miércoles, 21 de septiembre de 2016

Impresiones La piedra Oscura

¿Sabéis eso que pasa cuando ves algo y de pronto se nos antoja? Pues yo aún sigo saboreando la mandarina de Sebastián. No como alimento en sí, sino como la resignación que a mi parecer reflejan los restos de pieles que resecos y olvidados descansan a sus pies esperando la frescura de la piel que aún viva está a punto de caer. Pero olvidemos la fruta y centrémonos en la carne. En la de Rafael Rodríguez Rapún que, al igual que la de esa mandarina, está a punto de caer sobre los restos olvidados.

En apariencia, “La piedra oscura” puede parecer la historia de una noche de guerra más, pero no es sólo eso ya que, en ella, se vislumbra la inocencia de una culpabilidad que martiriza independientemente del bando en el que ésta se halle. Rapún arrastra, además de las heridas físicas que lo mantienen postrado en la cama de ese hospital que más que un hospital es una cárcel, el peso de no haber estado donde hubiera debido estar cuando reclamaban con el corazón en la mano su presencia y Sebastián, carga sobre sus hombros con el miedo que lo llevó a alejarse del cuerpo de su madre muerta mientras en su cabeza sigue escuchando el sonido de los platillos con los que sin saberlo recibió a sus asesinos.

Nacho Sánchez y su protocolo, hicieron que me riera, no lo voy a negar, pero no de alegría sino más bien por la ternura que su soldado desprende, por sus miradas, sus movimientos, su forma de transmitir que sabe cómo ha llegado hasta allí pero que en realidad no entiende nada. Y es que: ¿Cómo puede un niño comprender que en cuestión de minutos la felicidad de su hogar se transforme en un infierno? ¿Qué sus rescatadores le obliguen a cambiar esos platillos por un fusil? ¿Que su libertad se deba al encarcelamiento de otros? Porque… él no es el prisionero ¿verdad?
Esa fue una de las preguntas que como un eco lejano retumbaba en mi cabeza a medida que la obra avanzaba. ¿Quién era el prisionero? ¿Quién el herido? Daniel Grao consigue que su personaje rezume ese aire de libertad que da la vida vivida, aunque la muerte esté cerca, aunque hubieras querido hacer más, aunque debas resignarte a escuchar el mar a través de las paredes de una celda mientras que, el miedo de Sebastián por no haber vivido lo inunda todo desde el momento en el que descubre la carta de Federico, esa que tampoco comprende del todo, pero de cuyas palabras, a mi parecer, se apropia para no sentirse tan solo.

Solo, esa es la clave. La soledad. Esa de la que Sebastián va desprendiéndose a medida que Rapún va cuestionando todo en cuanto le han obligado a creer, incluido el Dios al que se aferra cuando siente que ya no puede más. Esa que hace que el muchacho — a él no le gusta que lo llamen así, supongo que por el sentido despectivo que le darán a la palabra sus superiores —, comience a escuchar, a sentir o a hablar cuando tiene completamente prohibido hacerlo porque, ese hombre que será ajusticiado sin justicia alguna, pasa poco a poco y antes de que salga el sol, a ser lo más parecido a un amigo que ha tenido jamás.

No quiero desvelaros mucho más. Primero; porque ni siquiera sé si lo estoy haciendo bien y segundo; porque sería una lástima que, al sentaros en vuestra butaca, que al vestiros con la camisa ajironada que os espera en ella, ya supierais demasiado.

Rafael Rodríguez Rapún es un gran desconocido al que sin duda fue un placer conocer, no por lo que él representa, aunque sí, todo esto transcurre en una noche de guerra amenizada por el ruido de las bombas que caen a lo lejos, si no por lo que siente, por cómo siente, por cómo desaparece ante un Lorca al que no vemos y al que sin embargo sentimos en cada palabra que pronuncia. Sebastián, por su parte, es una de esas voces que vale más por lo que calla que por lo que habla, no porque tenga información, sino precisamente, por lo contrario. Es una voz que te llega en los silencios de la incertidumbre que lo atormenta y que golpea con ella la inocencia que todos llevamos dentro cada vez que se esconde, cada vez que se hace el fuerte, cada vez que se pierde en quien podía haber sido, en quien no es y en quien sueña ser.

La Piedra Oscura hizo que me levantase del asiento para aplaudir, pero ahora tengo dudas de a quien aplaudía. Esa es una de las razones por las que me encanta la manera en que Pablo Messiez dirige, y es que no sé si aplaudí la actuación, si aplaudí el diálogo, su ausencia, a la luz, la sombra, o a la lógica ilógica de todo cuanto ambos representan. No sé si aplaudí a Rafael, si aplaudí a Sebastián o si aplaudí ese “nadie puede desaparecer del todo” del final en el que sentí que aún llevaba los pies húmedos. Lo que sí sé es que volvería a hacerlo, que volvería a sentarme delante de ellos mientras el fantasma de Federico García Lorca me eriza la piel ¿O es que acaso pensáis que no fue capaz de escapar de esa cuneta de la que parece no acordarse nadie?

Adriana Marquina

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