Anoche, llegó a Burgos La Estupidez y llevo pensando que
diría de una obra que iba a ver por tercera vez desde que compré las entradas hace
ya dos meses. Lo pensaba porque también escribí mis impresiones las dos veces
anteriores y no quería repetirme, pero claro, no pensé en que encima de un
escenario, las cosas, nunca se repiten. Reconozco que esta vez iba nerviosa, no
por mí, yo ya sabía que lo que iba a ver me iba a encantar, sino por la
compañía que llevaba conmigo. Cuando vi que por fin mi ciudad le abría las
puertas de uno de sus teatros a la compañía Feelgood y a su atrevida apuesta,
me consta que no sin esfuerzo por su parte, no dudé un instante en coger el teléfono
y proponer el plan a mi familia. Les expliqué un poco por encima de qué trataba
la obra, el trabajo que lleva detrás, la buena aceptación que ha tenido en cada
una de sus actuaciones y la ilusión que me hacía compartir con ellas, sí, en mi
familia el número de mujeres es bastante superior al de hombres, una tarde
diferente, una tarde de teatro. Para mi sorpresa, mis tres tías, las tres
hermanas de mi madre, dijeron que sí en seguida y no solo dijeron que sí,
además me ayudaron a convencerla a ella para que también se animase a estar
sentada tres horas en un lugar en el que no se puede fumar, en el que no te
puedes levantar y en el que hay más gente rodeándote de la que suele ser capaz
de soportar. Compré las entradas de inmediato, primera fila para ellas, segunda
para mí porque más personas de las que pensaba se me habían adelantado y esperé
paciente a que llegase el día. Ese día fue ayer y los nervios me comían por
dentro porque las conozco y conozco su exigencia. Pensaba en si las gustaría lo
que estaban a punto de ver o si me mandarían a freír morcillas, porque a veces
les han gustado cosas que yo he odiado y viceversa y cuando ha sido el viceversa
me ha tocado aguantar las críticas y os aseguro, que no son mujeres con miedo a
decir lo que piensan en cada momento.
Las luces se apagaron, el Motel abrió y tras los primeros
cambios de personaje la gente empezó a murmurar, a preguntarse qué estaba
pasando, quién era quién, qué hacían todos en la misma habitación. Había quien
preguntaba, había quien explicaba y había quien pedía silencio. Yo miraba de
reojo a las cuatro cabezas que tenía delante, temiendo lo peor, no os voy a
engañar y ellas lo saben así que no pasa nada, pero estaban atentas, ajenas a
lo que yo estaba escuchando así que me centré en conocer a Alfonso Mendiguchía
(en las otras dos ocasiones era Javi Coll quien interpretaba sus papeles) y me alegré
de hacerlo porque el tío se ha adaptado a la obra, a los personajes, al texto y
a la velocidad de una forma admirable.
Las primeras carcajadas del público, entre las cuales me
incluyo porque La Estupidez es uno de esos “chistes” que no te cansas de
escuchar cuando sabes que quien lo cuenta tiene un don para hacerlo, llegaron
más rápido de lo que yo pensaba. Burgos no es una ciudad precisamente cálida y
eso, aunque a mí cuando me lo dicen me enfade, hace que las personas que llevamos
el frío de sus calles en la sangre, tampoco lo seamos en exceso, o al menos, no
inmediatamente. Eran carcajadas sinceras, salidas de lo más profundo de la
necesidad que tenemos en esta ciudad de poder disfrutar de algo tan bueno como
esta obra, o eso sentí yo, que disfrutaba a la par del público que me rodeaba y
de los cinco diamantes que al reflejo de los focos habían pulido detalles que
hacían imposible apartar la vista del escenario. Enhorabuena.
La obra continuaba, llevaríamos como hora y media entrando y
saliendo de la habitación y, a excepción de las constantes preguntas que seguía haciéndose
en voz alta una señora que tenía detrás, todos habíamos asumido ya que éramos estúpidos
y estábamos encantados cuando ocurrió algo maravilloso, algo que solo puede
darse en el teatro. Fran Perea, que siendo el oficial
Wilcox vio como al pantalón de su uniforme se le rasgaba toda la pernera, no
pudo contener el ataque de risa que le provocó seguir al lado de una Ainhoa
Santamaría desatada. Fue inevitable. El aplauso que por un instante detuvo la
obra, fue inevitable y en ese preciso instante en el que ellos se recomponían,
supe que ya se los habían ganado a todos, a mis tías y a mi madre incluidas,
que se reían tan a gusto, que no pude evitar querer detener el tiempo en ese
instante, pero no se detuvo y gracias. Descanso, cigarro rápido al gélido frío
de la noche burgalesa — ¿Os está gustando? Sí — y vuelta para dentro a bailar
con el hit de Carola y comprobar que, al fin, la señora de detrás había asumido
también su estupidez.
