Burgos 18-Marzo-2018
Como un ciprés tumbado por un rayo, se ha reflejado en la
carretera la luz del semáforo por el que no ha pasado ningún vehículo para
convertirse a los pocos segundos en un charco de sangre vencida que ni la
lluvia que cae constante es capaz de arrastrar. Ha ocurrido casi en un
parpadeo. Cuando volvía del paseo que estaba dando con mis perros.
¡A ellos el tiempo que haga fuera, les da igual!
Ha sido un cambio de luces hipnótico. Un cambio de realidad.
Un cambio de perspectiva. De la esperanza al tedio, a la depresión, a la
muerte.
Las luces de un coche que subía la calle que baja en
diagonal hacia el centro, le han robado al rojo el alma y lo han transformado
en un naranja parpadeante a punto de rendirse de nuevo a la vida. Como un ave Fénix.
Para después, volver a morir.
Mientras avanzaba hacia el paso de cebra y el reflejo se
achantaba ante mi presencia, me he fijado en que toda la calle era una estela
de luces de escaparates, de carteles luminosos, de ventanas iluminadas dándole
sentido a la palabra hogar. Luces calientes tras cristales fríos en la calle en
la que no vivo.
La mía estaba completamente a oscuras. Solo a unos cien
metros, el cartel de la tienda de bicicletas que hay enfrente de mi portal,
iluminaba la fachada con timidez. Los bloques de edificios del fondo eran una
sombra desenfocada hacia la que he sentido la necesidad de ir.
Tango y Bruja me miraban como si no estuvieran entendiendo
nada. Él, agradecido. Con nada disfruta tanto como con el agua, venga de donde
venga. Ella, asqueada. Cuando se moja el pelo se le queda lacio y se le hace una
raya en medio de la cabeza que a mi me resulta adorable pero que a ella le debe
hacer sentir como una vagabunda.
Cuando hemos doblado la esquina que le da ángulo a la calle,
la hilera de luces difuminada por la intensa lluvia, anunciaba que las farolas
estaban comenzando a calentarse.
El sonido de las ruedas de un coche pasando por encima del
torrente de agua que baja de la carretera que da a la parte más alta de la
subida de San Miguel, ha hecho que me diera cuenta de que a lo largo de toda la
calle, no había habido ninguna otra señal de vida. Estaba completamente
desierta. Solo una pareja entrando en un portal de la acera de enfrente
indicaba que seguía estando en el plano adecuado. Por un momento he sentido que
estaba dentro de uno de los cuadros que el deshollinador amigo de Mery Poppins
pinta en las baldosas de la entrada al parque. Solo que con menos luz.
La capucha de la cazadora ha comenzado a gotear sobre mis
cejas en el preciso instante en el que el sonido del agua cayendo por los
canalones se unía en mi cabeza a la que salía de entre las piedras de los muros
de las casas para formar una evocadora melodía de historia sórdida en noche
fría. Me he sacudido como se sacuden los perros y he escondido las manos un
poco más bajo las mangas.
Un hombre ha salido corriendo de un portal en dirección a su
coche. Al ir a abrir la puerta se ha dado cuenta de nuestra presencia y se ha
quedado paralizado bajo la lluvia un segundo. Estoy segura de que se ha preguntado
por qué no corríamos con la que estaba cayendo como suele hacer la gente
normal, pero ha encontrado la respuesta en una mirada desaprobatoria hacia mí,
hacía mis perros y hacía mí otra vez mientras que en el vaho de su respiración
casi podía leerse la palabra loca.
Le he sonreído. Hacia años que no me detenía a pasear bajo
el silencio de la lluvia y él no me lo iba a estropear.
Cuando he vuelto a mirar hacía delante. La sombra de la
fachada de un monasterio derruido que hay en el ultimo cruce antes de llegar al
final de la calle, se ha dibujado ante mí más entera que nunca. Tras el
rosetón, el cielo negro me ha hecho dudar del tiempo, pero entre la silueta de
las dos cigüeñas que inmóviles discutían sobre el cambio climático y lo bien
que se hubieran quedado unos días más en su residencia de invierno, ascendía la
sombra de una grúa que me ha devuelto al mío en un instante.
Al final de la calle estaban detenidos todos los coches que
no me había encontrado por el camino, como si formasen parte del encanto del
centro de la ciudad en un día de lluvia y he tenido que detenerme en un
semáforo.
He mirado hacía el arco de San Gil y me he imaginado
adentrándome en la magia de las calles del centro reflejadas por completo en
las baldosas empapadas del suelo mientras el tañer de las campanas de la majestuosa catedral se perdía
por ellas en sabe quién qué siglo. Una mueca de satisfacción previa a algo que
sabes que va a ocurrir se estaba dibujado en mi cara cuando he hecho lo que
no tenía que haber hecho. Los he mirado a ellos. Ellos miraban al parque, al
otro lado de la calle, en otra dirección. He querido negarme, pero un pino de
tronco inabarcable me ha hecho levantar la cabeza casi completamente para
permitirme que le viera la copa, y he tenido que cruzar para ponerme bajo esa sabiduría que le dan a la naturaleza los siglos de historia vivida.
A Tango eso, le ha dado completamente igual, pero yo no he
podido evitar preguntarme qué quedaría de la realidad en la que se fundamenta
la humanidad si ellos pudieran hablar.
El sonido de una fuente ha llamado mi atención haciendo que
me olvidase si quiera de la posibilidad de darme una respuesta. Los chorros
iluminados sobresalían por encima de la barandilla de hierro del muro de piedra
que separaba el parque en dos alturas. No he podido evitar aprovechar que ellos
podían estar sueltos para hacer un par de fotos.
Nunca tan buenas como las imagino, pero evocan el mismo
recuerdo.
No ha sido sencillo. Las mangas de la cazadora goteaban agua
a chorro, el pantalón del chándal empapado no secaba a la pantalla asustada que
al sentir que la estaban tocando en demasiadas partes a la vez se negaba a
trabajar. Un perro de marcada musculatura ha ascendido corriendo las escaleras
y se ha puesto tenso al ver que los míos iban a presentarse como se presentan
las personas que no entienden lo que significa el espacio vital porque para
ellos lo vital es entrar en ese espacio.
Aún sigue lloviendo. Yo hace más de tres horas que intento
contaros mi maravilloso paseo bajo la lluvia sin que os deis cuenta de que este
relato no tiene ningún fin. De que es un relato sin un solo ápice de intriga o
de sentido. Que es un relato solo mío.
Adriana Marquina