ello se había resignado a no poder
sorprenderla y, aunque le había hecho creer que se había olvidado de que hacía
un año que Aurora le hizo el mejor regalo que nadie podía haberle hecho jamás,
aquel en el que la libertad de hacerla sentir como era venía envuelta en la
carne suave de sus labios entregados, no lo había hecho. Con cuidado llamó a la
puerta de la casa de Caridad, no quería despertar a los niños y recogió de las
manos de aquella mujer que luchaba día a día por seguir adelante con una
sonrisa en los labios, una pequeña cajita.
Cuando consiguió esconderlo en los bolsillos de su falda sin
que se notase, se plantó delante de la puerta, respiró profundo para dejar tras
de sí todos y cada uno de los problemas que le rondaban la mente y llamó con
los nudillos con la determinación que da saber que, a partir de ese momento,
nada malo puede ocurrir.
Aurora abrió la puerta despacio, tanto que Celia no pudo
evitar asomarse por la rendija que tanto se hacía de rogar. Cuando por fin se
abrió del todo, una mesa decorada al detalle, la esperaba con la cena humeante
encima.
—Sé que la cena la has preparado tú, pero…
Celia no dejó que Aurora terminase aquella frase. Cerró la
puerta, se abrazó a su cintura y calló el resto con un beso lento, cómo el
primero.
—Es perfecto cariño.
Aurora sonrió, retiró la silla lo justo para que Celia
pudiera sentarse y después se sentó delante, cómo aquella vez en el Excélsior,
cómo aquella noche en la que el latir de sus corazones puso la banda sonora.
—Hacía mucho tiempo que no teníamos una noche para nosotras
y esta, no voy a dejar que nos la robe nadie.
Aurora estaba dispuesta a deshacer el hielo que últimamente
cubría la mirada de Celia con halagos, con promesas, con susurros y sonrisas,
con todo su ser y ella, ella decidió dejar que lo hiciera, ayudar a que
sucediera. Aquella mujer había luchado ya suficiente y, si había una noche en
la que se merecía dejar de hacerlo, era aquella, la noche de su aniversario.
Sonrió alzando la copa que Aurora amablemente había llenado
de vino y propuso brindar por todo lo vivido, por todo lo que les quedaba por
vivir. La enfermera estuvo de acuerdo y tras el trago con el que sellaron el
futuro que les aguardaba, propuso añadir otro por todo lo que les quedaba por
soñar.
—A veces no podremos vivir como queramos, pero nadie podrá
robarnos los sueños.
Celia se quedó pensativa antes de llevarse la copa a la
boca. Los sueños que no se habían cumplido se arremolinaron sobre su mirada
como las ánimas que esperan a los que caen en el infierno. Los huecos oscuros
de sus rostros inexistentes comenzaron a definirse, pero el calor de las
sábanas amadas de la primera vez que hicieron el amor, acudió corriendo a
protegerla alejando, de su cabeza a Miguel, a Joaquín, al Doctor Uribe, a
Clemente e incluso a Marina, que seguramente, en aquel momento, estaría
negándose a probar bocado mientras ella se disponía a comérselo todo. Parpadeó
y como si de sus ojos hubiera brotado el polvo mágico de las alas de las hadas,
también se olvidó de ella.
Aurora la conocía bien, sabía que, al igual que le estaba
pasando a ella, estar celebrando su primer aniversario lo estaba llenando todo
de recuerdos. En su caso, Diana, Francisca, Adela, Elisa y Blanca, ocupaban los
suyos. Cuando la primera patata llegó a su boca, se vio de pronto en la mesa
del comedor de la casa Silva. La primera noche que durmió allí, un inmenso
plato lleno de ellas presidía la mesa. De aquella solo Diana conocía su
secreto, pero sonriendo entre una y otra, fue pasando de hermana en hermana, de
abrazo en abrazo, de aceptación en aceptación. ¡Qué lástima sintió por la
partida de Adela!
—Estaba acordándome de tus hermanas… —Celia la miró
confundida —No me preguntes porqué, pero el sabor de estas patatas me ha hecho
recordar el miedo que tenía a que se enterasen de lo nuestro ¡Quien me iba a
decir a mí que las cinco terminarían aceptándolo de este modo!