Siguieron las risas, las historias de los veinticuatro
personajes fueron tomando todo el sentido que una obra con este título puede
tomar. Habitaciones revueltas, noticias inquietantes y secretos revelados.
Sirenas de policía, luces fuera y Burgos aplaudiendo a los cinco actores; Fran
Perea, Toni Acosta, Javi Márquez, Ainhoa Santamaría y Alfonso Mendiguchía que,
en medio de su recompensa, detuvieron los aplausos para que se los dedicásemos a
una de las personas, paisana de la ciudad, que hicieron que La Estupidez fuera
posible. Sois grandes. Y justo antes de ese momento, ocurrió algo que me hubiera hecho perder
las manos en una hoguera si hubiera apostado, mi madre se levantó, os juro que
pensé que iba a ponerse el abrigo para irse cuanto antes, pero no. Dejó sus
cosas en el asiento y os aplaudió de pie. ¡MI MADRE! ¡DE PIE! No sabéis lo que
es conseguir eso, no sabéis lo que me hizo sentir eso.
Cuando vi La Distancia de rescate (no penséis que me he
vuelto loca que viene a cuento de lo que os quiero explicar, aunque no sé si después
de la parrafada alguien habrá llegado a este punto), sentí que algunas heridas
de mi corazón sanaban. Algunas personas ya lo saben, pero mi padre falleció
hace cuatro años y mantenía dentro de mí una mezcla de rabia, culpa y preguntas
sin respuesta que hacían difícil ser. Pues bien, creo que algo así le ocurrió
ayer a mi madre. No de la misma manera, no en lo profundo de la reflexión del
ser humano, aunque La Estupidez lleva consigo una carga dignísima de analizar, porque ayer no fue lo que se decía, si no lo que se
conseguía y conseguir que mi madre me llamase al llegar a casa para decirme que
por favor les diera las gracias a los actores de su parte, fue algo que no olvidaré jamás. Y eso voy a hacer, aunque empiece con las mías. Gracias por hacer que mereciera la pena convencerla para que saliera de casa,
por hacer qué durante dos horas, más luego otra, se olvidase de que entre sus
dedos no había un cigarrillo que le calme una ansiedad de la que se olvidó
viendo como entrabais por una puerta siendo unos y salíais por otra siendo
otros. Creo que las puertas del teatro consiguieron algo parecido con ella
anoche, porque sin duda, se rio sin miedo. Sí, sin miedo a sentirse culpable de
deshacerse estando despierta de la pena que sigue sintiendo, la que como una
sombra se ha ido apoderando de ella, encerrándola más en sí misma, susurrándola
que el mundo no la perdonaría que dejase de llorar cuando todos nos morimos por
verla sonreír. Os doy las gracias de su parte, que emocionada me decía que
hacía muchísimo tiempo que no se reía tanto y os las doy de la mía, que hacía
muchísimo tiempo que no la veía reírse así, frente a mí, junto a sus hermanas,
junto a las personas que seguimos aquí, porque hay veces en que es difícil no
quedarse con las que se han ido, sobre todo cuando no entiendes el por qué. Así
que gracias, gracias por devolverme ese trocito de madre que perdí junto a mi
padre aquel fatídico día, por darle forma a las palabras que hacía tiempo
quería decirle y no sabía cómo. Ayer La Estupidez me enseñó que hay personas que,
sin pretenderlo, que sin tan siquiera saberlo, tienen en su poder el puñadito
de arena necesario que ayuda a construir el dique que frena el río de la pena de
quienes han quedado a merced de la ola. La ola de mi madre desde ayer es un
poco menos brava, y volverá, insistirá, pero no podrá con esa arena, no podrá con
sus risas, no podrá con la libertad que sentí en su voz cuando hablaba conmigo.
Esa ola, no podrá con La Estupidez.
Adriana Marquina
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