El chirriar de las ruedas del tren frenando sobre los
rieles, despertó a Celia. No tenía intención de quedarse dormida pues sabía que
estaban a punto de llegar a su destino, pero el hombro de Aurora era para ella
el lugar más cómodo que podía existir y, al final, no pudo evitar cerrar los
ojos. Con una caricia delicada y un susurro cariñoso, Aurora consiguió que el
susto inicial de Celia se transformase en una sonrisa casi inmediatamente.
Juntas revisaron el compartimento para asegurarse de no dejar nada olvidado y
salieron al pasillo con las maletas en cuanto notaron que el tren se había
detenido por completo.
A través de las ventanas habían ido viendo como la noche se les echaba encima. Por mucho que el tren corría hacia la luz naranja del sol que se escondía en el horizonte, no pudieron alcanzarlo, pero tampoco importaba demasiado porque la ciudad más antigua de Europa Occidental descansaba bajo un manto de estrellas inmenso que acariciaba el aire que circulaba por los andenes de la estación haciendo que casi pudiera verse.
Un mozo ataviado con una chaqueta gris de botones dorados abrochados hasta el cuello, se acercó hasta la puerta del vagón para ayudarlas con el equipaje y entregarles un sobre lacrado. Cuando Celia preguntó quién remitía dicho sobre, el mozo no supo darle ningún dato que pudiera ayudarla. Una mujer se había acercado a él hacía apenas un par de minutos y le había dado una buena propina por entregárselo a las únicas mujeres que viajaban solas.
—Lo único que puedo decirlas es que llevaba un abrigo largo
de color rojo. Ha sido todo muy rápido. Siento no ser de más ayuda. Síganme,
las acompaño.
—¿A dónde nos llevas? —preguntó Celia de nuevo.
—Cumplo órdenes señorita. La mujer que me dio el sobre me
dijo que tenían fuera un coche esperando.
Antes de comenzar a andar, Celia abrió el sobre. Dentro, una
nota en la que ponía:
De no haber sido por vosotras seguiría pensando que el hierro de los
barrotes tras los que estaba encerrada rompería en mil pedazos mi corazón en
caso de que se me ocurriera correr hacía la libertad que se dibujaba tras
ellos. Gracias por hacerme ver que no eran más que humo.
Un coche os espera en la puerta. Cádiz queda a unos cuantos kilómetros de
aquí. Tenéis reservada una habitación en un peculiar hostal en el barrio con
más vida que pueda haber. Disfrutad de nuestra tacita de plata. Respirad
nuestro carnaval.
La firma bajo el mensaje era ilegible. Ni Aurora, que estaba
acostumbrada a leer historiales de médicos diferentes en el hospital, fue capaz
de descifrar que era lo que ponía. Se miraron con la duda en las pupilas, pero la
curiosidad por conocer la ciudad y la seguridad de la promesa que la pluma les
había hecho, hicieron que comenzasen a andar siguiendo al joven que miraba el
reloj como si cada minuto que pasase fuera una peseta de propina perdida.
El chofer, un hombre de unos cincuenta años con las manos
más grandes que ninguna de las dos hubiera visto jamás, conducía con la
seguridad de quien conoce cada centímetro del suelo que pisa. Según les contó,
apenas llevaba un par de años ejerciendo esa profesión, él era pescador,
seguiría siéndolo toda la vida, pero un desafortunado accidente en la cubierta
del barco le había dejado la espalda para el arrastre y ya no podía caminar por
él cuando la mar estaba revuelta.
—No saben ustedes señoritas lo que supuso para mi tener que
dejar el barco. Nunca he sido tan feliz como cuando después de estar semanas faenando
llegaba a la que sin duda es la playa más bonita de todas las que he visto, que
les aseguro son muchas, mi tacita, mi tacita de plata —añadió para después dejar
escapar un suspiro de añoranza y continuar hablando —. Estarán pensando que
ahora puedo verla todos los días, pero seguro que la vida ya les ha hecho
comprobar en alguna ocasión que las cosas se aprecian más cuando crees que
puedes perderlas. Mi miedo siempre era no regresar para verla una vez más y fíjense,
ahora echo de menos no despedirme de ella desde el barco. Pero dejemos de
hablar de mí —dijo como si hubiera dado opción a hablar de alguna otra cosa —
Eso que ven ahí, es la Puerta de Tierra, tras ella está Cádiz, su catedral, sus
callejuelas, su aroma a mar y a vida. Y, por supuesto, nuestro barrio de la
Viña y el Gran Teatro Falla. Estoy seguro de que este teatro nos va a dar
muchas alegrías. Seguro de que en sus tablas se cantará nuestra historia. El
hostal al que me han dicho os tengo que llevar, está situado precisamente en plena
Viña, pero si lo desean puedo parar antes en la Caleta para que la vean de
noche, con la luna reflejándose en el mar y el Castillo de San Sebastián
cuidando de ella mientras el de Santa Catalina no le quita ojo.