La maestra asintió divertida para quitarle peso al
asentimiento de cabeza con el que intentaba decirle a Aurora, sin decir, ese
“te lo dije” que todos odiamos tanto.
—Tienes una familia maravillosa —añadió acariciándole la
mano antes de inclinarse sobre la mesa para ayudar a aquella contención con un
beso.
Familia. ¡Como pesó de repente aquella palabra! Ninguna de
las dos se libró de lo que pudo haber sido y no fue. Por la cabeza de Celia
pasó el cuerpo destrozado de Aurora tendido sobre la cama después de haber dado
a luz a un bebé al que los palos de su padre le negaron la posibilidad de
recibir todo el amor que ambas tenían para dar. Por la de Aurora, pasó el
abrazo que Celia le dio a su vientre cuando sintieron la primera patadita y no
pudo evitar imaginar cómo hubieran sido sus noches si todo hubiera salido bien,
si en una madrugada insomne, al abrir los ojos, su mujer y su pequeño durmieran
tranquilos a su lado. Ambas sintieron que hubiera sido algo parecido a aquel
día en el que la pequeña Eugenia se despertó mientras ellas se besaban con
ternura, parecido, pero mejor porque aquel bebé sería suyo. Porque entonces sí,
serían una familia.
—¿En qué piensas?
Aurora preguntó para romper el silencio triste que se
interpuso entre ellas. Sabía que Celia iba a mentir en su respuesta, sabía que
ella también lo haría al hacer como que la creía, pero, aunque aquel dolor
había dejado una cicatriz difícil de sortear, tenían suficientes momentos
buenos como para hacer un puente momentáneo y ambas, supieron cómo construirlo.
—Estaba acordándome de aquella fiesta en el Ambigú. Fue la
primera vez que bailamos en público. ¡Anda que no me costó convencerte!
Aurora se rio avergonzada. No por haber bailado con ella,
sino por haber estado a punto de no hacerlo.
—¿Cuántas cosas habremos dejado de hacer por el que dirán?
Celia se quedó mirándola, analizando la pregunta,
recopilando momentos.
—Creo que menos de las que hubiéramos debido. Hemos estado
en un hotel juntas, nos hemos manifestado casi de la mano y huido de la policía.
Convocamos una reunión sufragista, conseguimos que cientos de mujeres luchasen
por algo que era justo, que era necesario. Nos hemos besado en público, con las
manos sí, pero besado al fin y al cabo. Hemos estado detenidas, ¡qué mal lo
pasé hasta que te liberaron! y tan libres como para acudir a un local regentado
solo por mujeres. ¿Recuerdas aquel día en el que me llevaste al Palacio de
Cristal? “Hay paredes que no impiden ver el mundo” me dijiste…
—Ahora te diría que hay paredes que no impiden ver el amor.
—Yo creo que, si hay amor, no hay pared que pueda frenarlo.
Ambas se rieron ante aquel comentario con el que Celia,
ayudada por un gesto rápido de la mano, quiso hacer referencia, sin
mencionarlos, a todos los impedimentos que habían superado, Aurora,
inmediatamente, recordó las paredes de la casa que Clemente convirtió en una
prisión, pero, se deshizo de ellas de inmediato. La sonrisa de Celia hizo que
todo desapareciera.
Estaba siendo una velada maravillosa. Tanto que cuando
volvieron a mirar el reloj ya eran las doce pasadas. Aurora, se limpió apurada
con la servilleta que descansaba sobre sus rodillas y se levantó como un
resorte. Comenzó a recoger los platos de la cena impidiendo que su compañera se
levantase. Celia la miraba divertida, le encantaba verla pulular de un lado a
otro de la casa, le recordaba la primera noche que pasaron juntas allí, en su
hogar. Cuando la mesa estuvo recogida y sobre ella solo quedaron las tres velas
que adornaban el centro, Aurora levantó el teléfono;
—Sí. Abajo en quince minutos. Gracias.
—¿A quién has llamado? Y… ¿Por qué has quedado abajo?
—Es una sorpresa —respondió Aurora abrazándose a su espalda
—. ¡Y no insistas, porque no te lo voy a contar!
