martes, 26 de julio de 2016

Las cosas que no se dirían

Cuando Adela regresó de la tienda, Aurora ya lo tenía todo preparado para marcharse. Las ansias por volver a Arganzuela con Celia habían hecho que los minutos del reloj se hicieran eternos y no quiso perder un solo segundo. El viaje hasta casa no era precisamente corto y de haberse entretenido tan solo un par de minutos, hubiera tenido que esperar otra media hora hasta poder coger el siguiente tranvía.

Las pocas farolas que alumbraban aquel humilde barrio, acompañaron los pasos de la enfermera hasta la puerta de la corrala, una vez dentro, subió las escaleras de dos en dos y por no perder más tiempo llamó a la puerta confiando en que Celia estuviera esperándola y deseando que no tardase en abrir. Durante el trayecto había decidido que no mencionaría el nombre de Marina bajo ningún concepto. Estaba casi segura de que Celia tampoco querría hablar del tema y puesto que de nada iba a servir contarle que Marina había ido a visitarla apesadumbrada por el recuerdo de Doña Dolores que le había provocado una de las pacientes, decidió que lo obviaría. Además, de querer explicarle algo no sería eso precisamente. Se moría de ganas por contarle a Celia la sensación de libertad que le envolvía el alma después de haber vencido al "no" que luchaba con furia contra el "sí" cuando sintió que podría confiarle a Marina su secreto. Ansiaba poder compartir con ella ese momento en el que le sudaban las manos, le temblaba la voz, en el que sin quererlo se vio delante de las rejas de una prisión sin poder distinguir si estaba dentro o fuera. Quería preguntarle si siempre era tan difícil confiar en alguien, si cuando ella lo había hecho había sentido que se ahogaba, si cuando lo habían comprendido también había necesitado hablar sin parar para evitar llorar como una niña. Necesitaba saber si a pesar de todo Celia se sentía orgullosa de su valentía y, sin embargo, supo que sería mejor no hacerlo, no de momento porque aquel debía ser el de ambas.

No se equivocaba, la puerta se abrió casi de inmediato y, al contrario de lo que le había ocurrido a la maestra la mañana anterior, en aquella ocasión sí fue la enorme sonrisa de Aurora la que apareció al otro lado. Ella también había estado pensando y sin saberlo había llegado a la misma conclusión que Aurora. Evitaría mencionar a Marina, ya le había contado que había ido a visitarla, que en sus palabras había sentido que quizá estuviera equivocada, que después de todo tal vez fuese verdad que las rencillas que tenía con su hermana le estuvieran nublando el juicio. Pensó que no tendría sentido remover las dudas que le había generado la anterior visita de la enfermera. Era obvio que Aurora le estaba contando demasiadas cosas, pero eso es lo que hacen las amigas y aunque Celia no llegaba a comprender por qué Marina había sentido la necesidad de informarle que estaba al tanto de ellas, que no alcanzaba a entender por qué hacía tantas preguntas o por qué se había empeñado en hacerle creer a Aurora que la odiaba cuando lo único que le ocurría era que no se fiaba de ella, sería mejor dejarlo para otro día o guardarlo junto al chantaje que la señora de Loygorri se había llevado a la tumba y del cual, por cuestión de prioridades, tampoco la había hecho participe.

La puerta se abrió de inmediato y ambas se miraron sabiendo las cosas que no se dirían y aunque podrían haber hablado del escarceo que Elisa estaba teniendo con Carlos, de la buena relación que Aurora y Adela estaban empezando a tener, de las sospechas del inspector Velasco que apuntaban a que la autora de la muerte de Carolina había sido una mujer, de lo absurdo que resultó que Francisca hubiera dejado que la Tía Adolfina acusase a la enfermera de haberle robado el dinero cuando había sido ella la que se había aprovechado de la enfermedad de la mujer o de lo bonita que era la pequeña Eugenia, no hablaron de nada.

Aurora cerró la puerta con el pie para poder abrazarse al abrazo que Celia le estaba ofreciendo y cuando el calor de aquel cuerpo que tanto había echado de menos calentó el suyo, la miró a los ojos sin decir nada mientras con ellos se lo decía todo. Se pidieron perdón de nuevo en el silencio de aquella casa que añoraba sus besos, que añoraba tenerlas para ella sola, que en ningún momento había dudado de aquella reconciliación que entre besos y caricias las llevó a ambas a la cama en la que Celia apenas había podido dormir y en la que Aurora deseaba poder volver a hacerlo. Entre las sábanas encontraron el amor que el insomnio les había arrebatado, los suspiros con los que habían llenado el baúl de los recuerdos que utilizamos cuando el miedo asedia a la razón, a la esperanza, a la cordura. Con ellas enredadas entre las piernas se rieron a carcajadas sin más motivo que la felicidad que da comprobar que el amor puro puede con todo y el suyo lo era, tenía que serlo, porque solo el amor verdadero es capaz de vencer los obstáculos de la caprichosa vida una y otra vez y, habiendo vencido lo vencido, Marina, la culpable de sus últimas discusiones e irónicamente la responsable de esa reconciliación que no había hecho nada más que empezar, apenas suponía un canto en el camino de las suyas.

Adriana Marquina

7 comentarios:

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  2. Maravilloso, cada día tengo más claro que tu futuro es ser escritora y hacernos sentir con tu pluma cosas inimaginables.

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    1. Ojalá teneas razón, para mi sería todo un placer poder hacerlo siempre. Gracias.

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  3. Maravilloso, cada día tengo más claro que tu futuro es ser escritora y hacernos sentir con tu pluma cosas inimaginables.

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  4. Me encanta!! Ya no tengo necesidad de ver una escena así (lo que no quiere decir que no la hagan y la den eh!)pero como alguna otra vez te dije VEO cada descripción de lo que éstas dos hermosas damas viven en tus paralelos. Gracias x mostrar lo que queremos ver. Un abrazo

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