—¿Te apetece parar? —preguntó Aurora mientras el Chofer
señalaba a su derecha para que no se perdieran la majestuosidad de la Catedral
que oteaba el mar.
Celia asintió. Era de noche y estaba cansada del viaje, pero
el amor con el que aquel hombre que olía a madera húmeda hablaba de ella hizo
que negarse fuera imposible. Un par de minutos más tarde, el coche se detuvo.
—Solo tienen que asomarse a ese muro. yo las espero aquí. No
tengan prisa.
Aurora se bajó del coche por la izquierda y Celia se unió a
ella antes de cruzar la calle. No había muchos vehículos recorriendo el
empedrado, pero aun así cruzaron raudas. Por sus venas aún corría el ritmo de
una ciudad como Madrid, pero pronto se darían cuenta de que hay ciudades en las
que hay que detenerse para poder disfrutar del alma que recorre sus calles y
sin lugar a dudas, Cádiz, era una de ellas.
Con la vista puesta en el horizonte recorrieron la acera que
las separaba del muro sugerido. El mar se fundía con el cielo en una oscuridad
que se había entregado por completo a las estrellas que, junto con la luna, se
reflejaban en el agua calma de un mar que emanaba historia. Era como si sobre
ella descansasen los espíritus de los barcos que lo habían surcado, como si los
marineros a los que había dado vida eterna saludasen desde la orilla a quienes
se habían quedado en tierra.
—Es preciosa —dijo Celia embobada.
—Ahora entiendo porque aquí, la llaman así —añadió Aurora
dibujando su contorno con la mirada para después echar a correr hacía una de
las rampas que descendía hasta la arena.
—¿Dónde vas? —gritó Celia preocupada, pero la única
respuesta que obtuvo fue una sonrisa, así que decidió esperar y ver qué era lo
que se le había ocurrido.
Descalza y con la falda remangada, Aurora entró en la arena
humedecida. Cómo si su cuerpo levitase, anduvo con cuidado hasta estar delante
de Celia y entonces clavó uno de sus talones y comenzó a andar marcha atrás.
Ante los ojos de la periodista fue apareciendo un enorme corazón. Dentro,
dibujó una C y una A, y al lado, un Para Siempre que cristalizó los ojos de
Celia pues, entonces sí, supo que ya no era un deseo sino una realidad.
—¡Estás loca! —gritó desde arriba mientras Aurora le
invitaba a bajar con la mano.
—¡Sí! ¡Pero loca por ti!
Celia se rio enamorada. Le hizo un gesto al chofer para que
comprendiera que iban a tardar un poco más en regresar al coche y bajó para
abrazarse a la mujer que retocaba su obra de arte con esmero.
—¿Crees que le falta algo? —preguntó la enfermera mirando el
corazón.
—Creo que le faltamos nosotras —respondió Celia entrando en
él para situarse encima de la letra que le correspondía mientras Aurora la
seguía haciendo lo mismo —. Ahora está mucho mejor — añadió Celia acercándose para
besarla mientras un tres por cuatro recorría las calles hasta llegar a ellas y un
sinfín de pétalos de rosa llovía del cielo.
—Esta ciudad es mágica —dijo Aurora dando vueltas sobre sí
misma con los brazos extendidos sin darle importancia alguna a quien estaba haciendo
posible que la playa se tiñera de rojo.
—¡Lástima que cuando suba la marea el corazón vaya a
desaparecer! —se lamentó Celia deteniendo el baile.
—Igual es una locura —comenzó a decir Aurora abrazándose a
la espalda de Celia y apoyando su barbilla en el hombro —, pero desde que he
pisado la arena, he sentido que alguien me observaba, no una persona, no sé, es
como si las piedras de esta playa tuvieran ojos, como si en ellas quedase
grabado todo cuanto ocurre en ella. ¡Llámame loca! Pero no creo que vaya a
desaparecer, no creo que nada de lo que ocurra en este rinconcito desaparezca,
creo que se convierte en música. Creo que ellos —dijo mirando hacia el muro en
el que se había apoyado el chófer utilizándolo para referirse a todos los habitantes de la ciudad —, lo convierten todo en
música.
—Entonces… Seamos música.
Adriana Marquina