Celia sonrió ante la predicción de la mujer que lo inundaba
todo con su peculiar aroma, cerró los ojos con el calor de los brazos que le
rodeaban y viajó con todo por un pasado antojadizo. El beso con el que se
despidieron cuando Aurora se fue a Cáceres, le encogió el estómago. Petra
acababa de fallecer y en aquel momento sintió que se quedaba tan sola que el
mundo se convirtió en una canica en la que solo cabía ella. ¡Cuánto añoró sus
labios! ¡Cuánto su compañía! Sintió que aún lo saboreaba cuando Aurora regresó,
cuando le confesó que no podía vivir sin ella. Escuchó de fondo la ovación de
un planeta que volvía a recomponerse, que juntaba las piezas como lo hacía
ella, que volvió a romperse cuando Clemente las descubrió, cuando Aurora se
enfrentó a él provocando con ellos una ira indescriptible que volvió a
destruirlo todo y que se ensambló para siempre cuando Velasco se la devolvió,
cuando aseguró que, el carcelero, estaba ahora encarcelado. ¡Besos! Por la
cabeza de Celia pasaron todos sus besos, los que ya se habían dado y los que
les quedaban por disfrutar.
—¿Sabes? —preguntó Celia girando ligeramente la cara para
poder mirar a Aurora a los ojos.
—Dime.
—Ya te lo dije una vez, pero volvería a pasar por todo con
tal de que este momento volviera a repetirse. Eres lo mejor que me ha pasado en
la vida.
—Y lo peor —respondió Aurora cogiendo el testigo de los
malos momentos.
—Incluso lo peor es lo mejor sabiendo que me amas.
—Te amo Meine Liebe. Te amo.
Celia se levantó para poder besarla bien. Para susurrarle
que ella también lo hacía, para preguntarle a quien había llamado…
—¡Será posible! Eres una chantajista —respondió Aurora entre
risas —. Coge el abrigo, ahora mismo lo descubrirás.
El reloj marcaba las doce y media en punto cuando salieron
por la puerta de casa. Celia no estaba muy convencida de ir a ninguna parte a
aquellas horas, pero confiaba en Aurora y se dejó llevar.
Descendieron las escaleras de la corrala despacio. No
querían despertar a nadie y tampoco que nadie les preguntase donde iban dos
señoritas a tan intempestivas horas. Celia acarició con discreción el bolsillo
de su falda sin darse cuenta de que Aurora estaba haciendo lo mismo con el
bolsillo de su abrigo. Cuando abrieron la puerta de la calle, un landó, negro
como los dos caballos que inmóviles esperaban órdenes, las esperaba al otro
lado.
—Buenas noches señoritas.
El cochero, que no era otro que Fermín, el amigo de Aurora,
el que se hizo pasar por novio de Celia para que ésta pudiera librarse de las
terapias correctivas del Doctor Uribe, les abrió la puerta con una ligera
reverencia. Cuando se hubieron sentado, Fermín ocupó su lugar y azuzó a los dos
caballos que, raudos, emprendieron la marcha.
Madrid comenzó a dejarse ver pasados unos minutos. Su
silueta quedaba iluminada por el aura amarillenta que mantenía en calma la
ciudad. Celia, aprovechando la intimidad del camino de ida, se recostó sobre el
hombro de Aurora que la rodeó con el brazo.
—¿De qué te ríes? —preguntó Celia elevando los ojos para
poder ver el rostro de Aurora sin tener que moverse.
—Estaba acordándome de todas las veces que me insinué sin
que tú te dieras cuenta. Estabas tan obcecada con tus problemas de amor…
—Que no vi que lo tenía delante.
—Creo que me enamoré de ti nada más verte porque no era
normal lo que sufría cada vez que te veía regresar a la consulta sabiendo que
nada podía hacer por evitar tu sufrimiento.
—No pienses en eso ahora.
—El día que me confesaste que no podías más, que te
derrumbaste sobre mi… aquel día te hubiera cogido en brazos y…
Celia no dejó que Aurora continuase hablando, se incorporó,
la besó y desvió su atención al vacío de una ciudad que parecía existir solo
para ellas. Apenas había gente por las calles. Algún que otro borracho perdido
seguido por el buen sereno que se aseguraba de que el señor llegase a casa sano
y salvo. Madrid parecía una ciudad fantasma y la luna, en cuarto menguante,
parecía sonreír en el cielo ante su llegada.
