Antes de escribir estas opiniones, me he
informado un poquito mejor sobre Bailar en la Oscuridad, porque sí, no había
oído hablar de esta película hasta que comenzó a fraguarse la obra teatral
homónima que se esta representando actualmente en el Fernán Gómez de Madrid.
Evidentemente voy a hablar de la segunda,
porque la primera sigo sin verla y, sinceramente, tampoco es que quienes me han
hablado de ella me hayan despertado demasiadas ganas. El sábado pasado tuve el
gusto de poder verla y tengo que decir que no sé ni lo que voy a decir, porque
solo me han quedado preguntas que empiezan por porqués que no tienen final y
que se convierten poco a poco en defensa o juicio de una situación que espero
no tener que vivir nunca y que siguen dando vueltas desde entonces.
Me pregunté por qué una mujer le
ocultaría a su hijo una y otra vez dónde se encuentra su padre si el motivo de
la desaparición del mismo no lo decidió él. Si seguro que hubiera preferido
volver para estar que no hacerlo. Me pregunté por qué una mujer le ocultaría a
todo el mundo una enfermedad que va a ser, irremediablemente, inocultable. Por qué
no se dejaría ayudar cuando era obvio que necesitaba ayuda. Por qué prefería
tener un hijo enfadado, frustrado, deshecho, que contarle la verdad. Por qué
bailaba cuando yo gritaría. Por qué pactaría con el diablo. Por qué se dejaría
encerrar.
Intenté ponerme en su lugar, pero me
sacaba de quicio. Marta Aledo, consiguió que Selma, me sacase de quicio. Uno de los papeles de Luz Valdenebro, el de la
amiga fiel que no falla, hasta que lo hace, pero por ti, fue para mí mucho más
comprensible. Me dio la sensación de que fue su actitud quien generó todas las
preguntas, pues paciente, va viendo lo que su amiga no quiere ver (y para ver
esto a lo que me refiero no hacen falta los ojos), sin lograr que a esta se
altere lo más mínimo. Era como si nada le removiera, como si solo viviera para
lo que nos decía que vivía. ¡Y nosotras ahí, sin entender absolutamente nada! Pero
es que solo vivía para eso.
Los papeles que interpretan Jose Luis
Torrijo, Fran Calvo e Inma Nieto, tampoco te dejan tranquila del todo. Todos
ellos tienen una parte inquietante, independientemente de quién sean en cada
escena. Cada uno en su lugar y con su sombra, y no, no estoy hablando de la de
los focos. Todos ellos son personajes encerrados, quizá, irónicamente, se
librase de esta afirmación la carcelera. Encerrados en sus miedos, en sus
dudas, en los noes que no son capaces de decir, en los te quiero que dejan
escapar o en el materialismo de quien se siente nada cuando lo es todo, cuando
eres tanto que todo lo demás importa poco, hasta la vida. La tuya, esa que
crees que amas y las que arrastres contigo para seguir haciendo cierta la
mentira.
Y si ya tenía preguntas antes de que
Selma se viera arrastrada, se multiplicaron cuando tras las rejas, seguía
cantando. Viendo, sin ver, que no era capaz de ver nada, de darse cuenta de
nada. Álvaro de Juana, que interpreta a su hijo, empezó a provocar en mí una
especie de rabia contenida que se mezclaba con tristeza, decepción y esperanza.
Pero no la esperanza de que todo saliera bien con su madre, si no sobre la
libertad que supondría la pena impuesta por la cabezonería incontrolada. Porque
sí, para mí, la lealtad había perdido el sentido tras las rejas y permanecer
ahí por no fallarle a quien no estando te lo está arrebatando todo, no tenía
sentido. O sí, porque quizá esa fuera su manera de regalarle a su hijo la
libertad que ella le estaba robando convencida de que lo importante está en lo
que se puede ver. Y es que, yo sentía a través de él, la impotencia que aprieta
cuando ni lo que se dice, ni lo que se hace, ni lo que se siente, merece la
pena lo suficiente como para que a quien tú más quieres considere la
posibilidad de quedarse a tu lado, aunque no os vayáis a poder ver.
Yo resumiría todo este embrollo con una
frase: La vista o la vida. Porque desde el sábado me pregunto, si es que la
historia va de eso ¿a qué le daría más valor? Pero es que aún no sé de que va
la historia, porque hay tantas preguntas que pueden hacerse acerca de ella, que
estoy segura de que para cada espectador será una historia diferente. Yo solo
me quedé con la sensación de que cuando las sombras de las personas bailan
entre sí, nada bueno puede salir de ellas. Que apagan la luz más cegadora e
incendian el infierno más congelado con melodías pegadizas de las que no puedes
salir. Que hacen que nos preguntemos, sin haber estado ahí, lo que hubiéramos
hecho nosotros. Lo que hubiéramos sentido nosotros. Qué canciones hubiéramos cantado
nosotros. Me pregunté muchas cosas viendo la obra de teatro. La magnitud del
escenario permitía que las interrogaciones de las decisiones que no comprendía se
fueran arremolinando en los rincones sin luz. El cambio de personajes sin que
para ello fuera necesario el cambio físico de las actrices, o de los actores, demostraba
que la misma persona puede ser muchas a la vez dependiendo de lo que se espere
de ella en según qué momentos. Las canciones te sacaban del drama sin que el
drama dejase de estar presente. Me pregunté muchas cosas viendo la obra de
teatro, respondí otras, comprendí una, y fue que hay batallas, por las que
morir, no merece la pena.
Adriana Marquina