Fermín detuvo el coche pasados unos minutos, descendió y
colocó la escalerilla para que ambas pudieran bajar de él sin problema. Aurora
bajó primero y le tendió la mano a Celia para que le fuera más sencillo. Cuando
la maestra levantó la vista, su rostro se iluminó casi tanto como las farolas
que adornaban el paseo.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con la entonación ilusionada.
—No podíamos celebrar nuestro aniversario sin sentarnos en
nuestro banco —comenzó a decir Aurora mientras se dirigían a él —. ¿No crees?
Celia asintió con la cabeza y se sentó en su sitio. Aurora
hizo lo mismo después de indicarle a Fermín que las avisase si veía acercase a
alguien, por aquel lugar de noche, no solía transitar nadie, pero la enfermera
hacía tiempo que había escarmentado con respecto a la suerte.
—Aquí te confesé que a mi también me gustaban las mujeres…
—Aquí fue donde me enseñaste a comprender que no estamos
enfermas…
—Donde me hiciste celarme de tu amiga…
—Donde quise besarte hasta que se nos secasen los labios…
—Pero no podías…
—¡Ya! Pero ahora sí que puedo.
La sensación de libertad que les dio el hecho de estar
besándose en plena calle, invadió sus cuerpos y se apoderó de cada uno de los
poros de su piel. Era como un sueño hecho realidad. De nuevo uno en el que solo
estaban ellas, bueno, y Fermín, que vigilaba discreto concediéndoles la
intimidad que necesitaban, pero uno más que borrar de la lista de sueños por
cumplir, aunque no de la de sueños que lograr. Hacer eso a plena luz del día
aún seguía siendo impensable, pero ambas estaban convencidas de que más mujeres
lucharían por ello. Aurora porque, aunque la vida le hubiera llevado por otros
derroteros, aún sentía dentro el espíritu sufragista, Celia, porque desde que
conoció a Carmen de Burgos, dejó de sentir que sus ideales de libertad eran
inalcanzables.
Un carraspeo de Fermín anunció que iba siendo hora de irse.
Cogidas de la mano volvieron a subir al coche y mecidas por el traqueteo del
empedrado se alejaron de allí con la sensación de haber dejado en la madera de
aquel banco la impronta del amor libre.
El sonido de los cascos de los caballos cesó cuando el
repicar de las campanas de las iglesias cercanas anunciaron las dos de la
madrugada. Fermín, volvió a apearse, volvió a colocar la escalerilla y volvió a
tender la mano a Aurora para que ésta después hiciera lo mismo con Celia.
—¿Tienes la llave? —preguntó la enfermera.
Fermín no respondió, metió la mano en el bolsillo y extendió
el brazo para entregársela a Aurora.
—¿Es la que te pedí?
—Esa misma. Me he asegurado de que lo tuvieran todo
preparado. Pasadlo bien.
Celia los miraba sin comprender bien qué era lo que se
traían entre manos, pero, tras despedirse de aquel hombre que tanto había hecho
por ellas y después de que él retirase el coche, todo tomó sentido.
La fachada del Excélsior apareció ante ellas para deleite de
Aurora y sorpresa de Celia. Hacía mucho que no volvían al hotel que fue testigo
de sus primeros encuentros. Mucho que no pisaban aquella habitación en la que
habían conseguido crear un mundo propio. La habitación número veintiuno. Su
lujosa libertad.
Tal y como Fermín había dicho, todo estaba preparado. Cuando
abrieron la puerta, un camino de pétalos de rosas las llevó hasta una mesa
iluminada por las velas de un candelabro plateado que se reflejaba en las copas
de champán que esperaban el brindis que hiciera que se sintieran útiles. Se
quitaron los abrigos, dejaron los sombreros sobre ellos, se desprendieron de
los zapatos y descorcharon la botella que esperaba ansiosa en una cubitera de
pie.
—¿Por qué vamos a brindar?
—Por nosotras Celia, por nosotras. Porque este año no sea el
último, porque pase lo que pase, sé que me amarás siempre, porque espero que tú
también lo sepas. Eres mi amor, mi vida entera y aunque ahora no estemos en
nuestro mejor momento…
—No pienses en eso ahora cariño.
–…lo superaremos y seguiremos cumpliendo sueños.
Las burbujas de aquel licor recorrieron sus gargantas una y
otra vez. Cambiaban cada nuevo brindis por una prenda de ropa, cada trago por
un beso, por una sonrisa y cuando ya no quedó nada en la botella, abrieron la
cama y se fundieron en un beso que hizo que el somier crujiera de puro placer
al sentir de nuevo su peso.
—¿Recuerdas que fue aquí donde te prometí que “las
siguientes” serían mejores? —Celia asintió mientras levantaba la cadera para
que Aurora pudiera deshacerse de la única prenda de ropa que quedaba sobre su
piel —. ¿Me equivocaba?
El “no” de Celia no fue contundente, la lengua de Aurora
perdiéndose bajo su vientre lo convirtió en un gemido acallado. La enfermera
subía y bajaba las manos por los costados de la maestra. Se detenía en sus
pechos y volvía a descender para aferrarse a una cadera que no podía dejar de
balancearse. De arriba abajo, despacio, marcando un ritmo que Aurora conocía
bien, un ritmo que a veces variaba para arrebatarle un gemido inesperado, para que
aquella mujer se deshiciera en su boca como se deshace una onza de chocolate.
Los puños cerrados de Celia aprisionaban la sábana, pero, cuando Aurora comenzó
a ascender hacia el ombligo, cuando sin avisar se abrió paso entre los labios
de la mujer que se entregaba, la liberó para aferrarse a su espalda, para
sujetarle la cabeza mientras sus lenguas se fundían, para después perderla
entre sus vientres y llegar hasta el manantial contenido que más tarde, también
saciaría su sed.
—¿Puede haber un lugar en el que me sienta más segura que
sobre tu cuerpo desnudo?
—No es mi cuerpo si no mi alma la que queda desnuda ante ti
amor.
—¿Puede entonces haber un lugar en el que me sienta más
segura que sobre tu alma desnuda?
El abrazo jocoso con el que retozaron de un lado a otro de
la cama lo terminó Aurora de repente, con el dedo en alto y los ojos tan
abiertos que Celia pudo ver en ellos el reflejo de las velas que ya empezaban a
consumirse.
—¿De qué te has acordado? –preguntó divertida.
—De que tengo algo para ti —respondió mientras se enroscaba
en una de las sábanas en dirección a la silla donde había dejado el abrigo.
—Yo también tengo algo para ti —añadió Celia, solo que ella
no necesitó levantarse, su falda había caído justo a los pies del lecho.
Se sentaron la una frente a la otra, al borde de la cama.
Aurora, con la sábana, parecía una diosa griega y Celia, que había decidido
cubrirse con la colcha, blanca también, no se quedaba atrás. Estaban preciosas,
el blanco puro de aquellas telas, la rojiza luz de las velas, los cabellos
cayendo por sus espaldas y el aroma a amor de la habitación, hicieron que ambas
se quedasen inmóviles durante unos segundos. El tiempo que tardaron en
deleitarse con la imagen que tenían delante, esa que, estaban seguras, ni el
mejor de los mejores pintores, podría haber retratado.
—¿A la de tres? —preguntó Aurora con las manos a la espalda
al ver que Celia tampoco se atrevía a ser la primera.
¿Por qué nos dará siempre tanto miedo que nuestros regalos
no sean lo suficientemente buenos? ¿Qué no estén a la altura del que lo va a
recibir? ¿Cuándo comprenderemos que lo importante no es el “que” sino el
“quien”?
—Una…
—Dos…
—¡Y tres!
Dos cajitas exactamente iguales aparecieron en las palmas de
sus respectivas manos. Ambas se miraron incrédulas, negando con la cabeza, sin
dar crédito a esa coincidencia que, tras el beso agradecido, lo fue aún más.
Mirándose, sonriendo de puro amor se intercambiaron las cajas. Al abrirlas, sus
ojos se encontraron de nuevo, en ellos se había quedado grabado el brillo del
colgante que aguardaba inquieto asirse al cuello que le correspondía. El de
Aurora era un corazón de oro con una “C” grabada, el de Celia, era exactamente
igual, pero con una “A”. ¡No podían creerse lo que estaban viendo! Lo que había
sucedido. Ambas habían tenido la misma idea, ambas habían decidido, volver a entregarse
el corazón.